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16 de octubre de 2003

Antonio García como escolta

Por: Antonio García
| Foto: Antonio García

Seis y veinte de la mañana. El frío aruña. Estoy limpio, afeitado y sobrio, y no me importa que se me note. Sobre mí pesa un vestido Carlos Nieto cuyo mérito es no parecer Carlos Nieto y una semana de entrenamiento en una academia de seguridad privada donde, modestia aparte, hice tres dianas, dos nueves y un ocho en la prueba de polígono. Dos hombres vestidos como pilotos de Top Gun si la película fuera boliviana se alternan en una garita; perro, escopeta de repetición, teléfono, citófono, dos radioteléfonos y un Avantel. Son los vigilantes de una angulosa y ochentera mansión blanca, casi cuadrada, de tejas royal en los salientes de la fachada. Pregunto por Sergio Torres, el jefe de seguridad, y me dicen que no ha llegado. Espero en silencio, cagado de frío, lamentando no haber traído un libro.

Van apareciendo unos diez tipos de saco y corbata, anchos, bien peluqueados, que me saludan con reservas antes de entrar a un garaje contiguo. Luego llega Torres, que tiene acento barranquillero, traje más costoso que el mío y complexión de boxeador. Me lleva adonde el resto, que en esos momentos se encarga de una flotilla de Land Cruisers y Monteros. "El día de nosotros empieza normalmente a las seis de la mañana, antes de que salgan los patrones", nada de nombres, solo la señora, el señor, los jóvenes, ".y puede terminar a la madrugada, si uno de ellos se va de rumba, o se queda hasta tarde en la oficina, o se va a jugar cartas", me explica. "Normalmente, antes de que salgan, estamos viendo cómo nos vamos a repartir, quién se va con quién; y revisando los carros, que estén tanqueados, que estén limpios;
además del armamento.". Como si estuvieran poniendo en escena lo que Torres dice, uno que se llama Rodríguez -"nunca nos llamamos por el nombre"- pasa la corredera de una Walther 7,65 y a su lado otro revisa la recámara de una escopeta mientras los demás levantan los capós, revisan los tanques y pisan los aceleradores del lote automotor. Los carros relucen como porcelanas de solterona.

"Camine y se toma un café mientras salimos", me dice Torres. Cruzamos la calle y recibimos sendas tazas de café que una muchacha de servicio bañada y uniformadita nos ofrece. "Todas las mañanas, religiosamente, la señora de esta casa nos manda a preparar café", me explica, y me dice que lo regala así, de chévere. No es para menos: en la cuadra, la gente deja los carros afuera y sin seguro, los niños salen a montar bicicleta hasta tardísimo, las puertas de las casas se pueden quedar abiertas, y un cerezo que la señora tiene en el antejardín, aunque no está protegido por rejas, da todos sus frutos para ella. "Nosotros conocemos a todos por aquí, y todos nos conocen, entonces uno puede estar pendiente de cualquier cosa rara porque ésta es un área de baja circulación", me aclara, con todo tecnicismo, Restrepo, el encargado de manejarle al señor. Me acabo el tinto a sorbos mientras veo emerger una Toyota Lancer del parqueadero y quedarse un rato en el andén con el motor encendido y los vidrios polarizados arriba. "Ya nos vamos", me dice Torres, poniéndose en movimiento. Dos escoltas aseguran la puerta de la casa mientras la Lancer retrocede hasta allá, uno de ellos toma del brazo a la señora, los de la garita se mosquean, un Montero rojo sale del parqueadero contiguo, por la puerta trasera se montan Rodríguez con la escopeta y otro del que no me acuerdo el apellido, de copiloto va Torres y en la banca del medio voy yo, que caí como un fardo y me estoy sobando porque normalmente cuando me subo en un carro éste no está en movimiento. "Uno no puede retrasar a los patrones, ellos salen y entran cuando quieren, sin esperarlo a uno", cuenta Torres. En el trayecto los seco a preguntas: "¿Y ustedes saben para dónde vamos?". "Nunca, a uno no le dicen nada; y es mejor: uno no sabe el día que a alguien se le dañe el corazón o se vaya de la lengua", me responden. "¿Y el chofer de la señora, ¿también va armado?". "Todos vamos armados, él también; imagínese, es el que está más cerca de la señora, al que le queda más fácil ayudarla en cualquier situación". "¿Y la escopeta?", pregunto de nuevo. "Es el arma de apoyo.". La artillería en total consta de cinco pistolas, diez proveedores -ochenta balas 7,65-, una escopeta con cinco perdigones en la recámara y una caja con treinta más; dos carros, uno de ellos blindado. Me estreso: "¡¿Este carro no es blindado?!". "No", me responden, "sólo el de los patrones, y es mejor que este sea así, sencillito, porque un carro blindado pesa mucho: imagínese a la hora de una persecución. quedaría uno rezagado". Recorremos la Treinta hacia el sur y luego tomamos la Veintiséis hacia Salitre. Los carros se mueven coordinadamente, siempre el de los escoltas abriéndole espacio al de adelante en los cruces, y el de adelante poniéndose al alcance. En los recorridos, según el número de personas que vaya escoltando, se reparten los cuadrantes del re-loj: así, el chofer cuida de nueve a doce, el copiloto de doce a tres y los dos de atrás, respectivamente, de tres a seis y de seis a nueve. "Es para no estar volteando a todo lado: da tortícolis", dice Torres con una media sonrisa. Parece que reír los desconcentra.

