15 de mayo de 2017

Historias

Yo he estado cuatro veces en Burning Man (El festival de electrónica en el desierto)

¿Cómo es pasar una semana en una ciudad que aparece en medio del desierto, en la que el dinero no existe, solo se puede andar en bicicleta, no se oye más que música electrónica y todos se disfrazan? Le pedimos a un pereirano que no se pierde el festival Burning Man desde 2013 que nos contara cómo es por dentro uno de los eventos que más curiosidad despiertan en el mundo. Y esto nos contó.

Por: Texto y fotos: Oswaldo Toro
En cada edición de Burning Man hay un hombre, una escultura y un templo. Están hechos en madera y se queman al final del festival.

Las reglas son claras: cualquiera es bienvenido, la ropa de marca no existe, no hay que dejar rastro, todos participan y nada se vende, se regala. Si le cuesta trabajo imaginarse el Burning Man es porque no hay nada que se le parezca. No es un concierto, tampoco un festival hippie ni una convención de famosos y millonarios de Silicon Valley (aunque van); es vivir en pleno desierto, en una ciudad que solo existe durante siete días al año y luego desaparece. (Galy Galiano El día que canté para Pablo Escobar)

Las entradas no son tan fáciles de conseguir y se compran en dos etapas. Tienen prioridad las personas que tengan un campamento allá —ya entenderá cómo funciona esto—; el resto de la gente las debe comprar después. Hay una inscripción previa, y el día de la compra, uno debe estar conectado por lo menos a tres computadores, pues la demanda es altísima y las boletas se pueden acabar en minutos. Este año, cada boleta costó 425 dólares (más o menos, 1.250.000 pesos), aunque sacan 4000 boletas especiales a 190 dólares (unos 550.000 pesos) para aquellos que demuestren que no tienen cómo pagar el precio completo.

Desde Bogotá, lo mejor es volar a San Francisco (con escala en El Salvador, pues no hay vuelos directos), alquilar un carro y llegar a Reno (Nevada), la ciudad más cercana al desierto Black Rock, donde cobra vida Black Rock City, la ciudad utópica del Burning Man, la que se destruye después de siete días.

En Reno es donde uno se abastece de todo lo que va a necesitar. Lo primero que debe conseguir para sobrevivir en Burning Man es una bicicleta, el único medio de transporte permitido, y un candado. Luego, compre mucha comida no perecedera y agua en cantidades industriales: toda la que se quiera tomar y con la que se piense bañar. Aunque ese tema de la sed y del baño ya depende de usted; hay gente que no lleva nada y cree en el dicho que siempre recorre el lugar: “La Playa proveerá”. La Playa es el punto central de Burning Man.

Ya allá, debe estar preparado para un Halloween permanente. Uno se disfraza todos los días, aunque la desnudez está más que permitida. Yo mando hacer mis pintas con unas diseñadoras. Es parte de la fiesta. Eso sí, como es en un desierto, no le pueden faltar unas botas guerreras, una máscara o pañoleta y unas buenas gafas para protegerse durante las tormentas de arena, porque son cosa seria: hace un par de años me tocó una que duró 27 horas; no se veía nada. Además, el clima es despiadado: no es que haga un calor terrible, por ahí unos 29 °C, pero en la noche puede enfriarse duro, así que es mejor llevar también un buen abrigo. (Así es el festival de sexo más bizarro del mundo)

Aparte de la entrada, debe pagar un permiso para llegar en carro (cuesta unos 230.000 pesos). Pero lo mejor puede ser comprar un early arrival pass (a 120.000 pesos, más o menos), que le permite llegar un día antes y montar su campamento, porque la caravana que se arma el primer día de Burning Man es impresionante: en vez de demorarse dos horas para llegar desde Reno, como en un día cualquiera, puede echarse hasta ocho horas.

A la entrada le hacen una requisa, entre otras para revisar que no esté colando a nadie en el baúl o en el piso del carro, y de ahí se va directo a montar su campamento. Si es su primera vez, le recomiendo que no lo diga a la entrada. No le va a pasar nada malo, pero, a modo de ritual de iniciación, le pueden pegar la revolcada de la vida en la arena. Y como la idea es ahorrar agua, créame que es lo último que quiere.

Black Rock City, la ciudad utópica, es enorme: el desierto en sí tiene 2600 kilómetros cuadrados, y a Burning Man entran unas 70.000 personas. Dicen que si alguien estuviera en la luna durante esa semana vería más fácil Black Rock City que Las Vegas, la otra atracción de Nevada.

Imagínese un círculo, y en el centro queda La Playa (así, en español). Ahí está la escultura del hombre, el “hombre en llamas”, y alrededor, los escenarios; en promedio se presentan 1800 DJ. Después, siguen unas calles, que van desde la A hasta la Z. Cada 15 minutos usted encuentra un campamento. Mientras más tiempo lleve yendo, su campamento puede estar más cerca de La Playa. Nuestro campamento tiene 18 años yendo y ya estamos en la letra C.

