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14 de enero de 2009

Crónicas

Cómo es un arresto en la UPJ

Carlos Vallejo estuvo detenido como civil en la UPJ, y luego, semanas después, regresó a este lugar, sin ser reconocido, como periodista autorizado. Dos visitas a la Unidad Permanente de Justicia, ese lugar donde hombres y mujeres son detenidos transitoriamente por noches enteras.

Por: Carlos Vallejo. Fotografías: Roberto Africano
El periodista Carlos Vallejo vivió en carne propia lo que significa pasar una noche en la UPJ (Unidad permanente de Justicia). | Foto: Carlos Vallejo. Fotografías: Roberto Africano

¿Cómo será adentro? Ese fue mi único pensamiento durante varias horas, desde que me detuvieron y me dijeron que pasaría 24 en la UPJ, la Unidad Permanente de Justicia. Me había tomado unos tragos donde un amigo y, un poco alicorado, esperaba en la calle, en la carrera décima con 24, un taxi que me llevara a mi casa. Justo ahí llegó la Policía.

—Está como borracho, ¿no? —dijo uno como de 23 que quería expresar rabia nomás arrugando la frente y la voz, y le dije que no, sí estaba tomando, pero estoy bien y ya me voy.

—Pues estar así en la calle es un peligro para la sociedad y lo puedo detener —dijo mientras esculcaba mi billetera y otros tres policías asentían.

—No, cuál peligro, además tomar aquí es legal, ni siquiera estoy tomando en la calle, no estoy haciendo nada.

—¡Cállese y póngase de espaldas! —dijo bolillo en mano y, ayudado por uno que gritó un intimidante "¡haga caso, carajo!", me esposó y así me llevó hasta la décima con 17, al Comando de Atención Inmediata (CAI): allí hay que desnudarse por si uno tiene armas o droga, le botan la correa, le alborotan la billetera, le quitan o cortan los cordones —esto responde a por qué muchos indigentes andan sin ellos—, encierran gente en un calabozo y, unas horas ahí y otras en un camión atestado de indigentes, solo resta esperar con el miedo creciendo a ver cómo será adentro.

La respuesta fue clara cuando semanas después, reunido con cinco policías, la cúpula de la UPJ proponía que me dejaran entrar como periodista a ver qué. Excelente, dijeron y, como agentes de viajes ofreciendo paquetes turísticos, y con mi cara en el olvido, agregaron que les interesaba mostrar lo que hacían, talleres, carteleras y partidos de fútbol, porque se trata, señor periodista, de optimizar el tiempo, que tengan qué hacer, porque fíjese, antes los metían ahí como animalitos pensando que eso servía y no, cómo se le ocurre.

Si no hubiera estado ya en el frío estancado, justamente como animalito, esta sería la Crónica de una detención agradable: llegué a la UPJ y, empezando por los policías sonrientes, todo era distinto. No estuve en un calabozo y sí en el camión, pero esta vez apenas minutos y convenientemente acompañado por un grupo policial: se iniciaba la puesta en escena y tenía poco que ver con lo que sí había pasado.

La UPJ, ubicada en la carrera 32 con calle 13A, es una manzana de ladrillo con puertas y portones anaranjados. Y adentro, en el pabellón al que finalmente llegamos, sentí el peor frío de todos los que he sentido: a través de un enorme portón de extravagante naranja y siempre abierto irrumpía el helaje inaguantable de la noche bogotana, y lo haría todo el tiempo, las 20 horas que faltaban para salir, helando cada metro de ese hangar como de 60 por 30 y 20 de alto, cada hueso de los 50 tipos que había y los que vendrían, cada banca metálica que era lo único en que además del suelo de cemento uno se podía sentar o acostar.

El frío, bien definido como la sensación experimentada ante un descenso de temperatura, tuvo que pensarse como el castigo de pasar 24 horas en la Unidad Permanente de Justicia (UPJ) de Bogotá, donde retienen transitoriamente a quienes cometen una contravención, que no es un delito, sino una infracción de las normas de convivencia del Código de Policía Nacional y Distrital. Como ese que simplemente pegó el aviso de su cineclub en un poste y que en algún momento preguntó:

—¿Será lógico que lo encierren a uno por algo que no es delito y no tiene implicaciones penales?