Llegamos a un edificio cuyas dos últimas plantas son propiedad de los patrones. Ahí también hay bajadas con el carro andando, armas que se cargan, seguros que se quitan, hombres que bajan antes al parqueadero y comunicaciones por Avantel, un protocolo que se cumple con todo el despliegue peliculero porque "los momentos de más peligro, en los que uno da papaya, son las llegadas y las salidas de los sitios". Cuando todo está asegurado, puede entrar la señora y subir hasta el séptimo piso; en ese lugar solo pueden entrar ella, el señor o los muchachos, todos encargados del negocio familiar como los Osmond o los Hermanos Monroy.

En un momento, me empiezo a sentir como un turista serbocroata; es como si hablaran otro idioma, pues el mundo de la seguridad está lleno de siglas: FBI, KGB, CIA, DEA, DAS., manía que se manifiesta también en su habla cotidiana, pues no quedan en contacto sino QAP, no dan la ubicación sino el 5-20, no dicen gracias sino 5-07 y le dicen a su escoltado el PMI, que traduce Persona Muy Importante (el mismo "vi. ai. pi." de las salas de espera y de los conciertos, pero traducido). Del PMI depende el tipo de escoltaje, los hay oficiales y particulares: los oficiales los provee el gobierno, y los presta, según la importancia y la disponibilidad, el DAS, la policía o el ejército; o los tres. Uno de los escoltas, Cruz, es pensionado del DAS y trabajaba ahora en seguridad privada. "Yo trabajé en la protección del doctor Serpa cuando estaba en la primera campaña", me dice orgulloso. "Yo hacía parte del primer anillo de seguridad, luego, en los sitios donde iba a estar, prestaba apoyo la policía, y las calles y los edificios donde pudiera haber francotiradores, el ejército. Era duro, porque usted sabe que esa gente siempre está muy amenazada y uno tiene que hacer avanzadas todo el tiempo, irse con dos días de anticipación a ver los lugares, ubicar la tarima para que no vayan a hacerle un atentado, recibir las llamadas y los sufragios, investigarlos". Ante mi jeta de admiración, Cruz se despacha con sus greatest hits: "Después de que mataron a don Guillermo Cano, en diciembre del 86, a mí me asignaron para cuidar a la familia. Trabajé con doña Marisol, don Fidel, don Juan Guillermo y las esposas de ellos. Ese trabajo fue difícil, porque se la tenían jurada al periódico. ¿Se acuerda de la bomba que le pusieron a El Espectador en septiembre del 89?". Yo no me acordaba de fechas ni sabía muy bien cuál de los Cano era el que habían matado, pero agradezco la pequeña clase de historia que no termina ahí: "También me tocó cuidar a mi general Maza Márquez en la época brava, la del Cartel de Medellín. ¿Se acuerda de la bomba que le pusieron al DAS, en diciembre de ese año? Ahí murieron muchos compañeros", dice Cruz, y por un momento sus ojos trazan un arco sobre un paisaje inexistente, emocional. Lo animo a continuar. "Mi general en persona se encargaba de organizar la seguridad, y esa sí que era difícil: tocaba mandar caravanas falsas y después salir por otro lado, cambiar la ruta todo el tiempo, o hacer amagues locos como salir y darle una vuelta a la manzana a cada rato para desgastar a los que estuvieran campaneando para avisar la salida. Era mucho agite. Yo pedí vacaciones y después dejé en mi puesto al muchacho que me estaba reemplazando. Duré apenas seis meses. Uno se estresa mucho". Nunca sospeché que tras esa pinta de notario hubieran pasado una campaña presidencial y dos campañas de exterminio que, gracias a él, no arrojaron nuevos muertos. Cruz extraña el DAS, pero dice que era difícil porque en esos casos al PMI no lo buscaban para secuestrarlo sino para matarlo. Se trataba de escoltajes calientes, en los que hay que estar pegado, mientras que este trabajo es de bajo perfil. Se trata de pasar inadvertido, no hacer despliegues de fuerza que atemoricen, guardar una distancia prudencial que preserve la intimidad del personaje (al PMI también le dicen "el personaje"), notarse poco. En el escoltaje caliente, el escolta, por expresarlo en términos futbolísticos, tiene marcación hombre a hombre; en el de bajo perfil, el escolta hace marcación en zona.

