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25 de enero de 2011

La historia de mis calamidades

La historia de mis calamidades

Por: Juan Esteban Constaín Croce
David Houncheringer

Mi amigo el suizo, que es trovador y borracho, algo voraz, algo lascivo, me ha traído la estampa. Hecha como todas las que se hacen hoy: en miniatura, con la dureza de los tiempos trepando por cada color. Allí el camastro de la celda, luego la luz, luego la sombra de Cristo. Creo ver también algunos pergaminos, y no me extraña: fue siempre Heloísa, fuiste, una mujer de letras, descifrándolas por igual en griego o en latín, en vulgar (que es muy vulgar, pero yo mismo la uso cuando la carne me llama), y hasta en hebreo: la lengua de Dios que le robaron esos herejes de nariz corpulenta. La veo a ella, te veo, tendida allí sobre esa piedra que debió ser su morada durante estos años, con los ojos ya en el cielo, la belleza todavía rondando su cuerpo —diría yo que devorándoselo por fin, con la lengua; tu cuerpo, Heloísa, tu morada—, y las manos casi en la señal de la cruz. Una se asoma en la distancia, débil, y la otra está abierta como un río, pero la sangre no deja que las aguas corran. Dos cortes precisos, como todo corte, que ya irán al mar; las aguas se desbordan hacia el sur y llevan piedras. Las piedras son el cuerpo de la sangre, su piel. Soy aristotélico, ya lo vais sabiendo, hijos de la gran puta. Y allí abajo, al lado del cuchillo mío, lejos de las polainas, lejos de Dios que es esa línea, estoy yo. O bueno: mi especie, mi imagen. Otra miniatura sin nombre, conmigo desnudo y desfachatado, apenas una manta del Hermano Fulberto tapando mis vergüenzas, que también son encantos, no me vengan con tacañerías. De hecho recuerdo bien cuando me la hicieron, esos dos florentinos del diablo: quítate el hábito, Pedro Abelardo, que la santidad va por dentro. Y yo, que soy un filósofo, qué podía decir: ¡que el cielo perdone mis faltas, y a él clamo, con una sola mano porque la otra me hace feliz!


Sé que el cuchillo es mío porque aun así, en tinieblas, lo reconozco; su voz todavía recorre mi piel, y la parte de ella, la mejor, que me quitó para siempre. Y es mío más que nada en el universo, aunque no lo hubiera sido antes de aquel tajo que me despertó en la noche, años atrás, mientras el dolor me parecía solo una porción más del sueño. Pero no: era un dolor eterno (platónico, no aristotélico) y cada día lo siento más. Nada nos pertenece tanto como lo que nos roba una desgracia. Una parte de mí se fue, y el cuchillo se quedó conmigo. Los verdugos lo dejaron en mi celda por olvido, y yo quise creer que él era, de alguna manera, una nueva forma de mi miembro mutilado. Veo que tú también lo creíste, Heloísa. Por eso, en Navidad, te lo envié en secreto.

No digas, por Dios, que es la venganza: tú y yo no fuimos culpables de nada. Eras una niña cuando tu tío Fulberto (que el diablo lo tenga en su gloria) me pidió ser tu maestro. “Enseñadle algo que no sepa”, fueron sus palabras, y yo me encogí en hombros: ya hablabas latín y griego y sajón y celta y judaico, y provenzal, y glíglico. Ya conocías la retórica, y la mentira. Entonces solo pude amarte. Tenías 17 años; yo ninguno.

Lo demás ya lo sabes: Dios nos obligó a tener un hijo —se llama Astrolabio, nadie lo encuentra— y tu tío nos obligó a casarnos. No sé cuál de los dos fue más perverso. Creo que tu tío, porque fue él quien entró a mi celda, acompañado por tres sombras, y cortó de un golpe mi lanza viril. La fui a buscar al suelo, pero solo estaba el cuchillo. 

Por eso te lo envié, mi Heloísa, y veo que lo has sabido usar según la astucia de tus manos. No fue un cuchillo sino una víbora, allí. Ese pedazo de mí que nos falta a todos.