—Claro que no —respondió un joven profesor de Ingeniería—, esto de que nos encierren dizque por normas de convivencia es como si nos encerraran por pecar, por fornicar, digamos. Además —siguió—, el caso de los indigentes es absurdo.

Sí, bastaba mirar a ese que se orinó en un árbol porque, a diferencia de los concejales que en 2003 hicieron el Código, no tiene casa para hacerlo ni para convivir ni para nada: por no tener cómo cumplir con la reglamentación es obvio que los habitantes de la calle (que según el último censo son 13.415 y por los cálculos de la UPJ entran al día unos 250) sean quienes llenen el lugar todo el tiempo. Como ese, el que anda por todo lado con una cobija azul y remendada, que dijo, como la mayoría, haber pasado aquí casi todo el mes anterior, aguantando frío y —debido a que son decretados población vulnerable y deben tener trato especial— recibiendo a veces falsas atenciones de fundaciones, peluquería y tamales a cambio de oraciones a lejanos dioses, y nada más. Porque por lo demás, y más para el resto, son 24 horas haciendo nada y ya. Aunque esto era preferible a las horas entre el calabozo y el camión.

En el calabozo había una botella llena de un orín de amarillo color cerveza, tan denso que parecía llevar años pudriéndose ahí, encajado en ese lugar de dos por cinco, paredes descascaradas con apodos y nombres rayados con navajas y odio, pitos de carros en la tal con tal, un sifón tal vez usado varias veces como letrina, una humedad descompuesta que se respira, un tipo como de cuarenta sin una pierna y sangre en el pelo, la puerta pintada de un verde que no tapa el óxido, y otro tipo con mugre de años en la cara y los dientes podridos y la ropa vieja y rota, desespero de pupilas exorbitantes y movimientos descontrolados que lo hacían ver informe, como los personajes de canal de televisión sin señal que derraman su contorno frenético por toda la pantalla. Se movía, olfateaba como perro ansioso, y lo que hacía era buscar y buscar hasta que su mirada se fijó en un punto y la imagen, ahora nítida, mostró a un tipo que cogió la tapa de plástico de una muleta del otro, pidió un esfero que le di de una, se sentó y armó en segundos una pipa y fumó y fumó y fumo. Y el humo que expulsaba, inmóvil en el espacio, era acompañado por el olor que desde ese momento fue el aire que se respiró, ahí y luego en el camión y, burlando toda revisión, también en la UPJ: el olor a bazuco, un olor tan difícil de describir como el de una cucaracha.

Y un espacio cerrado es este camión, que ya nos recogió y al que en cada parada entran y entran indigentes que se saludan porque la noche los volvió amigos, y la mugre y el desespero y el olvido y la locura y la ira: su corazón pareciera bombear sangre rabiosa que viaja por venas y arterias y hace de sus gestos, voltear a mirar o respirar, una expresión de violencia. Y en cualquier momento aquí va a pasar algo: uno tiene un pollo y otro le pide, uno quiere bazuco y el otro lo niega, un negro de casi dos metros les exige plata a todos y la recibe sin reparos. El que pide bazuco le dice al otro que no se las dé que usté no es más rata que yo, el que quiere comida le dice al otro no sea caspa y se va a odiarlo en un rincón. El negro, que jugó baloncesto en una Selección Valle, se acerca mientras guardo todo en una mochila, me la cuelgo debajo de una chaqueta larga y la apoyo con la espalda en las barandas para que no se vea. Los del bazuco están frente contra frente, las manos empuñadas, la mirada fija en la mirada del otro, la muerte como mutua promesa, pero el negro es el duro, los separa con violentos empujones, ordena que compartan la droga, y justo tras tamaña demostración llega y tengo miedo y pregunta si tengo plata y digo que no y dice que si me querés venir a ganar de terapia y yo, seguro de que la mochila no se ve, digo mirá si querés y siento sus manos entrar en mis bolsillos y tengo miedo y el negro se va. Y el bazuco huele a miedo. Es una de las razones por las que le dicen susto.

