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12 de mayo de 2006

Antidisturbios por un día

Por: Alfredo Molano Bravo

"Las fuerzas: ante eso sí que usted está ciego".
J. M. Coetzee


Me llamaron intempestivamente el sábado: el "evento" sería el domingo y se trataba del clásico entre Santa Fe y Millonarios en El Campín. Sentí lo que debe sentir el paciente que espera la llamada del hospital para contarle que el corazón del trasplante está listo: ansiedad, miedo y cierta escondida curiosidad. Era difícil ya echarme para atrás y sobre todo después de que mis condiciones habían sido aceptadas por el Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional (Esmad): nada contra los estudiantes -ni contra manifestación alguna de inconformidad- y botas sin estrenar. El Esmard es un cuerpo de la Policía especializado en reprimir motines. Motín, según la Real Academia Española, es un "movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida". En mi juventud, yo fui parte de esa muchedumbre y, por principio, los antidisturbios, especializados, no han sido mis amigos. Vestirme de policía era un reto, pero de policía antidisturbios era mucho mayor. Era meterse entre la piel del contrario. Tranquilizaba mi conciencia el repetirme que no se trataba de un "evento" político, sino del eventual enfrentamiento entre "hinchas y fanáticos".

Con mis dudas éticas y mi pereza de fin de semana me fui a cumplir el compromiso. Y llegué a una edificación enorme en el barrio El Progreso, cuya única referencia para mí era que por ahí habían asesinado, a mediados de los años 50, a Guadalupe Salcedo, guerrillero liberal. Pongo otra carta sobre la mesa. Año más, año menos de aquel asesinato -que fue una gran pérdida para el liberalismo, según mi tío-, había muerto mi abuelo, conservador clerical. Sus hijos trataban de distraer la pena de mi abuela sacándola a pasear los domingos, de su viejo caserón en Chapinero. Un fin de semana bajábamos en una camioneta hacia el Salto de Tequendama y en una curva, cerca del Muña, un camión militar que subía muy abierto nos chocó de lado, llevándose espejo, tapa de gasolina y guardabarro. Mi papá se bajó iracundo a reclamar el daño. No alcanzó a decir nada cuando una "avanzadilla" de tres soldados, la cargó a golpes de chapa contra el viejo frente a todos nosotros. Nunca he podido borrar la imagen y desde ese día, preside todas mis percepciones de los militares. Me costó mucho trabajo entrar en el cuartel del Escuadrón.

El comandante del cuerpo me recibió muy atento y respondió con gentileza todas mis preguntas: el vestido pesa 15 kilos, es fabricado en Colombia de un modelo canadiense, el overol interior es antiflama y protege del fuego 15 segundos, el material del uniforme externo resiste golpes muy duros y lo probamos frecuentemente en Mondoñedo, donde hacemos las "prácticas de confianza", el uso de armas de fuego están prohibido y el "servicio" de hoy terminará hacia las 11 de la noche. Me invitaron luego a vestirme en el dormitorio de los solteros, porque los casados viven en sus casas. Eran las 2 de la tarde. Yo no había almorzado. Si se trataba de mirar el país desde ese cuerpo de policía, lo mejor era integrarme sin reticencias. Disfrazarme de antidisturbios no fue fácil. Se necesita práctica. Con el "antiflama" no tuve problemas, pero con el cascarón exterior sí. Tantos, que designaron a dos unidades para meterme adentro de esa fortaleza móvil o escafandra social. Yo era un torero o un arzobispo. Desde las cruzadas contra los moros, nada se ha inventado en el mundo sobre la materia. Quizá la que me pusieron fuera más liviana que la de San Luis Rey, pero no menos incómoda y calurosa. De cualquier forma, el uniforme me quedó enorme, como las botas nuevas, porque sólo hay una talla que vale para todos los tamaños.
Cuando ya estaba listo, me di cuenta de que si llegara a necesitar hacer pipí en las siguientes 10 horas se configuraría una tragedia. Era mejor dar pie atrás y decir: aquí se desvistió un cobarde y no, allá se meó un valiente. Puesta de nuevo la escafandra, llamaron a formar. Escogí al azar una escuadra, que es un grupo de 10 policías mandado por un sargento: atención, fir; a discreción; alinear, vista a la iz... da. El comandante leía las órdenes que tenía en un atril. Primero, el objetivo: conservar el orden en El Campín y alrededores. Segundo, la distribución: unos aquí, otros allá, todos a una. Tercero: "Óigase bien: ¡ninguno de ustedes puede tomar partido por un equipo, así les guste o lo que sea!" Cuarto: Al bus, arrrr. Me tocó, por turno -o por deferencia del comandante- montarme en "la tanqueta", un carro de combate hecho en la Unión Sudafricana, que prendió las múltiples sirenas que tiene tan pronto cerraron herméticamente la puerta. La sensación de estar metido en una caja fuerte fue inevitable. Adentro se vive una oscurana que impone un medio silencio expectante. Los ciudadanos de afuera se comienzan a ver desde adentro como "civiles". Tomamos la carrera 30 y en el primer trancón, el carro de combate se montó en el carril del Transmilenio. No me sorprendí porque justo esa mañana había visto pasar en la avenida Chile un convoy de seis carros negros que no respetaban norma alguna de tránsito y que debían llevar al Presidente o al embajador gringo a un desayuno. Alegorías del orden institucional.

