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14 de mayo de 2009

Agua Fría (cuento inédito de Alberto Fuguet)

¿Qué pasa cuando un hombre se encuentra con la mujer que amó y que ahora anda enrollada con su roommate? Publicamos en exclusiva Agua fría, del escritor chileno Alberto Fuguet.

Por: Alberto Fuguet
| Foto: Alberto Fuguet

Lo que no hubo entre Alonso y Carla fue un final. Quizás ese es el problema. Porque, seamos justos, tuvieron una historia. Tuvieron. Hubo un cuento. La gente dice eso: tuvieron una historia, hubo un cuento. No fue un novelón, ni una teleserie. No hubo un gran escándalo ni corrió sangre; quizás porque tampoco hubo tanta pasión, tanto enredo. Pero hubo algo, más que algo, y ambos lo saben. Lo que faltó fue un final. Como siempre. Quizás ese es el problema. No cerrar, volver a abrir, quedarse en la nebulosa, en suspenso; herirse para no herir al otro, sentir no—sé—qué pero no sentir tal y como la otra persona quisiera, quedarse atrapado, enredado pero, por sobre todo, solo.

A la deriva.

Este entonces es el final.

El final con que termina todo.



***

A Alonso le gustan esas películas en que la cámara parte desde arriba, un cenital no planetario pero del barrio o de la ciudad. Tantos comienzos clásicos que parten así. Casi siempre es de noche y hay algo de nubes y la cámara empieza a descender. La idea es clara: de entre todas esas casas o departamentos, de entre todas esas construcciones que se parecen en algo a nuestra casa o departamento, vamos a fijarnos en una: en la casa que nos interesa.

Esta es la casa que nos interesa.



***

Un tipo y su pieza. Hay más cuartos, y un living y una cocina pintada de naranja y amarillo y dos baños, uno de visita y uno grande para el Rafa y para él, y hasta una despensa, pero Alonso siente que esta no es su casa.

Su casa es su pieza.

Una pieza sencilla, más bien exigua, angosta, de una casa de dos pisos que se alza entre la chatura métrica y arquitectónica del barrio. La casa tiene pisos de parqué no lustrados, ventanas con marco de madera por donde se cuela el frío precordillerano que siempre complica y vence el ánimo en invierno, un patio interior mal cuidado con malezas y un limonero que da limones que nunca han sido cosechados. Da la impresión que Alonso se dedica a las leyes (lo que es cierto: una ONG que ayuda a los inmigrantes ilegales), pero también es posible deducir que le gustan los DVD y los libros y la música (hay una repisa con DVD y casetes con las carátulas escritas a mano) y que es seguidor del equipo de la Universidad de Chile.

***

La casa es vieja, no tiene calefacción central, hace rato cada uno apagó su estufa con balón de gas y lo que se siente es frío. Un frío anormal para una casa. El aire está helado y las baldosas del baño lo están más. Es altamente probable que adentro de la casa hagan menos grados que en el exterior. La radio reloj indica las 3:14. Alonso Celis tiene entre 33 y 37, ya no sabe, ya nadie sabe, a veces se olvida. No celebra su cumpleaños, quizás porque siente que no tiene realmente a nadie a quién invitar; o porque la verdad es que no le da tan lo mismo pasar los 35. Físicamente sus temores se han cumplido. Se ha convertido en un paté. Sobre todo cuando anda con poleras que —de pronto— empezaron a quedarle apretadas. Rafa, su roommate, usa poleras dos tallas más chicas. Rafa se gusta y se disfruta; lo pasa bien con él mismo y le gusta su cuerpo. Lo bueno de ser abogado, piensa a veces Alonso, en el Metro o en la calle, aunque sea un abogado que no cobre por hora, es el uniforme, el traje, la coraza. No tener el cuerpo al descubierto. Alonso a veces piensa en esto mientras come papas fritas, carnes rojas, pan, mayonesa en sobres de plástico, comida chatarra que es tanto más barata que la que no te hace mal y te deja con hambre.

***

Rafa va tocando con el puño la frente de Alonso hasta que lo despierta. Alonso dormía profundamente. Rafa está en calzoncillos CK tipo bóxer pero stretch. Rafa es el tipo de tipo que se cuida y se echa cremas. Alonso no lo tolera pero lo tolera. Alonso despierta pero no se levanta de la cama, casi no despega su cara de la almohada.