Una vez la señora está en su búnker, se reúnen los escoltas de ella con los del señor y se reparten. Uno en la terraza, dos en el lobby, otro cerca de la puerta, dos en el parqueadero, otro en los alrededores, y así. A mí me asignan a los ascensores del primer piso. Ahí comienza la parte más ingrata del trabajo: estar parado esperando la llegada del peligro que nunca llega, que no ha llegado por seis años y que tal vez nunca llegue; sin distraerse, sin oír un radio ni resolver crucigramas, sin sacar un manojo de cartas o un libro. Los minutos andan de puntillas y con un dedo sobre los labios, lentos, remolones, mientras uno se aburre porque no pasa nada aunque su función sea exactamente esa: que no pase nada. Quiero sentarme o dar una vuelta por ahí, pero soy tan salado que fijo se cuela alguien y termino siendo cómplice o alguna cosa; si hay algo que he aprendido es a no subestimar mi mala suerte. A la una de la tarde, ya me siento como una estatua humana de las que piden plata en la calle, un dumi o un espantapájaros. Tengo hambre. Si pudiera desdoblarme e ir a almorzar en cuerpo astral, no vacilaría en hacerlo. Averiguo y me dicen que hay turnos de quince minutos para ir a un restaurante cercano. A las dos y diez me toca a mí, y pese a que me atraganto y engullo todo sin masticar, tardo siete minutos más. ¿Cuánta práctica se necesita para ir, comer y volver en tan poco tiempo? "A veces, cuando no es día de oficina, uno se queda sin almuerzo", me explica Torres, "o toca traer vianda y comer frío en cualquier ratico".

Vuelvo a mi puesto y me aburro como ostra hasta que Rodríguez viene y me pregunta cómo me ha parecido todo. "Monótono", le respondo. "Eso no es nada: imagínese por la noche, uno hasta las cuatro de la mañana, afuera de un sitio chupando frío mientras el patrón sale". Lo dice sin resentimientos, casi con alegría: es su trabajo. Para mí, el trabajo más arriesgado pero también el más monótono del mundo a juzgar por el resto del día: las horas muertas en el edificio, un rutinario traslado hacia la casa y por la noche -era viernes- acompañar a uno de los jóvenes a que se fuera de juerga mientras un frío más apache que el de esa mañana y una lluvia menuda me confirman, a las dos y cuarenta de la mañana, que prefiero toda la vida, mil veces y durante mil reencarnaciones hacer lo que hago que lo que hacen ellos.