De un momento a otro apareció frente a mí el estadio. Desde la tanqueta poco se ve y menos si, como en mi caso, se lleva puesto el casco, que quita la mitad del horizonte que uno tiene en la vida civil. Yo era uno de los gendarmes de la serie de Louis de Funes, el gran cómico francés. Los aficionados no habían llegado aún. Eran las 3 de la tarde y el partido sería a las 7 de la noche, total, solo estaba la Policía. Y no poca: 1.200 agentes del orden, según algún general que dio declaraciones por la radio desde las 7 de la mañana. Me preguntó mi comandante que en qué tribuna quería estar. No acerté a entender la pregunta, pero respondí que en la de Santa Fe. La verdad, yo sólo había estado en El Campín tres veces: una cuando tenía 8 años y mi papá aceptó a regañadientes llevarme a ver jugar a Santa Fe contra un equipo inglés; la segunda, cuando mi primer hijo tenía 8 años: vimos al mismo Santa Fe contra Millonarios, y los cracks usaban pelo largo; la tercera vez, en otro clásico con los mismos, conocí la "ola". Siempre he visto el fútbol como un espectáculo más de pan y circus, un medio para que la gente desfogue la represión de que es víctima sin mucho peligro. Claro que la cantidad de policías que rodeaban el coliseo me hizo pensar que esta última función no es tan valedera.

Entramos a Sur y nos mandaron a la gradería más alta. Subir las escaleras con mi escafandra a cuestas fue trabajoso. El caparazón, las rodilleras y la lentitud con que me veía obligado a dar cada paso eran enormes. Yo era Donatello, una de las tortugas Ninja. Arriba, el capitán dio instrucciones: "No dejen colocar a nadie a sus espaldas porque por ahí pueden darles, y en caso de alguno que se haga detener, tráiganlo esposado y colóquenlo aquí arriba". A esa hora, 4 de la tarde, las puertas del estadio se abrieron. Mucha gente llegaba a graderías descalza. Pregunté la razón; orden público, me explicó uno de mis compañeros de ocasión y al ver mi cara de asombro, precisó: una requisa. Y añadió: los más peligrosos son los "mochileros: pelo largo, tenis y mochila". Me sentí dibujado. "En el pelo y en la mochila pueden guardar armas, y los zapatos, pues hablan de su estrato. En Occidental son del 4 y el 5; en Oriental, de 4 y 3; Millos es igual, pero Santa Fe es de 1 y 2". Aturdido por la explicación, me senté. Oí un grito que sonó a orden: "Aquí sólo se sienta el que tiene ganas de otra cosa". Asumí que el tiro era conmigo y me puse de pie. No quería pedir ventaja ninguna aunque todos sabían que yo era periodista, una vez aclarada la sospecha de que yo no era un ‘sapo‘ infiltrado. Algún agente me había preguntado si yo era de inteligencia. No, le respondí. ¿Por qué? "Porque se usa infiltrar, como usted ve allá en la gramilla: ese grupo de civil es de agentes secretos que van a infiltrarse en las barras para saber quién las manda y qué operativo planifican".