Hay otras construcciones además del hombre: están el templo y la escultura del año. Todas, hechas en madera y todas se queman al final del festival. La historia va un poco así: el primer Burning Man fue en 1986. Era una fiesta playera entre Larry Harvey, Jerry James y otros amigos. Ese día, prácticamente porque sí, quemaron una estatua de 2,4 metros de altura en forma de hombre. La quema se repitió durante un par de años y cada vez atraía a más asistentes. Paralelo a este evento, en 1990, Kevin Evans y John Law planeaban una gran quema de obras de arte contemporáneo en el desierto de Black Rock. Para resumir la historia, los dos eventos se fusionaron en 1997, la cosa creció y creció, y la tradición se repite cada año.

Hay muchas obras de arte hechas en acero y también carros arte, que son los únicos que pueden circular por el desierto. Esos carros son algo fuera de este mundo. Si uno quiere llevar el suyo, debe preinscribirse, y puede que incluso la organización de Burning Man le patrocine la creación de su obra.  (Si el Hay Festival fuera en Pasto)

Cada persona se toma el festival como quiere. Algunos pueden ir a empeparse y estar enfiestados todo el tiempo; otros leen todo el día; otros van buscando amigos de parche en parche, y otros se la pasan viendo las obras de arte. No hay límite de edad y mucha gente lleva a sus hijos, incluso bebés, y no pasa nada. Es como la película Mad Max (por el desierto, los autos y las pintas), pero sin la lucha por agua ni por combustible; por el contrario, todo el mundo está dispuesto a regalarle algo a alguien. Porque allá nada se compra ni se vende, todo se regala.

Mi campamento se llama Ofosho, término que reduce a una sola palabra la expresión “oh, for sure” (oh, por supuesto). Hacemos 200 platos diarios de ramen para regalarles a todas las personas que vayan al mediodía. A esa hora, todos estamos colaborando para la comida. En mi campamento hay gente que trabaja en la NFL, en YouTube, en Google, incluso hay un exvicepresidente de J.P. Morgan… gente con mucho nivel que uno ve descalza, recogiendo basura, pendiente de todos los detalles y en función de las otras personas. El Burning Man es una hermandad y lo que busca es hacer sentir a la gente lo mejor posible.

Muchos campamentos regalan comida —de hecho, voy mucho a desayunar al de una argentina que lleva más de 100 variedades de cereal y todo tipo de leche—, pero hay otros en los que a uno lo disfrazan, o le hacen algo en el pelo, o le dan masajes, o le prestan pistas de patinaje… todo lo que se imagine.

Está también el famoso Domo de la Orgía. Nunca he ido, pero sé que uno tiene que llegar acompañado por alguien que esté dispuesto a tener algo de acción. Antes de entrar, la gente de seguridad examina que uno no esté drogado o borracho. Y hay una regla única: haga lo que haga allá adentro, debe tener el consentimiento de la otra persona.

Por todos lados se oye música electrónica, de todos los géneros habidos y por haber. Por eso, todos los DJ quieren tocar allá, y lo hacen gratis. En los escenarios hay bares y regalan trago todo el tiempo. Para evitar el exceso de basura, usted tiene que llevar su vaso a todas partes y pegarle su identificación. Nunca le van a decir nada por pedir doce cervezas o diez whiskies en el mismo sitio, y, sin embargo, nadie abusa.

Mucha gente trata de evitar las drogas, pero las hay. La mayoría son sintéticas porque si, por ejemplo, prende un porro y lo cogen, usted y su campamento se meten en un lío bravísimo. Allá hay rangers (policías) encubiertos entre la gente, por si las moscas, aunque la realidad es que uno nunca ve a una persona ida, demasiado borracha, diciendo una mala palabra o agresiva… esa no es la energía de Burning Man.

Y así pasan los siete días en el desierto. El sábado, el último día, uno está arrodillado en el piso recogiendo hasta la última lentejuela o borona que pueda haber en el campamento, porque uno de los mandatos es no dejar ningún tipo de residuo. Ese día, la gente del festival le revisa que no haya dejado nada, y lo puede castigar si deja así sea una bolsa. Nosotros tenemos un container y ahí guardamos todo lo que volveremos a usar el otro año, como el campamento y las bicicletas. (Estéreo Picnic por dentro: ¿cómo es el día a día de un trabajador del festival?)

Después, generalmente vamos a ver la quema del hombre, la fiesta más grande de Burning Man (ya en la madrugada han quemado la escultura del año y al templo le prenden fuego el domingo). Todos los carros arte rodean la quema (la fila alcanza como un kilómetro), todos prenden sus juegos de luces y se forma una orgía musical. Cuando el hombre cae, arrancamos.

Hay un sitio muy lejos del desierto donde uno paga para que se hagan cargo de su basura y le guarden las bicicletas. Para llegar a Reno puede demorarse unas cuatro horas, y es importante haber conseguido un lugar para dormir con anterioridad, porque lo único que uno quiere es ducharse y acostarse en una cama.

Luego viene un periodo de “descompresión”, que es el nombre técnico para el guayabo o la tusa que da después. Uno allá está en una euforia total y una vez se acaba esa semana empieza a extrañar todo, porque a pesar de las incomodidades, siempre es increíble y lo único que uno quiere es repetirlo. ¿Mi consejo? Vayan lo más pronto posible.

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