***

El miedo persistía mientras esperaba, en una banca y por fin abajo del camión, lejos aún del frío de adentro, la llamada del oficial que tenía las actas de cada CAI con las firmas de los retenidos (las actas de retención son lo más irregular: cada firmante acepta haber infringido el Art. 207 del Código de Policía, que se refiere como causa de detención a un ambiguo "alto grado de excitación" que pueda llevar a "cometer inminente infracción de la ley penal" y que si habla de algo es de un borracho peleón —no cualquiera, porque a quien "deambule" ebrio se le debe acompañar a su casa, cosa que no me ofrecieron, y si no lo consiente ahí sí debe retener—y no de un tipo que pega un cartel en un poste y firma por una razón distinta a aquella por la que supuestamente está: ¡ni siquiera debe estar!).

Pensaba que estaría con los mismos adentro, pero un joven indigente chaparraleño que tuvo un inolvidable gesto, darme un trozo de panela mordisqueada que tenía en su bolsillo mugriento, me dijo que a los indigentes los separaban del resto, que antes era jodido, no lo hacían, hasta heridos había, ahora nos jodemos nosotros, pero no estés solo adentro, pilas, hay gente que así tenga casa es paila, ratas con casa sí que hay, pero lo hijueputa es el frío, por eso uno carga panela, no es por hambre, eso importa culo. Sonó mi nombre y al que cogieron con dos bolsas de perico (otra irregularidad: según el Art. 376 del Código Penal ello —tener cualquier cantidad menor a 100 gramos de la sustancia —amerita de cuatro a seis años de cárcel, no el mismo castigo que quien orina en un árbol: o sea que este lugar sirve también para cuando los policías, quién sabe basados en qué criterio, deciden no cumplir la ley) me dio la mano porque compartíamos el apellido.

Entrábamos por turnos al mismo pabellón. Debíamos vaciar los bolsillos, desnudarnos y hacer dos cuclillas (porque entran armas y drogas por vía anal) ante unos policías con batas y tapabocas médicos que a veces gritaban, sin abusar de la autoridad como se supondría.

Ya vestidos, llega la separación, unos a un pabellón, otros a otro. Ellos allá, al que en el fondo tiene el cuarto frío para los incontrolables y del que unos saldrán en la mañana a pintar carteleras y murales, familias felices con todo y su labrador dorado, para aprender sobre una convivencia improbable. Junto a este queda un pabellón de mujeres, a las que nunca vimos en el proceso, que tiene una separación para travestis y un Vip para casos como "que llegue el hijo de alguien", y que queda al lado del de salida y frente al lugar que, decorado con carteleras en las que los indigentes se dibujan, por ejemplo, ayudando a viejos a pasar calles, sirve para que los familiares dejen comida.

Y nosotros acá, como ellos, en el frío y la espera. Desde un teléfono que hay llamo por cobrar a mi casa y digo que frescos, lo peligroso ya pasó, aquí es esperar y ya, en serio.

—¿Nada más? —me pregunta mi amiga tras regañarme divertida porque la saludé, por un fetiche musical espontáneo, con un "te hablo desde la prisión".

—Nada más.

Y no, no más. Me desperté de dormir en una banca metálica y aún no amanecía. Dos tipos saltaban moviendo las piernas descoordinados, los brazos cruzados como aprendices torpes de polka. Uno era el del cineclub, sin más que una camiseta, y el otro un señor ahí. Intentaban soportar el frío, como los tres casi abrazados de allá, mientras toda la noche llegaban y llegaban camiones, una señora vendía café aguado a 200 y tiesas mogollas a 300, olía al bazuco que todos tenían, varios acostumbrados al frío dormían, volaban palomas y se oía claro su aleteo, unos fumaban cigarrillos Tropical, otros ofrecían perico que entraron en un zapato, no en el ano.