A las 6:40 de la tarde empezó el clásico. Las graderías comenzaron a temblar. Las barras habían colgando sus trapos y gritaban consignas que, para los no entendidos, eran ininteligibles. Las graderías, como diría cualquier locutor, rebosaban de banderas. Al mismo tiempo y ritmo los gritos subían de tono. Las madres de unos y otros salían a relucir: "puta, puta, puta". No sé qué tendría que ver esto con el rojo o el azul, pero así lo oí. Más aún, me asombró ver con mis ojos un concepto -para mí siempre rechazado- de muchedumbre, e imbecilidad de masa. No atinaba a entender cómo una montonera se divierte insultando a otra y, además, gozaba con ser al mismo tiempo insultada. Mis compañeros de ocasión no se inmutaban. Miraban impávidos, aun cuando les gritaban en coro todas las barras: "Policía, Policía, qué amargada se te ve. Mientras estás en el estadio, ¿Quién se come a tu mujer?". Es un comportamiento muy diferente al que asumen en una manifestación pública de, por ejemplo, estudiantes, donde se muestran provocadores, amenazadores, intransigentes. Hay razones de peso. Los estudiantes, los maestros o los obreros denuncian injusticias; las barras botan corriente, no cuestionan nada. Por el contrario, son, de alguna manera, verdaderos defensores del orden establecido. A su manera, claro. Yo no salía de mi asombro de ver esas masas que en vez de estar protestando por la situación social y la injusticia, la exclusión y la explotación que vivimos y viven, estuvieran insultándose mutuamente. Si en un estadio atacan a la Policía no lo hacen por razones políticas ni sociales sino porque la autoridad trata de impedirles matar o acuchillar a otro igual. Pasa en todo el mundo, diría un profesor de sociología, no es cuestión de pobreza. Los ingleses, los alemanes y los italianos son también barras bravas y no tienen hambre ni sufren de injusticias, agregaría triunfal.

A lo que, desde las graderías de El Campín, habría que responderle que en esos reinos la insatisfacción de la gente, cualquiera sea la causa, también es manipulada. Y no se trata de que haya un cerebro que lo planee y lo dirija. Se trata solo de uno de los milagros del mercado. Los equipos de cualquier deporte son hoy empresas económicas, grandes empresas, cuyos clientes son los hinchas, como de las iglesias los fieles, como de los partidos políticos, los miembros. Y esa es la fuerza que hace trepidar las graderías de los estadios y alimenta la estupidez de las barras.
Primer gol: "Fernández, de Millos, zurdazo a palo cambiado", me explicó uno de mis compañeros. La verdad, no me alegró.

Mientras el coliseo vibraba, yo trataba de conversar con los agentes del orden. Son muchachos del pueblo, bachilleres, que, más por necesidad que por vocación, cayeron en la carrera militar, que es una burocracia de tuerca y tornillo. Les pagan $800.000 al mes. No tienen horario y las bonificaciones de orden público que el gobierno actual les ha prometido nunca se las han pagado, siendo, por lo demás, miserables: ¡27.000 pesitos! Los ascensos dependen en principio del alto oficialato, pero sus criterios no siempre son estrictamente militares. También hay barras y equipos en ese mundo. Las diferencias que puedan surgir no son tramitadas por un acuerdo ni existe una instancia que represente los intereses de los subordinados: donde manda capitán, no manda marinero. Y punto, no es la vida civil. Cuando se dice que los soldaditos son puro pueblo, es cierto, muy cierto, y es esa precisamente la tristeza, porque no dejan de serlo frente a los oficiales superiores que defienden ante todo los intereses del mando. Cuando se dice que existen razones superiores en la milicia, es cierto, pero no en abstracto, sino en concreto: son las de sus superiores.
 