—Viejito, ¿tienes condones? Me quedé sin —le dice, susurrando, en medio de la oscuridad polar.

—Hueón, ¿qué hora es?

Rafa enciende la luz del velador.

—¿Tenís o no tenís? —insiste Rafa—. Apúrate.

—No, ¿me crees farmacia? —le responde Alonso—. Estoy en veda. Ya, ándate.

—¿Qué hago?

—Inventa, improvisa.

¿Es mayor de edad? —le pregunta mientras Rafa abre y mira el cajón de su velador.

—Sí, pero igual está rica.

Alonso apaga la luz.

Rafa cierra la puerta de madera con un portazo.



***

Antes de dormir, antes que lo despertara el Rafa, Alonso pensó en esto: más que agotarse de sí mismo, a veces se cansa. Está, más que nada, algo decepcionado. Pensaba que las cosas serían de otro modo. A menudo siente que gasta mucha energía encontrando energía para no hundirse. No es que la pase tan mal, pero tampoco la pasa tan bien. Le gusta ayudar y su trabajo sí hace una diferencia pero a veces le gustaría que alguien lo ayudara a él, que algunos de sus no-amigos hicieran una diferencia en su vida. Por suerte no sueña con estas cosas y el día no tiene realmente 24 horas sino menos y casi siempre debe pensar en otros. Cinco años antes, la idea de tener una existencia como la que tiene lo hubiera aterrado; hoy le parece que, dentro de todo, es afortunado y hay gente que está peor.

Alonso mira la radio reloj: 4:44. Se levanta y mira por la ventana. La abre. El frío lo corta, su respiración parece humo. Mira los techos de las otras casas: muchas tejas. Ve algunas luces. Ve Santiago brillar atrás. El célebre y eterno letrero luminoso de Champagne Valdivieso insistiendo que la vida puede ser una fiesta. Alonso escucha los exagerados ruidos que emanan de la pieza del lado. La risa de una mujer joven se confunde con los quejidos del Rafa que pareciera estar negándose a que lo zurcieran o algo así. El sonido es amplificado e ineludible, patético y poco creíble.

—Cálmate; no es una porno, imbécil —dice en voz alta.

***

La lámpara del techo está apagada pero entra una suave luz azulina. Alonso está en la tina; se nota que se ha lavado el pelo pero aún le queda algo de champú. Ya no está el ruido de la pareja tirando o, al menos, no los escucha. Sí oye los pájaros empezando a despertar. Alonso está como muerto, lateado. Mira como una esponja insegura flota hasta que se hunde.

En eso ingresa Carla. Tiene unos cinco años menos que él. Se cuela sin golpear; anda con una polera desteñida de la U y sin calzones. Carla no intenta taparse y se sienta en el suelo, en una alfombra de toalla. Lo mira, se miran. Agarra los calzoncillos de él y juega con ellos. Los huele.

Alonso atónito.

—Tanto tiempo. ¿Me has echado de menos?

Alonso intenta taparse pero está complicado. No hay espuma como en las películas. Corre la cortina, transparente, manchada con meses de salpicadas de champú y jabón.

—No me digas que tú eras la que estaba con...

—Rafael. Sí.

—Rafa.

—Rafael. Rafael Eugenio.

—Rafa. Nadie le dice Rafael. ¿Eugenio?

Se miran.

Silencio.

—Esa polera es mía, ¿no?

—No, se parece; la otra estaba vieja, la boté. Esta es nueva, la compré en Patronato.

—¿La botaste? Era mía. ¿Por qué la botaste?

—Me la regalaste, Alonso. Era mía. Pero ya estaba llena de hoyos.

Es cierto, se la regalaste, piensa. Se la prestaste-regalaste hace mucho. Te gustaba que se pusiera o usara cosas tuyas: camisas, poleras, bufandas, una parca, bóxeres, chalecos.

—Te la presté —le dices—. No debiste haberla botado.

—Me la regalaste —insiste Carla—. Antes me regalabas cosas. Muchas. Tonteras, pero cosas bonitas también. ¿Te acuerdas de ese gorro peruano que me trajiste de Salta?

—Antes estábamos juntos. Éramos pareja.

—Nunca fuimos pareja, Alonso, fuimos pololos.

—Por eso terminamos —le dices, haciéndote el fuerte, el seguro—. Nunca supimos lo que éramos.

—Quizás, pero nunca fuimos pareja. Nunca. No me presentaste a nadie, ni a tu madre.

