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20 de junio de 2013

Testimonios

Todo se lo debo a Alberto

Levantar a 13 hijos —cinco mujeres y ocho hombres— no fue tarea fácil para mi padre, el general Joaquín Castaño Ramírez.

Por: Álvaro Castaño Castillo
Álvaro Castaño Castillo fue campeón de tenis a los 12 años. Aprendió a jugar mientras Alberto, su hermano y padrino, estaba de romance con su novia Carmelita Restrepo Cano.

Tuvo que hacer muchas pruebas, muchos esfuerzos, dedicarse a tareas diferentes a lo largo de una vida que comenzó en 1870 en Rionegro, Antioquia, y terminó en Bogotá en 1954.

Dentro de tan variadas ocupaciones, mi padre tuvo una que me dio mucha alegría en mis años de adolescencia. Fundó una flota de buses que arrancaban de Bogotá y recorrían Cundinamarca, Boyacá, los Santanderes y luego regresaban a su sitio. La atendía un grupo de conductores muy variado y simpático, dentro de quienes recuerdo al señor León y al señor Garzón. Mi deber era acompañar a los conductores en sus viajes para lo cual me situaba junto a ellos, a la izquierda, en un sitio que me permitía sentirme dueño del vehículo y de sus alrededores.

Esa ocupación tan cercana al turismo me permitió conocer una buena parte del país cuando mis contemporáneos nunca supieron dónde quedaba Capitanejo. La flota de buses se llamaba Corápido y los vehículos arrancaban de Bogotá a las seis de la mañana hacia Duitama, con Cúcuta como destino final. Yo pasaba en Duitama una noche común y corriente, que recuerdo principalmente por las fragantes manzanas que me llevaban a la hora del desayuno. Todavía percibo su aroma y de vez en cuando aparece algún churrito de tez sonrosada que me la reconstruye.

Era tan larga mi familia de 13 hermanos que había cupo para que los mayores fueran padrinos en la pila bautismal de los menores. Yo tuve la inmensa suerte de que en ese reparto me correspondiera ser ahijado de mi hermano Alberto, quien marcó mis primeros años con toda clase de generosidades y complacencias.

Alberto era alto y delgado. Toda la vida he guardado un recorte de prensa, ya amarillento, bajo el vidrio de mi mesita de noche para tener más cerca de mi corazón su figura proustiana, ceñida por una camiseta deportiva. El recorte del periódico está justificado con esta leyenda: “Alberto Castaño Castillo. Del Colegio de Ramírez. Vencedor de las carreras de bicicleta del 21 de septiembre”. Las carreras fueron en Luna Park. No tiene fecha la foto y está bien que no la tenga porque esa imagen de Alberto recorre, sin límites, los primeros años de mi vida consciente y fue la fuente inagotable de mis juegos, de mis desafíos, de mis triunfos precoces. Alberto estuvo junto a mí como un munífico ángel tutelar que no se cansó nunca en el ejercicio de dármelo todo, desde mis primeros zapatos de tenis hasta aquel automóvil de juguete rutilante que copiaba a escala el modelo deportivo del Studebaker 1930, que me dio las ínfulas de sentirme el niño más rico del mundo.

Yo fui campeón de tenis a los 12 años. ¡Ah!, ese es un punto fundamental de mi adolescencia: Alberto, mi hermano, “le caminaba” a Carmelita Restrepo Cano, su novia con quien se casó. Yo era una adherencia de Alberto, mi padrino de bautismo, a todas partes le acompañaba y, desde luego, iba junto a él cuando pasábamos por Carmelita a casa de sus padres y la llevábamos en una acezante berlina, modelo 26, a un club deportivo del norte, donde ellos practicaban un tenis señorero, tomaban el salpicón de frutas y las empanadas tipo “tout va bien”. Yo era el caddie o recogebolas de ambos, pero cuando descansaban de su juego y se aplicaban los correspondientes besitos y los sorbos de salpicón, yo jugaba con los entrenadores de la época, que eran sencillamente extraordinarios: Aníbal Leal y la Tingua Montenegro.

Los besitos de Alberto y Carmelita debieron ser muchos porque los caddies —entrenadores— tuvieron tanto tiempo para prepararme que me hicieron campeón de La Salle a los 12 años de edad y como tal me enfrentaba por lo menos dos veces a la semana a Gonzalo Rueda Caro, campeón del Gimnasio Moderno. Los partidos eran a la hora del almuerzo en la cancha del Gimnasio. Asistía casi todo el colegio y nadie se movía de la tribuna de madera.

Alberto me adoptó, me asumió, me sedujo, entre regalo y regalo, me convirtió en su valet de cámara, el encargado de custodiar su interminable ropero de elegancias. Alberto me transformó en un triunfador. Dentro de mis funciones estaba la de distribuir entre todos mis sobrinos el dinero, contante y sonante, que él les regalaba los días domingos. Esa intermediación, a pesar de que eran en cilindritos formados en monedas de 10 centavos, me hacía sentir poderoso, riquísimo, insolente. Asómbrense ustedes: a los cuatro días de su luna de miel que pasó en el Ocaso con Carmelita Restrepo, muy cerca del hotel de la Esperanza sobre la carrilera de Girardot, yo tuve el atrevimiento de aparecer.

Cuando los recuerdos de Alberto se cuelan por todos los rincones de mi alma, no puedo menos que exclamar con Eduardo Carranza: “Allí fui niño, allí fui niño y tengo ganas de llorar/ Ah, tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad”. ¡A Alberto le debo tantas cosas!: mis trofeos de campeón de tenis, mi primer esmoquin y mi aversión a conducir automóviles, a causa de que un sobrino estrelló mi carro de juguete, de pedal —regalado por Alberto, desde luego, sobre el cual hacía yo toda clase de cabriolas y de audacias—, escandalosamente, y rompió en mil pedazos mi corazón de adolescente.

Muchas veces, mi alianza con Alberto comenzaba a las dos de la mañana, hora en que ensillaba su caballo Masarig en la casa de la calle 22 y me despertaba para que saliéramos al ordeño en la finca La Fragua, al sur de Bogotá.

Yo estaba todavía medio dormido en la puerta de mi casa esperando a Alberto, en las ancas del caballo, cuando mi perro Carol puso inesperadamente su mano en los ijares del caballo y este me lanzó sobre la carrilera del tranvía de la calle 22. Fractura del cúbito y del radio.

Repuesto de la operación, mi hermana Ana decidió agasajarme con prendas elaboradas por ella. Lo grave no fue que estudiara corte y confección con una reputada modista de la época, sino que tuviera imaginación y me aplicara sobre el chasis de mi esternón creaciones extravagantes que se adherían a presión sobre mi pecho enteco con broches machihembrados.

Doña Emilia Aguirre de Liévano, madre de mi condiscípulo Indalecio Liévano Aguirre, hacía la misma prueba y le aplicaba al pobre Indalecio cascadas de encajes. Ambos, Indalecio y yo, tuvimos que batirnos a muerte cuando las creaciones de doña Emilia y de Ana, mi hermana, imponían sus sedas versallescas y hacían que los otros niños nos gritaran nena o marica.

¡Ah!, mi capul, ¡mi peinado a la bomba!, cuántos desafíos tuve que afrontar para defender a puño limpio mi andrógina figura.

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