Segundo gol, contragolpe de Santa Fe. "Desinteligencia de la defensa, Montoya no perdona", me explicó el compañero de guardia.

A esa hora, por las piernas se había trepado todo el frío que duerme en el cemento y llegaba ya a la cadera. Los agentes estaban tensos porque en cualquier momento la agresividad de los hinchas con el empate se podía desbordar y saltar a la gramilla o al campo enemigo y entonces la batalla contra el desorden podría comenzar. Los Esmads no llevan armas de fuego, que es una clasificación obsoleta, heredada de guerras pasadas de moda cuando se usaba el mosquete. Una bomba atómica no es precisamente un arma de fuego. Tampoco lo son las bomba lacrimógenas, lanzadas por efectos de aire comprimido; ni las de gas pimienta, que son manuales; ni las de ruido atronador que dejan turulato a cualquiera por la cantidad de decibeles que produce su explosión, aunque no tienen pólvora; ni el agua mezclada con un "líquido importado" que lanza una de las tanquetas y que produce en la piel de los ciudadanos a quienes les caiga el chorro, un "escozor insoportable". Doy fe de que antes de salir del cuartel hacia el estadio, y delante de mí, los oficiales esculcan a los agentes para decomisar cualquier arma de fuego o cortopunzante. La pregunta era por qué llevaban lanzagases, sabiendo que en espacios cerrados está prohibido, por ley, usar los gases lacrimógenos por temor a que un motín se trasforme en una estampida. Entonces hice la pregunta inevitable: ¿qué paso con el muchacho muerto hace un año en una manifestación contra el TLC? ¿O con el otro que resultó muerto en Cali durante otra manifestación estudiantil? ¿O con el último que cayó en la puerta de la Universidad Nacional? Las respuestas fueron vagas y formales. El primero -me explicaron- fue pisado por la multitud y los compañeros no permitieron que la ambulancia lo llevara al hospital; del segundo -agregaron- nada sabemos porque ninguno vio; y el tercero cayó -añadieron- como informó la prensa: por efecto de una bola de cristal que tienen las ‘papas explosivas‘. Dichas estas dos palabras, el discurso queda armado: los estudiantes usan verdaderas bombas hechas con metralla y con parafina. "La metralla alcanzó hace poco, dice un agente, a perforar una tanqueta; y la parafina, dice otro, se pega a la piel como si fuera lava de volcán. Son terroristas, no estudiantes, aunque tengan carné". En el fondo, la cuestión delicada no está solo en lo que usan los policías antidisturbios ni en lo que usan los estudiantes, sino en el uso mismo de un cuerpo armado oficial para impedir manifestaciones legítimas de inconformidad social. A mi manera de ver -aún hoy estudiantil, lo acepto-, no hay argumento alguno que justifique la muerte de un ciudadano a manos de un cuerpo debidamente entrenado de carácter civil, como se supone constitucionalmente, que es la Policía, incluida la antidisturbios.

Penalti: Fernández, de Millos, desempata. El peligro de un encuentro entre barras aumenta

El comandante me preguntó que si me gustaría ver el partido desde el lado de Millonarios. Me pareció una magnifica iniciativa, que he debido tener yo. Bajar las escaleras fue más penoso que subirlas porque el peso del caparazón me hacía perder el equilibrio a cada paso. Y en este momento saltó lo que se llama el "espíritu de cuerpo". Echar a botes gradería abajo era indigno para mí, pero ante todo hubiera afectado moralmente a mis compañeros. Pensaba en el casco saltando para un lado, el escudo para otro y el bastón de mando al aire. Hubiera causado una risotada colosal. Más cuando, hay que reafirmarlo, la Policía no es santo de la devoción de los hinchas. Tuve mucho cuidado también con los rollos de papel que botan de las graderías -¡bello espectáculo!- y que en el suelo se convierten en enredijos casi inevitables. Una maneada y caída en la gramilla hubiera sido mortal para mi ego escudado en un uniforme, aun siendo tan ajeno. Me pusieron en la esquina del corner, un sitio peligrosísimo por los "proyectiles lanzados por los provocadores": monedas, pilas, llaveros, etc. Este et caetera es infinito. Me ubiqué en mi sitio, justo en el minuto en que Santafecito lindo empataba el partido, un soberbio tiro de penalti del gran Montoya.

