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10 de noviembre de 2003

A mi manera

En un bar de oficinistas, Solano descubrió al último de los hippies y primero en la lista de amigos de Carlos Pizarro. Jorge Latorre, que vivió los sesenta sobre un escenario, hoy se gana la vida cantando música de Sinatra.

Por: Andrés Felipe Solano

No me acuerdo por qué empecé a ir a Zucchero Café. Sólo sé que en ese sitio de sillas incómodas, de manteles grasientos y cervezas micheladas, vi por televisión cómo un rayo partió en dos al 'Carepa' Gaviria, hice una memorable guerra de canciones aprovechando los discos ochenteros de la rocola y conseguí que René Claros, el mesero, me llamara por mi nombre. Pero quizá lo importante de aquel lugar, además de que fue mi madriguera un tiempo, es que ahí oí cantar a Jorge Latorre por primera vez.
Zucchero es un café que ofrece almuerzo con sorbete de curuba y donde por las tardes los oficinistas del sector paran por un sifón antes de coger bus. En suma, un espacio oscuro, con piso de baldosa, decorado con afiches descoloridos de Toulouse-Lautrec y atendido por un único mesero al que hacen vestir de corbatín.
La noche que supe de Latorre llegué tarde a
Zucchero. Había estado en una fiesta sin pena ni gloria y mi ánimo no podía ser peor. Iba por un trago que me ayudara a ordenar mi cabeza antes de irme a dormir. Al entrar mi caos mental aumentó: la mitad de las mesas estaban arrinconadas y en una esquina habían puesto un amplificador, una guitarra y una batería. Al preguntarle a René qué diablos pasaba me susurró:
-Es don Caché, viene a presentar su show hoy.
-¿Quién? -le pregunté.
-Un amigo de doña Amira- y habiendo soltado la respuesta se esfumó con aire de importancia.
El local estaba repleto de parejas que se miraban entre sí con los ojos vidriosos. Algo nada sano para mí, que esperaba un remate de noche lento y sin música en vivo.
A los diez minutos bajaron las luces y apareció un hombre con un afro a la mitad (media cabeza desprovista de capilares y la otra media con un suerte de bola de pelo desordenada, algo neurótica). El tipo caminó entre las mesas en medio de una circunspección absoluta, se acercó a la torre de sonido, movió un par de botones, prendió un micrófono y saludó al público con una voz profunda y sin alegría. Llevaba una camisa roja de seda que se abombaba en los puños y un bigote muy poblado. Las parejas respondieron con unos aplausos desganados. El hombre, al que le calculé unos cincuenta años vividos entre apuros, metió un casete en la grabadora y se dispuso a cantar. La cinta empezó a rodar y del parlante salieron unos golpes de tambor y después un piano. Luego don Caché acercó el micrófono a su boca, cerró los ojos y con un tremendo vozarrón entonó "Fly me to the moon, let me play among the stars, let me see what spring is like on Jupiter and Mars, in other words hold my hand...". La canción duró dos minutos largos y al terminar entre la gente que aplaudía estaba yo, un oficinista más, emocionado, lacrimoso y patético; pero es que esa noche estaba blando, hecho un pudín, y el tipo se había cantado una canción de Frank Sinatra con un fraseo perfecto y en un inglés impecable, sin rastro de acento.
Jorge Latorre, apodado Caché, conoció la fama entre los años sesenta y ochenta. En 1963, invitado por Juan David Botero, gerente de publicidad de Cicolac, hizo parte de una gira con la que recorrió el país dos veces. Su espectáculo no tenía nada que ver con Sinatra aunque sí vivió a pequeña escala el asedio de las mujeres, el confort de los mejores hoteles, los viajes en avión y los coliseos llenos. Durante ese tour, del que hacían parte Alfonso Lizarazo y Óscar Golden, entre otros, Jorge viajó junto a su hermano Fernando, baterista de Los Speakers, un grupo de rock con una enorme acogida en esos años. Durante 24 meses fue el encargado de montar el escenario, probar los micrófonos y afinar las guitarras. En ese lapso le cogió tanto gusto a las admiradoras, a los tragos de cortesía y a los aplausos que una vez finalizó la gira aprendió a tocar batería y tomó la decisión de venderle su alma al rock.
