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6 de mayo de 2004

24 horas de burócrata

La prevención era grande. También el susto, por supuesto.

Por: Daniel Coronell

Aquí voy yo, en la buseta, dispuesto a cumplir mi destinito fatal. Soy el único que queda de pie, mis compañeros de estrujón se han ido bajando a lo largo de la 26. Miro inquisitivamente a los pasajeros sentados. Nadie quiere dar la menor pista, pero intuyo que el gordo que lleva un folder arrugado en las piernas va a hacer un trámite al CAN, se va a bajar después, no sirve. La señora de sastre y uñas rojas es secretaria, no hay muchas oficinas antes de la 30, tampoco me va a dejar su puesto. El muchacho de chaqueta de cuero casi fijo es estudiante de la Nacional, ese es mi asiento, el que ocupa detrás del chofer, pero no. Otra frenada y la radio muele ‘olvidarte es imposible, ay hombe‘, la viejita de cara bondadosa se bajó. La silla está caliente pero no me voy a poner con exquisiteces, faltan 14 cuadras y la sentadita me cae de perlas para repasar mi papel. Soy un empleado de la Registraduría Nacional. El numero 3.216. Sobrevivo con un sueldo de $684.000 mensuales, antes de los descuentos. Estoy preparado para la ocasión. Mis zapatos no brillaban tanto desde los primeros viernes en el colegio. Debajo de los botoncitos del cuello de la camisa, cuelga la corbata anudada en un perfecto triángulo isósceles, nudo de cónsul guatemalteco diría un amigo. Tengo dos días para sumergirme en la vida de un burócrata y describir, imagino a esa hora, el tedio que se padece en el vientre del Estado. En minutos los hechos empezarán a demostrar lo equivocado que estoy. Tres días hábiles a bordo de un sello 15 para las ocho. “Olímpica se metioooó”. Salto de la buseta, que no se detiene del todo y ya no sé caer. Las habilidades que a uno le va robando la vida pequeño-burguesa. Paso por entre la cola que empezó tres horas antes, la gente tiene la idea de que saldrá más rápido si coge el primer turno. Mi labor será de ventanilla, pero antes tengo que presentarme ante mi jefe. -Don Nelson -musito con timidez- soy el auxiliar administrativo asignado a su división. Y aquí, en la institución que identifica a los colombianos, empieza mi propia crisis de identidad. Don Nelson se acicala el bigote y mirándome de arriba abajo me pregunta si tengo autorización de la registradora, del director nacional de identificación, de la jefe de la división de prensa y comunicaciones, y prosigue con una lista de cargos. Cuando le respondo que sí, me pide una carta firmada y sellada. Como no la tengo, reflexiona unos segundos, después de un suspiro entrecortado suelta un yo-no-sé y me explica que para trabajar en el Centro de Atención e Información al Ciudadano CAIC (nótese el amor que los funcionarios sienten por los acrónimos) se necesitan personas capacitadas. Yo que he sido tantos hombres, no doy la talla para atender una ventanilla. Don Nelson, un ingeniero industrial curtido en 17 años de servicio público, sospecha con razón que si se niega voy a volver de la mano de un jefe y amablemente se rinde. Me advierte, eso sí, que para manejar el sistema es necesario un curso de por lo menos dos meses. Que no debo estorbar las tareas de los funcionarios. Que el trabajo es muy delicado. Que desarrolla un programa para agilizar trámites. Y me sienta entre dos ventanillas con la clara intención de que mire y no toque. A mi derecha está John, 20 años y solo uno en la entidad. A mi izquierda Luz Edith, 54, y 31 en la Registraduría. Los dos en el mismo lugar, los dos con el mismo sueldo y con las mismas funciones. Si John, que trabaja con empeño de debutante, mirara a su lado no apostaría tanto a su futuro. Pero creo que ya se percató porque me cuenta que empezó a estudiar de noche Administración de Empresas y que tan pronto pueda montará su propio negocio. Las 8 en punto y se abre la puerta de los sustos. Impulsado por la furia de tener que hacer un trámite, entra el público. Ese monstruo de mil cabezas, del que hablan los artistas, y que es también la pesadilla del burócrata. Todos suponen que el funcionario quiere demorarlos, que no se gana el sueldo que le pagan con sus impuestos y que su caso es excepcional. Algunos tienen razón. -Vengo a informarle que estoy muerta- explica alterada una señora a quien el día anterior le rechazaron su reclamo en el Acueducto, porque su cédula había sido descargada del sistema como persona fallecida. John no se inmuta, como si hubiera oído la historia mil veces, con un tono medido y profesional le pide la cédula. Teclea el número en la terminal y solo cuando sale el pantallazo concluye que hay un error. Es decir gracias al computador se percata de que la mujer que tiene al frente, realmente está viva. Llena un formato de certificación y le pide a la resucitada que vuelva en tres días hábiles, después de las 10 de la mañana, a recogerlo. Luz Edith, entre tanto, atiende a un carabinero que le pide a gritos, porque oír a través del vidrio es difícil, certificar una contraseña de la propia Registraduría. ¿Por qué hay que autenticar documentos de la misma entidad? ¿ Por qué la Registraduría no cree en los papeles de la Registraduría?, pregunto en mi ignorancia. Porque sin el sello de la Registraduría Nacional las contraseñas de las registradurías locales, auxiliares o delegadas, no sirven para identificarse. ¿Y por qué no sirven? Porque es frecuente el tráfico de contraseñas para alterar la identidad de una persona. El carabinero debe volver en tres días hábiles, después de las 10 de la mañana, para recoger su contraseña con el sello. En el turno siguiente, una joven muy bonita. Va acercando su ombligo a la ventanilla, está a medio vestir con ropa rigurosamente chiviada. Explica con marcado acento pereirano que viene a hacer el mismo trámite del carabinero, pero además implora agilidad porque tiene un viaje internacional al otro día. Nada que hacer, tres días hábiles, después de las 10, etc. Veo a don Nelson bajar detrás de un arrume de papeles y le pregunto si no es posible agilizarle el trámite al ‘churrito‘ para que no pierda su viaje. Total es solo ponerle el sello, eso no toma tres días, apenas tres segundos. -No- Responde él de manera cortante y me pide que lo siga.