El juego desde la gramilla pierde el halo épico que tiene cuando se mira desde una gradería o en la televisión. Los jugadores son más pequeños, más jóvenes y sudan. Y para rematar, se pierde la perspectiva real del espacio de juego porque se ven más las piernas de los jugadores que las trayectorias de los tiros. Digamos que desde su mismo nivel, los cracks son deportistas humildes. También, en cierta manera, fue lo que pasó con los agentes del Esmad. Bajar de gradería a gramilla me parecía ganancia en cuanto -suponía- en el suelo el trepidar de las estructuras de cemento no se siente. Falacia de público asistente. En la gramilla, el trepidar es asombroso. Pareciera que el campo estuviera montado sobre otra gradería invisible o construido sobre una piscina, no sólo por el temblor que se siente, sino por la violenta humedad que resume. El frío superaba aquí la barrera de las botas, pasaba la cintura y subía por las costillas. Me dolía ya la nuca. Estaba entumecido y, a pesar del uniforme antidisturbios, emparamado. Fue entonces cuando sonó mi celular, nos habían ordenado apagarlos, pero ninguno de los subordinados habíamos hecho caso. Fue uno de los momentos más embarazosos que he vivido. El aparato estaba en mi bluyín, que estaba debajo del antiflama, que a su vez estaba debajo del caparazón. Y no sólo eso, cada traje tenía un solo un agujero por donde podía llegar al siguiente. Yo era una cebolla hecha de capas.
Derechazo de Martín García desde la esquina izquierda que el arquero de Santa Fe no vio. Un locutor, poseído como un íncubo, grita el gol, último de Millos.
El celular sonaba, sonaba, y sonando, delataba mi desobediencia. Mi mano no era capaz de quitar los sucesivos cierres de velcro porque para poder hacerlo, tenía que quitarme el guante, y para eso tenía que soltar el escudo, con el riesgo de que se cayera y provocara una rechifla en las graderías. Así como comencé a ser parte de Santa Fe, ahora comencé a sentir el espíritu de cuerpo con el Escuadrón. Grave y mecánica concesión. No obstante, sostuve mi intento de responder la llamada. Aguanté el escudo entre las piernas, logré zafarme del guante y deslizar mi mano, como un ladrón, entre los amarradijos que sostenían la pechera. Pero no era allí donde estaba el retén. Era en el blindaje de los testículos. Yo era un jugador de jockey. Jalé una correa y pude acceder al antiflama, que tenía una cremallera para entrar que se abría del tobillo hacia arriba de la tetilla. El teléfono dejó de sonar. Pero no descansé porque al aflojar el arnés de los testículos se comenzaron a escurrir las defensas de la cadera y de los muslos. Minutos después me volvió a insistir el celular. Encontré en el overol antiflama una entrada secreta y saqué el teléfono con tanto vigor, que se cayó mi casco: los bigotes y el pelo cano mostraron a las barras parte de mi verdadera identidad. Quien me llamaba era mi hijo que estaba en la galería saltando como con mal de San Vito. Me reconoció al instante. ¿Estás loco? me preguntó. Loco no, pero emparamado sí.

