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5 de abril de 2004

25 Haberle dicho al papá que uno lo quiere

Mi padre tenía la felicidad pintada en la cara. Y le sobraba tanta que la regalaba a quien quisiera recibirla, a punta de sonoras carcajadas y una tendencia a mamarles gallo a la vida y a los trascendentales.

Por: Mauricio Vargas

Con el paso de los años nos hicimos grandes amigos. En especial cuando cumplí 18, me gradué del Colegio Refous y me mudé para Barranquilla, donde me estrené como periodista de planta de El Heraldo, un atajo que la vida me brindó para brincarme la universidad.
Mi padre también trabajaba en el periódico, ya por entonces medio tiempo pues se había jubilado prácticamente el mismo día en que yo recibí mi cartón de bachiller. Me convertí en hijo único pues mis hermanos se quedaron viviendo en Bogotá y eso me dio la oportunidad de disfrutar del monopolio de sus largas charlas, sentado en la mecedora desde la cual, con solo levantar ligeramente la vista, podía seguir los buques que se deslizaban por Bocas de Ceniza camino a la dársena del puerto.
Fue así como me gané la oportunidad de escuchar las historias sobre mi abuelo santandereano, capitán de 15 años del ejército liberal derrotado por el gobierno en Palonegro; o sobre mi abuela, barranquillera como la que más, que bailó cumbia en su cumpleaños 80 con la mano bañada en la cera derretida de las velas con que alumbraba su cadencia; o de los viajes que él hizo de niño, con ella y mis tíos, a lomo de mula cordillera arriba desde el río Magdalena hasta Bucaramanga y con un guía que gritaba desde la avanzada: "Doña Magdalena, hay huellas de tigre". En aquellos tiempos -bueno es recordarlo- en este país todavía no habían acabado con los jaguares.
En esas charlas de balcón conocí todas las anécdotas, las ciertas y las falsas, hoy convertidas en leyenda que es como son mejores, de los años de bohemia del grupo de Barranquilla, lo mismo la del día en que Alejandro Obregón se comió un grillo vivo entre dos tajadas de pan blanco, que la de la noche en que Alfonso Fuenmayor y mi papá se negaron a saludar a un oficial de la policía chulavita, recién desembarcado en la ciudad, porque era pariente cercano del congresista conservador Amadeo Rodríguez, uno de los que desataron el tiroteo en la Cámara de Representantes a fines de los 40. "No les damos la mano a quienes las traen untadas de sangre", le dijeron al hombre que de inmediato los llevó presos. Por fortuna, el gobernador Carbonell, conservador pero primero que todo amigo de ellos, los soltó al día siguiente y devolvió para Bogotá al oficial y a sus hombres con lo cual sin duda evitó que en Barranquilla, remanso de paz en medio de esa y de las otras violencias, se bañara en sangre.
Y claro, hablábamos de literatura, que era de lo que mi papá más sabía, como lo demostró cuando escribió, después de leer la primera edición de Bestiario recién desempacada en la Librería Mundo de Barranquilla, que Julio Cortázar estaba llamado a ser uno de los grandes de la narrativa latinoamericana. Tres décadas después, Cortázar, quien conocía la anécdota por cuenta de Gabo, me dijo en una cabaña frente a la bahía de Zihuatanejo, en el Pacífico mexicano: "Es increíble: cuando tu padre escribió eso, a mí ni siquiera me comentaban en la Argentina".
Siempre tuvo y siguió teniendo hasta la víspera de su muerte una predilección por los escritores jóvenes, nuevos, desconocidos. Descubrió a muchos. Algunos estuvieron a la altura del hallazgo. Otros naufragaron. Un día le pregunté por qué patrocinaba a tantos si algunos en verdad no merecían una oportunidad editorial. "Se trata de que el mayor número posible tenga ocasión de llegar al público, para que luego el público decida", me respondió. Claro que a pesar de su por momentos extralimitada generosidad con los noveles narradores, cuando encontraba a alguno a quien definitivamente -y como él mismo decía- "mi Dios no lo llamó por el camino de la literatura", se lo informaba con franqueza y algo de humor perverso. "Su novela decae al principio", le dijo una vez a un descorazonado aspirante que después de hablar con mi padre una media hora, se convenció de continuar su carrera como vendedor de seguros. "Como siga así, va a llegar muy cerca", le dijo a otro que desconoció el consejo y jamás alcanzó las letras de molde.
Era imposible ponérsele bravo. Aun si uno era el objeto de un dardo de esos, no había cómo indignarse frente a esos ojos azules de mar de coral, que incluso a la hora del regaño miraban con una dulzura apabullante. Obregón lo retrató a mediados de los 40. Le pidió que posara, a las tres de la mañana, leyendo Sacha Yegulev de Andreyev. "Te prefiero concentrado en la lectura y con la mirada baja, pues así no tengo que pintarte los ojos", le confesó el maestro mientras extendía con una paletilla gruesas capas de óleo sobre el lienzo.
Pero de todas las cosas que mi padre me enseñó, ninguna es tan importante como el cuento de que había que gozarse la vida. Ya que estábamos en este berenjenal -sostenía- lo mejor era sollárselo, sacarle punta a lo bueno y gerenciar lo malo con la mayor dignidad. Sabía que la vida era corta. De hecho, la suya pudo haber durado más. Se murió con 72 años recién cumplidos, un amanecer de mayo de 1991 de un infarto fulminante mientras se duchaba para salir al periódico. "La muerte del justo", comentaron las tías abuelas en Barranquilla, ya próximas entonces a cumplir los 100, para resumir en cuatro palabras la vida de este ser
maravilloso.
Ahora que me lo preguntan, nunca le dije que lo quería. No al menos así, con esas palabras precisas una detrás de la otra. Tal vez me habría tomado del pelo, me la habría montado un buen rato por cursi y sentimental. Pero aun así se lo quedé debiendo. O me lo quedé debiendo a mí mismo. Es la única cosa de la que me arrepiento en 42 años de vida. Por eso quizás a mis hijos les digo todo el tiempo que los quiero inmensamente. Que los amo. Y les pido a ellos, que apenas tienen 9 y 6 años, que me lo repitan seguido. Se trata de evitarles que, dentro de unos años, sean ellos los que se queden con esa cuenta pendiente