Con su primer grupo, Los pelos, tocó en La Gioconda, pionera de las discotecas en Colombia ubicada en el pasaje Libertador o pasaje de los hippies. Sus jornadas eran demenciales. Trabajaba de día en una oficina, por la noche estudiaba y luego se iba a tocar hasta la madrugada. Dormía apenas tres horas pero valía la pena. Además de ganar muy bien (en la oficina le pagaban $1.500, unos tres salarios mínimos de la época, y con los conciertos se hacía $15.000 más al mes), Jorge estaba en el ojo del huracán. Tenía 18 años y alrededor suyo el movimiento hippie tomó fuerza. Sin embargo, sus padres se oponían a su ritmo de vida. Cansado de la cantaleta paterna se fue de la casa y tomó un nuevo trabajo. Combinó el rock con su actividad como músico de estudio, se dejó crecer el pelo y la barba a su aire y empezó a fumar sus primeros porros libre de paranoia. Al poco tiempo le dio otro arrebato, vendió sus contadas pertenencias, entre ellas una moto y una batería, y compró un pasaje a Inglaterra. Quería ver con sus propios ojos a Jimi Hendrix. La ida resultaría embolatándose por
culpa de un viaje de hongos que duraría un año.
La segunda canción que interpretó Jorge aquella noche fue I got you under my skin. Para cantarla tuvo que adelantar y atrasar el casete hasta dar con la pista. Cuando la encontró tomó el micrófono con su mano derecha y colmó el lugar con su voz. Estaba tan apropiado de su papel que por un momento lo vi cantando en un cabaret neoyorkino, vestido de smoking y con los dientes relucientes, sin esa mancha de nicotina que los nubla desde hace décadas (Jorge se fuma dos paquetes diarios de Pielroja y su primer cigarrillo lo probó a los ocho años). Cuando terminó, sólo René y yo aplaudimos con ganas, el resto del público soltó apenas unas palmadas. Alguien incluso pidió desde el fondo un bolero. Jorge se puso algo nervioso pero no tuvo problema en coger su guitarra y cantar Bésame mucho. René se acercó tarareando, me puso otra cerveza y se quedó un rato junto a mi
mesa. Aproveché para averiguar algo de la vida de Caché.
Antes de irse para Londres, un conocido le recomendó que probara los ácidos con alguien confiable para ver cómo reaccionaba su cuerpo y le dio algunas indicaciones de un sitio perfecto para hacerlo. A la semana Jorge consiguió la droga y se fue para el camping El Sol, en Melgar, acompañado por Miguel Durier, el amigo con el que vio en matiné, vespertina y noche los cortos de Help!, la película de los Beatles. En el camping no aguantó las ganas y probó el alucinógeno. Le fue tan bien que convenció de tomarlo a sus vecinos de carpa, un cura revolucionario y Pili, una jovencita hippie que terminaría siendo su esposa. En plena mitad del viaje de ácido le propuso a la mujer ir a buscar el sitio del que le habían hablado. El lugar resultó ser La Miel, un caserío donde crecían unos hongos alucinógenos de los que Jorge no se pudo separar en un año. Los tomó a diario, pasándolos únicamente con panela. A los seis meses el poblado se convirtió en una comuna gracias a una noticia que sacó el periódico El Tiempo en la que se hablaba de Jorge como un joven gurú hippie. El sólo había ido hasta allá para conquistar a Pili en el camino y para probar las delicias del turismo sicotrópico. Sin embargo, la popularidad no le cayó nada mal.
Aparte de reblandecer su cerebro y hacer de aquel lugar un sitio de peregrinación sin quererlo, Jorge dio con una idea que más tarde le daría muy buen rédito: armó una batería con la piel seca de media docena de chigüiros y unos troncos huecos. Ese instrumento fue el que le dio su carta de entrada al grupo Génesis cuando regresó a Bogotá en 1971.
Con ellos sacó cinco long plays, participó según sus cuentas en más de dos mil conciertos y grabó una versión en español de How can I tell you de Cat Stevens, canción que sonó hasta el cansancio en esa época y que el grupo Compañía Ilimitada desenterró para convertirla en el azote de la nuestra. Además de eso, los abanderados del más puro rock chibcha grabaron unos 80 programas de televisión. Fueron invitados a todos los shows musicales de esos años, se presentaron en Embajadores de la música colombiana, El show de las estrellas y el Show de Jimmy. El 28 de agosto de 1973 fue el momento culmen de su carrera. Ese día se presentaron junto a James Brown en El Campín y los ovacionaron. Desafortunadamente su fama pereció con el arribo de los ochenta. El hippismo fue sepultado por el disco y la coca destronó a la marihuana; discotecas como El Templo, detrás del Hotel Hilton, se convirtieron en largas sombras. A finales de esa década tocó poco pero no estaba desocupado. Es más, en ocasiones ser contacto del M-19 lo absorbía por completo.