Todos suponen que el funcionario quiere demorarlos per, aunque un sello se pone en un segundo, hay que cortejar la identidad con las huellas dactilares y es por eso que a veces un sello tama hasta tres días.

Sin el sello de la Registraduría Nacional las contraseñas de las registradurías locales o auxiliares no sirven para identificarse.

Tras las huellas de las bellas Tal vez se me fue la mano con el jefe. Él me advirtió que no me saltara los procedimientos. Supongo que va a acusarme con la registradora y me van a echar antes de tener material suficiente para la crónica. Yo, que me preciaba de no tenerle miedo a los despidos, ahora tiemblo ante mis ocasionales compañeros de trabajo. Pero las noticias no son malas, don Nelson solo quiere explicarme la razón de los tres días hábiles, después de las 10 de la mañana, etc. Me tranquilizo cuando sonríe y camino respetuosamente tres pasos atrás de él. Entramos a una oficina, cuya puerta de seguridad se abre con la credencial de don Nelson. El Centro Nacional de Identificación (CNI, supongo), hay hombres vestidos con brazaletes del DAS, me cruzo con una mayor de la Sijin, allá hay dos de la fiscalía con chalecos del CTI. Y yo NPI para dónde vamos. Don Nelson me explica que los cientos de aparadores que están en el piso de abajo contienen las fichas decadactilares de todos los colombianos que son o fueron ciudadanos. 26 millones de tarjetas, la última instancia para determinar si quien dice ser alguien, realmente lo es. Su trabajo le ha enseñado a desconfiar. Y más de las mujeres bonitas. En la mano lleva la contraseña, sin el sello de validación de la niña de la cola (y de las piernas y del ombligo). Me explica que los tres días hábiles se necesitan para cotejar la huella del papelito con las fichas decadactilares. Mira con una lupa la contraseña, me explica que hay una fórmula para clasificar las huellas y anota en un postit una clave alfanumérica absolutamente indescifrable para mí. Camina 30 metros hasta uno de los archivadores. Saca una tarjeta, la compara y ¡bingo! La muchachita no es quien dice ser. Quería irse de Colombia con la identidad de otra mujer. Don Nelson toma el teléfono, advierte a seguridad que la sospechosa está en el CAIC, donde minutos después intentan detenerla, pero se ha esfumado. Muriendo de vergüenza por haber querido saltar los trámites, me disculpo con el jefe y súbitamente me doy cuenta de que estoy parado en una mina de noticias. El Disney World de un reportero. Las cédulas, las fotos, los datos de identificación personal de todo el mundo están ahí, al alcance de mi mano. Si usted estuviera en mi caso por quién empezaría?. Opté por hacerlo con las bellas. D, E, F y -quince aparadores después- G. Grisales, Amparo. Aquí estoy frente a este prosaico armario a punto de conocer uno de los secretos mejor conservados de Colombia. Aquí está la ficha. Cierto, es la foto menos emocionante que he visto de Amparito. Oh, oh. Soy uno de los pocos colombianos que conoce con certeza la edad de Amparo Grisales. Y ahora la admiro más. Botero Cadavid, María Cecilia. Sigamos. Mebarak Ripoll, Shakira. Ni el más grande visionario se hubiera imaginado el futuro fulgurante de la muchachita al ver esta foto. Ella, mujer de escenario y reflectores, luce un poquito insignificante, como asustada por el flash de la instantánea. Aquí está una foto del ex presidente López Michelsen, Alfonso, con pelo, y otra del querido profesor Carlos Antonio Vélez luciendo una frondosa melena de futbolista argentino. Pero no puedo gastarme mis tres deseos en curiosidades