—Mi mamá no existe.

—Ya, pero a… tu círculo.

—Te presenté a Rafa.

—Yo me presenté. Pero dale, da lo mismo. La pasábamos bien, ¿no?

—A veces.

—Nos reíamos, conversábamos. Siempre teníamos tema. Amigos con ventaja.

—Tampoco tan amigos, Carla. Ni tanta ventaja.

—Mucha ventaja. Y bien amigos. Nunca tuve un amigo como tú. ¿Tú crees que es mejor tener un buen amigo que una pareja ahí más?

—No digas pareja: es como de estudiante de letras. No te hagas de izquierda cuando no lo eres.

Te sumerges. La miras desde debajo el agua. Te está mirando, observando. Carla corre un poco la cortina de plástico pero sigues hundido, aguantando la respiración, con serias ganas de ahogarte, quedarte abajo, en el fondo. Está empezando a pensar en aclarar. Te fijas en sus dientes delanteros, las paletas, levemente separadas. Se ve increíble, piensas. Sin maquillaje, a esta hora, despeinada, con esa polera, tu polera. Se ve impresionantemente joven y tersa y nueva. ¿Cómo mierda logró fijarse en ti? ¿Por qué anduvo contigo? ¿Tan poco se quería? ¿Qué fractura tenía que nunca pudiste develar para que ella pensara que tú podías acompañarla un rato en su camino?

—Con razón terminé contigo —comenta después de unos minutos muertos—. No entiendo cómo funciona tu cerebro.

—Quizás no funciona.

—Funciona, eso es lo malo. A mil.

Eso es más o menos verdad: te conoce. Te conoció. Se fijó en ti. ¿Te habrá querido? Le caías bien, sí, eso es verdad, pero también la conociste en un buen período tuyo y en un mal período de ella. Todo es asunto de sincronía, leíste en el blog de un antiguo compañero de curso que ahora le va mejor que tú y al que nunca lo llamarías aunque a veces te dan ganas: no quieres que te vean, no quieres dar explicaciones, prefieres pasar. ¿Por qué te carga tanto el pasado?



***

—¿En qué estás pensando?

—En nada, Carla. En el agua.

—Te conozco. No deberías pensar en cosas tan densas.



***

—El Rafa. ¿El Rafa?

—Sí.

—No lo puedo creer. Me niego a creerlo. ¿No te cargaba, no te parecía básico? ¿No nos reíamos de él por vanidoso? ¿Porque trabajaba en publicidad?

—Uno cambia.

¿A qué se dedica Rafa exactamente, te preguntas? ¿Productor de campo o director de casting? Por ahí va. No lo sabes bien y no te interesa. Tampoco tienes claro cómo llegaste a compartir una casa con él. ¿Cómo fue? En un principio llegaste a vivir con Juanjo, que era un profesor de Teología, amigo de tu hermana. Rafa parece que era un primo de un amigo de Juanjo. Rafa venía llegando de Colombia o Venezuela donde trabajó en la tele o en comerciales, era de Villa Alemana pero no le gustaba ir para allá, ni de visita te dijo una vez, comiendo humitas.

—Disculpa, Carla, pero… pero, no sé… ¿qué quieres que te diga?

—¿Qué quieres decirme?

—Me decepcionas. Te me caes. Las chicas como tú no se interesan en tipos como el Rafa.

—¿Y cómo soy yo?

—Distinta. No predecible. Certera.

—Gracias.

—De nada.

Silencio.

Ella mira el suelo y tú aprovechas para mirarla un poco más.

—Ahora se va sentir tan, tan…

—¿Qué?

—Esto aumentará seriamente su seguridad.

—Rafael se puede agarrar cualquier mina de Santiago. De la tele, modelos, el Parque Forestal entero.

—Pero no mujeres como tú.

—A todas a la larga nos gusta que un… Nada.

—¿Qué?

—De que guapo es guapo. Puta, livianito. Linda sonrisa, no es para nada denso ni tiene rollos existenciales. Y es creativo. Sexualmente, la caga. Me sorprendió. Mucho. Igual tiene un olor como raro que me quiero sacar. ¿Me puedo meter? ¿Está tibia?

—Sí, pero no. No puedes. Ya no, Carla. No corresponde. Y menos si te metiste con el Rafa. Menos.

—No me metió nada, por si acaso. No tenía condones.