A la par de Génesis, Jorge tenía otro grupo, Los Amerindios, un conjunto de música andina que al lado de Tikchamaga (su nombre de resonancia chibcha significaba en realidad: Timiza-Kennedy-Chapinero-Mandalay-Galán, los barrios de los integrantes) introdujo "el folk eléctrico de los Andes". A través de ellos empezó a meterse en la política y a echar "carreta revolucionaria". Eso le costó que un día le volaran el apartamento que tenía en el centro. Como todo un capo, Jorge se refugió en la casa una tía después del atentado. Se dedicó a realizar un cuadro con hilos que le tomó un año, a practicar yoga y a escaparse de vez en cuando para el monte. Le llevaba noticias a Carlos Pizarro.
Jorge lo acompañó hasta el día de su muerte. Cuando se firmó la paz en Santo Domingo (Cauca), Caché ofreció un concierto de rock que convocó a cinco mil personas; cuando se lanzó a la alcaldía le cerró la campaña con un recital que atrajo a más de 50 mil ciudadanos, y durante la contienda presidencial le estaba organizando uno con Piero, Chico Buarque y George Moustaki. Fueron tan amigos que el último hippie, como llaman a Jorge las veces que lo invitan a subir al escenario sus compañeros de generación, le prestó su casa de Teusaquillo al M-19 para que la utilizara como sede política, y le hacía la segunda a Pizarro. "Cuando estaba muy mamado me pedía que le consiguiera un doble. Lo mandábamos a que diera vueltas con los escoltas mientras nosotros nos quedábamos en la casa hablando sobre lo que le podía esperar. El tipo siempre decía que su muerte era el precio que tenía que pagar por haber firmado la paz". Cuando lo mataron a bordo de un avión, el 26 de abril de 1990, Jorge quedó descompensado.
Lo despidió bajo la lluvia frente al Cementerio Central y después no supo qué hacer. Erró por largo rato, vivió con su casa al hombro, acumuló siete matrimonios, trasteó sus dos mudas de ropa y su batería por toda la ciudad, trabajó en un colegio como profesor, se inventó proyectos, grupos, espectáculos pero ninguno cuajaba. Vivía de chisgas, de toques ocasionales y de un taxi que le prestó un cuñado. Lo tuvo por dos años hasta que Frank Sinatra lo sacó de las calles y lo arrastró de vuelta a los escenarios. Estudió su manera de cantar hasta dominarla y le pidió a un amigo que le trajera unas pistas de Nueva York. Con ellas preparó un show de 15 canciones, el mismo que vi esa noche en Zucchero.
Jorge cerró su espectáculo con una canción que oí muchas tardes mientras trabajaba como mesero en Hoboken, donde nació Sinatra. El cantante murió por la época en que yo estaba allá. La punta del Empire State duró iluminada de azul durante un mes y varias veces después de acabar mi turno como lavaplatos fui al muelle sobre el río Hudson que quedaba cerca al restaurante. Me fumaba un cigarrillo y me ponía a ver por horas el rascacielos que le hacía un saludo luminoso al hombre que grabó más de mil ochocientas canciones, al mujeriego empedernido, al mafioso al que no se le pudo probar nada. Me embrutecía viendo desde la otra orilla la ciudad en la que triunfó. La Nueva York a la que posiblemente nunca llegará Jorge, aunque diga entre risas que su carrera está aun por comenzar, que apenas viene lo bueno, que con este show sí "la saca del estadio", que tiene que montarlo mejor, quizá con algunos chistes en el intermedio o con un número en el que hable al revés. Que su esposa ya aceptó ser su manager.
Si hubiera sido por mí habría seguido escuchándolo hasta la madrugada pero a las dos de la mañana las parejas empezaron a poner cara de querer terminar su velada en un motel. Jorge entendió a su público y se preparó para rematar su presentación. Buscó otro casete, movió otra vez un par de botones, más por hacer algo que por necesidad, y le dio al micrófono dos golpecitos con el dedo. Su camisa roja brilló como si estuviera estrenando esa noche. Se paró en el centro del improvisado escenario, abrió bien las piernas y abarcó con su mirada todo el salón. Sonó la música. Jorge entró suave, perfecto, y empezó a cantar My way o como la cantara Julio Iglesias a dúo con Paul Anka: A mi manera.