triviales. En mi traje de burócrata, cargo una curiosidad de mi antigua vida de periodista: la petición de extradición de la llamada ‘comandante Sonia‘, una guerrillera de las Farc solicitada por Estados Unidos que alega no ser la misma Omaira Rojas que reclama un juez del distrito de Columbia. De burócrata a detective El rollo se había armado la víspera. La inquieta periodista Patricia Uribe reveló en Noticias Uno el domingo anterior que la petición de extradición de Sonia, cuya captura parece preocuparle más a las Farc que la del glamuroso ‘Simón Trinidad‘, había tenido un trámite inusual y algo tortuoso. La embajada americana, habitualmente precisa en este tipo de comunicaciones, le había enviado a la Cancillería colombiana una segunda nota diplomática aclarando que el nombre de la extraditable era Omaira Rojas Cabrera y no Anayibe Rojas Valderrama, como estaba consignado en la primera comunicación. ‘Sonia‘ admite que es Anayibe, pero niega que sea Omaira. Sin embargo la embajada anexaba una fotocopia de la cédula y de la ficha decadactilar de la guerrillera. Haciéndome el loco, me acerco a una de las terminales que teóricamente no estoy preparado para manejar y digito el número de la cédula. El sistema confirma que pertenece a Omaira. Otra cosa es tratar de seguir la críptica fórmula de las huellas, pero hay otra opción. Aprovechando mi condición de burócrata ingreso a los archivos de microfilmación de cédulas. Rollo tal, borde tal. Mientras las amables funcionarias me ayudan a desentrañar el misterio tengo al frente la cédula del ciudadano número 0001: Gómez Castro, Laureano. Y a la ciudadana 20.001 doña Carola de Rojas Pinilla. La diferencia numérica se debe a que las mujeres solo contaron con plena ciudadanía muchos años después, por razones que habría que preguntarle, en buena parte, al colombiano 0001. En el tercer estante del penúltimo armario está la película con la cédula de la guerrillera extraditable. Hay que mirarla en un rodillo sobre una mesa de luz y con una lupa. A primera vista creo que es la misma, pero no puedo seguir preguntando sin despertar sospechas. Sin embargo ya tengo un material invaluable que se va a volver noticia dentro de unos días, por algo que no es asunto de esta crónica. Tampoco, hasta los burócratas tenemos nuestros secretos. La llegada del mediodía se nota en los despachos porque los bostezos se hacen más frecuentes y los funcionarios empiezan a mirar el reloj como si le tomaran el tiempo de clasificación a Juan Pablo Montoya. Tengo la opción de irme a buscar el ‘corrientazo‘ con mis compañeros, pero después de semejante mañana me parece un poquito sobre actuado. Así que, más bien, decido almorzar con dos senadores en Pajares Salinas, como para no dejar del todo el tema burocrático. Principio y fin Al día siguiente, muy de mañana, llegué a la registraduría auxiliar de Usaquén. Los usuarios que hacían cola desde la noche anterior me miran con odio profundo, cuando me acerco a la entrada sin ponerme en la fila. No di explicaciones. Entré para que me asignaran funciones. El registrador auxiliar estaba advertido de que era periodista y desde luego no quería dejarme jugar al burócrata. Prefería mostrarme las bondades de lo que él considera su eficiente trabajo. Esa registraduría es la preferida de los estratos 6 y superiores para cedularse. Ómar, uno de sus más veteranos funcionarios, me explica de manera contundente que es la menos amable para trabajar. Prefiere Ciudad Bolívar, donde los usuarios aceptan los procedimientos, porque la que el llama "gente de dedito