Caía una llovizna fina, pertinaz, como diría Olimpo Cárdenas. Las costuras del uniforme es lo único que se moja, pero por allí el agua va calando. El comandante general encargado de conservar el orden en el evento me saluda, instruido por el coronel antidisturbios. Me comenta: Habría sido mejor que nos acompañara a una manifestación de la Nacional. Quizá sintió que se me rayaban los ojos, y agregó, como borrando: "Vamos a buscar al ‘Pinzas‘, un cabecilla de la barra de Santa Fe, que manda en Altos de Cazucá. Esos son los peligrosos". No tuve comentario, pero me quedé pensando en Altos de Cazucá. ¿Por qué no son peligrosos los cabecillas que viven en Palermo? ¿O en La Cabrera? ¿No los hay? El tema da para mucho. Hay intereses económicos, gremiales y políticos en todas las fuerzas que convergen en un evento como el que se estaba viviendo, y que, a decir verdad, me tenía muy impresionado. La diferencia entre hinchas y barras es de entrada central para comprender lo que se mueve. Los hinchas son simples aficionados, las barras son hinchas organizados, cuya primera característica -y la más superficial- es buscar a través de su ícono deportivo una identidad. Hinchas había cuando D‘artagnan era niño, ahora en la época del ‘Pinzas‘, hay barras bravas. Aquí entran los sicólogos sociales a explicar: los jóvenes son víctimas de la anomia, han perdido, como se dice ahora, sus referentes y se agarran de esa tabla para no ahogarse. Impecable el argumento, pero insuficiente. Hablando con uno de los "guerreros de Santa Fe", me explicaba: "Sí, son pelaos que buscan una razón para pelear y para hacerse a un nosotros. Pero también hay que decir que son barras que trabajan en sus barrios o zonas, es decir, que roban, asaltan e imponen su ley a la berraca. Organizan bandolas para hacerse respetar, y así mismo, para imponer la ley, cuya base es el silencio. En el fondo son malevos que viven del atraco y que buscan respaldos más amplios y más fuertes para defenderse de sus rivales o de la misma ley, que, entre otras, también puede ser rival. En dos sentidos: porque hace lo mismo, o porque lo impide. Y no faltan sociedades entre unos y otros. Son, pues, grupos económicos ilegales. En el estadio convergen y amplían las solidaridades que empiezan cuando se reúnen en un parque a repartirse el botín, o en otro a pensar qué van a hacer en el próximo partido: qué gritan, qué trapos llevan, dónde se encuentran antes y después del evento.

Santa Fe vuelve a empatar, tercer gol de Montoya. Las autoridades dan por seguro un desempate de las barras a varilla, en las afueras del estadio.

La gran mayoría de las barras son muchachos menores de 20 años, muchos bachilleres, pobres y con unas ganas irrefrenables de consumir. Es esta contradicción la que está en la base de su rebeldía. O mejor, es una forma de resolverla. Pero es, además, una muchachada ajena a perspectivas políticas. Viven el día. Son un tanto existencialistas. Lo mismo les da un comunista que un fascista, muchos ignoran que el rojo ha sido el color del liberalismo y el azul el de los conservadores. Más aun, no saben que son partidos políticos. Partido es siempre un "quebrado" -o sea un muerto, o un encuentro entre dos equipos de fútbol-.

Hacia las 10 de la noche, el árbitro pitó el final.

Yo, confieso, estaba ya al borde de pedir a gritos una camilla. Las piernas amenazaban con dejarme caer; los brazos temblaban por el peso del escudo, del casco, del frío. En la cabeza, el cerebro brincaba. Los ojos me ardían y todavía faltaba más de una hora para que los hinchas salieran del coliseo en orden de peligro. Primero la gradería Occidental, la más civilizada, por ser la más pudiente; después Oriental; luego Sur con Santa Fe y, por último, Norte con Millos. El objetivo de la estrategia era impedir que las barras se encontraran a la salida y hubiera "tropel". La verdad, a mí ya me importaba un higo que se mataran entre sí, o acabaran con toda la ciudad. A las 11 de la noche, después de un refrigerio -un buñuelo frío y un jugo en cartón-, nos subimos al bus que nos llevó de nuevo a la sede del Escuadrón. Volvimos a enfundarnos en nuestra identidad. Los oficiales y agentes parecían más jóvenes que metidos en sus vestimentas blindadas.
Cerca de la media noche, muchos agentes con bluyines y chompas salían humildemente a conseguir un taxi o un bus. Fue la imagen que más me conmovió de estos jóvenes, que no saben para qué trabajan.