Y así amaneció y nos llevaron al pabellón de salida, vacío en la noche y en el que un oficial nos llamaba, dependiendo de la hora de la firma del acta de retención, con una de rebaja, para decirnos que nos fuéramos.

En cambio, en la mañana de ahora, el tiempo muerto es para la puesta en escena: todo lo que debería pasar en la UPJ. Estamos, luego de una noche como aquella, en un taller sobre convivencia ciudadana, en el que un policía narra mi peor futuro posible:

—Carlos va por la calle y ustedes, Marlon y Boris, lo van a robar. Pero Carlos tiene una pistola reglamentada y tas, mató a Boris y dejó a Marlon herido. Es defensa propia y va a salir de ese problema. Pero resulta y pasa que Marlon tiene un tío senador y...

—¡Cómo ají! ¡Yo qué voy a tener un tío senador si soy más pobre que un putas!

—Bueno, Marlon tiene un tío senador y Carlos no puede pagar un abogado: ¿qué pasa entonces? Pues pierde el caso y lo que era defensa propia se vuelve intento de homicidio y homicidio agravado, 25 años preso y sale de 50 y quién putas le va a dar trabajo, y como adentro pensó mucho, se quiere vengar, porque así somos los humanos, y mata a la esposa y al puyón y vuelve a la cárcel. Y todo fue injusto, ¿sí o no? Porque así es la vida. Al menos ustedes están aquí por algo, y piensen que son solo 24 horas en las que van a tener mucho que pensar y van a poder recapacitar.

—Huy, créalo, tiempo es lo que hay, hermano —remató el sobrino del senador.

Y si además de la gran oportunidad de darse un tiempo para recapacitar hay futbolito, mucho mejor, esto es una maravilla. Pero la cancha de fútbol en medio del patio, con balón viejo y desinflado que no puede estar peor y por tanto debe ser poco usado, deja claro que esto es improvisado.

El policía que me cuidó semanas atrás es el mejor de un partido que dura bien poco. Había decidido jugar un rato cuando otro le salió con un "hágale, aproveche el desorden".

Aunque desde las primeras reuniones y contactos era claro que no me reconocían —además, claro, yo no hacía ni hice nunca nada para ello—, tenía un temor de que por alguna razón ello pasara. Pero desde que entré al archivo, una habitación tamaño calabozo supe que definitivamente no iban a saber que ya había estado allí y pude estar tranquilo: con los cordones arrancados, así sean de rojo escandaloso, se amarran las actas de retención correspondientes a un día, montones de hojas y hojas con nombres que nadie seguiría, hasta un Ramón Valdés había, nueva demostración de la intrascendencia que seguía tras el partido: todo igual, solo restaba esperar y el policía volvía a llenar sus horas muertas hablando con los retenidos, como el día de semanas atrás, en el que ahora nos quedamos:

—Si se cumpliera al pie de la letra el Código todo el mundo estaría aquí. Si usted va corriendo por la calle, por ejemplo, así sea para alcanzar el bus, puede caer acá por sospecha. Así nomás —y así nomás entendí mejor que, como me dijo alguien días después, estuve de malas: "a uno nunca se lo llevan por eso, están jodones por diciembre, necesitan pa‘ los regalos, o pa‘ beber, es lo más seguro". Entendí que, como la canción de unos punkeros, El Ministerio de la Vagancia, estuve de malas: "No les importa cuántos tengan que embalar, solo completan una cifra y se van a descansar". Y así nomás, tipo tres de la tarde, luego de que lo único diferente eran los almuerzos que llegaban de la esquina, el policía dijo mi nombre.

Al salir vi que de otro lado salía el tipo del calabozo, el que buscó y buscó y metió. Miró y al verme con la mano arriba saludó igual,

se fue y seguro tardó más en olvidarme que en volver a un camión, saludar adentro a los demás, estar 24 horas en la UPJ, salir otra vez, otra vez volver. Casi en el momento en que salía, ya como la imagen de un canal de televisión que no entra, llegaba un camión más: la puerta de la UPJ era como la boca de un animal que come indigentes y a veces otra gente y los vomita y se los vuelve a comer y los vomita y así.

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