parado" es más grosera e intolerante y siempre conoce a alguien dispuesto a hacerle pasar un mal rato al funcionario. Ómar, trabajando como auxiliar administrativo en la Registraduría, estudió y se graduó como ingeniero, pero lleva 18 años con el mismo cargo. En los últimos doce, se ha presentado en 7 oportunidades a concursos internos para llenar una vacante de ingeniero. Según él, han preferido nombrar gente mejor relacionada. Es culpa del Estado piensa él, como piensan que es culpa del Estado los que están esperando afuera en la cola. Las ocho y a atender. Pero no hay línea. El tiempo pasa muy lentamente, un ambiente que se puede cortar con cuchillo se empieza a armar a ambos lados del mostrador. Una señora mayor está detrás de una máquina de escribir. Todavía la usan porque aún hay documentos que no se pueden diligenciar en computador. Se llama Gladys y se jubilará el mes que viene. Entró hace 32 años a la entidad, como secretaria, con un sueldo de $1.740. Hoy sigue siendo secretaria, a pesar de que en su hoja de vida tiene 15 recomendaciones de ascenso. Gana $700.000 que no le alcanzan para pagar la hipoteca. Me cuenta entre sollozos que su pensión será apenas de $400.000 y no sabe cómo va a vivir el mes entrante. Sus tres hijos están desempleados. Se le escapa una lágrima, que ataja antes de que caiga sobre una tarjeta de reseña. -Casi daño las huellas- dice, como si eso fuera lo más grave. No quiero que se sienta mal, por eso me aparto de ella. Me pongo a mirar los escaparates de las cédulas femeninas que están listas para la entrega. Tantas Paulas, Marías Fernandas, Adrianas y Andreas, un prometedor semillero para SoHo. Y no hay línea La gente empieza a desesperarse. Ómar me dice que antes se preocupaba, pero ahora sabe que es sólo un pequeño eslabón de una cadena sin fin. Por muchas cédulas que saque hoy, mañana tendrá el mismo trabajo. Pero para quienes están en la cola no hay más día que ese hoy sin línea. Las 9 y 10 de la mañana, y no estalla el motín. Por fin Usaquén se conecta y empieza el trabajo sin fin. -Uno cuarenta y que.- intenta Ómar un chiste, para referirse a la estatura de un muchacho con porte de vikingo que viene a sacar su cédula. -¿Primera vez, no?- pregunta el funcionario para quien el documento que cargará ese hombre cerca del corazón el resto de su vida, es apenas otro trámite. Un señor canoso y de aspecto distinguido, viene por tercera vez a que le pongan un sello fechador que le prorroga la vigencia de su contraseña de duplicado. El papel solo sirve por 6 meses, pero él lleva 18 esperando la copia. Podría comprar el sello en una papelería y ponerlo cada semestre en su casa sin venir a hacer cola, no hay diferencia alguna. Pero los ciudadanos tienden a creer más en los sellos que estampa el Estado. Me acerco a él y le pido su número de cédula, lo ingreso al sistema y la pantalla corrobora que no está lista. Le ruego a Gladys que llame a la central para averiguar puntualmente por ese caso. Un hombre le informa que la cédula del señor estaba en unos discos que se quemaron el año anterior y que el trámite del duplicado, se reinició hace apenas tres días hábiles. Gladys se acerca al mostrador y suelta una respuesta estándar: -Todavía no le ha salido, vuelva en cuatro meses- el pobre hombre se va sin saber que su trámite recién ha vuelto a empezar. Ya he visto suficiente. La vida de burócrata termina para mí y sigue para ellos. -Me manda aunque sea una fotocopia del artículo- reclama Ómar al despedirse. -¿Autenticada o simple? -digo adiós y salgo por entre la fila de impacientes.