Silencio.

—El hueón se recorta los pendejos. Se los rebaja. ¿Sabías? Casi no tiene. Eso me pareció como, no sé, me decepcionó. Demasiado preocupado me parece. Demasiado metro. Demasiado mina. Demasiado modelo.

—Espérate. Calma. ¿Necesito saber estos detalles? ¿Quieres que pelee con él

, ¿que me quede sin casa? ¿Esa es la idea, Carla? ¿Me quieres sacar celos?

—Pica, que no es lo mismo.

—Pero es parecido. Ahora sí que lo odio.

—Pensé que era tu amigo.

—Uno muchas veces odia a los amigos. Sobre todo a los cercanos.

—Te da envidia porque tiene mejor cuerpo y pene que tú. Da lo mismo. Tú eres mucho más cómico.

Alonso se mira el pene, perdido, frágil, encogido entre medio del agua, los restos de espuma y una maraña de pelos sin recortar.

—Creo que deberías volver a su cama.

—¿Qué?

—Despertar al menos con él. Es como de buenas maneras.

Esto lo dices como para provocarla: solo quieres que se vaya o se quede contigo. En tu cama, no en la del tarado del Rafa que tiene tanto más recursos que todos, que tú, que nada le cuesta menos pensar, que la pasa cien y mil veces mejor y por eso, solo por eso, no lo vas a perdonar o dejar de envidiar u odiar.

¿El Rafa con la Carla?

¿Se puede perdonar eso? ¿Te lo puedes perdonar?

A pesar de todo, a pesar de todo lo que digas, de lo que has dicho y dirás, a veces te gustaría ser —por un rato— Rafael.



***

—No me interesa despertar con él, para nada. Si no hubieras estado tú, habría huido al momento que acabó encima de mí.

—No me cuentes esas cosas.

—Por eso me quería bañar.

Silencio.

Ella se sienta ahora en la orilla de la tina. Alonso trata de no mirar el pubis de Carla, pero lo ve igual y le trae recuerdos.

—Quería verte y no sabía cómo.

—Aquí me estás viendo. Más de lo que quisiera.

—Has engordado. Mucha comida rápida, seguro.

—Tú antes me cocinabas esas cosas vegetarianas...

—Que nunca te gustaron.

—Me gustaban. Algunas cosas. Las berenjenas no.

Silencio.

—Me acuerdo de mucho —le dice, seria, seca, Carla—. Me acuerdo a cada rato de ti. ¿Tú?

—No.

—No te creo —le responde, coqueta.

—No me creas.

—¿Me echas de menos?

—Carla, ya fue. Ya pasó. Me estoy bañado. En serio. Esto es como... privado.

—¿Te estabas masturbando? ¿En la tina?

—No.

—¿Te masturbaste cuando estuvimos juntos?

Lo piensas.

—Yo creo que sí. Sí. Muchas veces. Pero pensaba en ti.

—Por lo menos. Gracias.

—De nada.

***

—¿Qué quieres?

—¿Por qué no quisiste hablar? ¿Despedirte?

Silencio.

—Me dolió.

—A mí me dolió que me botaras, Alonso.

—No te boté. Simplemente sentí que nuestro trato había terminado y lo terminé.

—¿Así eres como abogado?

—Un contrato es un contrato. Hay cláusulas y cláusulas.

—Exacto: tú te fuiste todo el verano y me dejaste sola.

—No te dejé sola. Te pedí permiso. O sea, quería que quisieras que yo fuera. Que viajara con mi papá y mis hermanos en el crucero. Era una de esas oportunidades que solo se dan una vez. No siempre tu papá cumple 70 y te invita a cruzar el Estrecho de Magallanes.

—No siempre puedes veranear con tu polola. Uno opta.

—Y opté.

—Yo también.

—Con un menor de edad.

—Tenía 17.

—Legalmente es un menor.

—Tenía más experiencia que tú. De menor, nada.

—Era un menor. La ley es la ley.

—Hay leyes estúpidas, erradas.

—Inscríbete en el Registro Electoral y luego criticas el sistema con tu voto.

—Nunca lo volví a ver.

—Pero... lo hiciste. Y me contaste. Y...

—Te dolió. Fue un error, lo sé.

—Lo sé. Sé que sabes que fue un error, Carla, que no fue a propósito. ¿Fue a propósito?

—Sí. Quería sacarte celos.

—¿Celos?

—Quería, no sé, lo que uno hace cuando te sientes…

—¿Qué?

Silencio.

—Pudiste despedirte, hablarme, conversar. Cerrar todo de manera civilizada.

—Las emociones no son civilizadas, Carla, las emociones son una mierda, siempre. No se controlan.

—Tomé demasiado. Estaba en el valle.

—En el Elqui. No digas el valle.

—Todavía odio esas cosas de ti. ¿Qué te importa que diga el valle?

—Porque odio a la gente que le dice el valle, por eso. Es estar del lado correcto, del lado de tus amigos, de los que piensan parecido.

—¿No pensamos parecido?

—Mira, Carla… Pasó. Buena onda. Todo bien. Te perdono.

—No vine a pedirte perdón. Quería ver si tú querías pedirme perdón.

—¿Perdón? ¿Perdón de qué?

—No debiste haber ido.

—Sí debí haber ido. No me arrepiento. Tengo buenas fotos, buenos recuerdos.

—¿Mejores que los que tienes conmigo?

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

—¿La pasaste bien conmigo?

—Yo creo que te quise. Ahora... tengo que salir. Y... nada. Creo que nunca había querido a alguien. Te dejé entrar de huevón. Y me dolió, sí.

Se miran.

—Nada. Esto fue un error, Alonso. Un grave error.

—Tampoco es tan grave. Rafa ni se va a acordar.



***

—Vine para verte.

—Me pudiste haber llamado.

—¿Me hubieras contestado?

—No.

—¿Entonces todavía me quieres?

—Todavía me duele.

—¿Te has acostado con otra?

—No pero una vez me besaron en un taxi. Habíamos tomado.

—Tú no tomas

—Por eso. Son las siete de la mañana. Me tengo que ir. Permiso, puedes darte vuelta.

Carla mete su mano en el agua. Alonso se paraliza y mira el gesto.

—El agua está helada.

—Qué rato.

Se miran. Alonso se acerca y la besa. En los labios, corto, con los ojos cerrados.

—Sécame y te vas —le dice, susurrando.

—No.

—Por favor: como recuerdo. Como antes. Quédate.

—No debí entrar. Fue un error.

—Te he estado mintiendo. Me interesas, mucho. Nos podemos dar una tina. Le ponemos agua tibia, o caliente. Agua nueva.

—Fue un error venir, entrar aquí… No le cuentes a Rafa.

—Me cago en Rafa. Entra.

—No.

—¿Qué te pasa? Te pusiste raro.

—Soy raro.

Ella sonríe.

—Nunca lo voy a volver a ver.

—Lo sé.

—Nunca voy a volver conmigo.

—También lo sé pero prefiero pensar que…

—Qué que.

—Nada.

Carla apaga la luz pero ahora hay luz que entra, la luz del sol.

—Y de verdad estás más guatón.

—Lo sé —le dices y aprietas el jabón, fofo como un queso, y hundes tus uñas, lo aprietas como una masa hasta partirlo en dos.

Carla cierra la puerta.

Alonso enciende la ducha, el agua caliente. Se queda en la tina, sentado. Vuelve a lavarse el pelo. Piensa: sí, estoy más guatón y ya nunca, haga lo que haga, tendré el cuerpo de un tipo de 18; ni siquiera a los 18 tuve el cuerpo de los de 18. Nunca estaré ni me daré una tina con alguien como Carla.

Alonso ve cómo el agua empieza a subir. Piensa que el agua que cae diluye sus lágrimas pero que ya nadie está mirando: nadie excepto él. Lo que no piensa mientras se enjuaga pero pensará más tarde es que se siente liviano, acaso salvado, protegido de alguna manera, tranquilo. Y lo que pensará mientras coma a solas, rodeado de gente en un patio de comidas del centro, mirando un plasma con clips ochenteros sin volumen, es que al final fue ella, Carla, la que hizo que pudiera justamente estar en ese patio de comida no pensando en ella, no pensando siempre en él, en su futuro, en su vejez, sino simplemente comiendo, sin miedo, sin pánico, sin angustia, simplemente comiendo una escalopa con arroz, escuchando a través de sus audífonos algo que no lo remita a su pasado sino que le adelante, de alguna manera, su futuro.

Entonces apaga la ducha, se levanta y abre la cortina. La alfombra de toalla en el suelo de azulejos se empampa a medida que el agua se rebalsa de la tina.