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17 de noviembre de 2005

Así se opera un corazón

Por: Armando Neira

El corazón no es como lo pintan. El corazón es un músculo poderoso, enrollado sobre sí mismo, de color rojo y violáceo, tan grande como el puño de la mano. Y es, sobre todo, un infatigable luchador que se contrae siempre, en promedio 70 veces por minuto. Así es el corazón de Pedro Pablo Galindo Ortiz, que nació hace 64 años en Villavicencio. "Lo siento bien y fuerte. Lo que pasa es que me duele un poco porque últimamente ha estado solo", me dijo en una habitación de la Fundación Hospital San Carlos, en el sur de Bogotá, a donde llegó el 20 de septiembre para que se lo examinaran. La idea era acompañarlo en una travesía única y definitiva: una operación a corazón abierto. Antes, un detalle que me revelaron los médicos: eso de que su corazón ha estado solo recientemente no es tan cierto. Galindo enviudó hace una década y sus hijos lo abandonaron. Aunque su corazón es fuerte, lo operan para ocuparse de unas válvulas que tiene dañadas.
¿Qué tan grave es esto? Mucho. Me explican que hay una pésima combinación de factores, en los que especialmente pesan su avanzada edad y el gusto diario por el cigarrillo que, según contó en la valoración médica, adquirió desde que tenía 20 años. La historia de su corazón se escribe con números: cuando era un recién nacido le latía 120 veces por minuto; en su condición de adolescente bajó a 80, y ahora en los albores de la ancianidad, en promedio son apenas 60. Es lo normal. Es natural que su corazón haya ido perdiendo potencia, máxime si se tiene en cuenta que tiene una hoja de vida de trabajo monumental. Como el de cualquier ser humano, el corazón de Galindo ha latido unas 4.200 veces cada hora, 100.800 veces cada día y unas 37 millones de veces cada año. 2.368 millones de veces en todo lo que ha vivido antes de entrar a cirugía. Con las válvulas inservibles, en cualquier momento su corazón puede dejar de funcionar. En términos muy sencillos, lo que hace este músculo es expulsar la sangre mediante contracciones coordinadas con los impulsos de su sistema nervioso. Se trata de un trabajo conjunto en una diáfana sinfonía, pues el corazón de Galindo, como el de todos, tiene una línea directa de comunicación con el cerebro. Por eso, cuando murió su esposa, la emoción fue tan fuerte que el cerebro exigió más sangre secretando adrenalina. Cuando el corazón recibió el mensaje empezó a latirle más y más rápido para irrigarle con todo el cuerpo y eso hizo que él, como todos los enamorados, sintiera en el corazón el dolor más profundo por el amor perdido.
Su corazón pasó esa prueba de fuego y puede volver a experimentar miles de sensaciones similares. Para eso debe estar sano, y no hay otro camino que la operación. La fecha señalada es el 5 de octubre. Aquel día, Galindo me miró optimista mientras íbamos a la sala donde se practican las operaciones de corazón abierto. Para tranquilizarlo, le hablé de los atardeceres llaneros, que él evocó con la emoción del que sabe que, si las cosas no salen bien, jamás podrá volver a ver. A pesar de las circunstancias se mostró confiado: "Me siento como un toro".
Entramos a una sala con paredes, techo y piso claros. Un poco fría, pero no supimos si era una sensación real o por lo difícil del momento. El anestesiólogo cardiovascular Alfonso Velandia lo saludó con ternura: "De esta vamos a salir bien, viejito", le dijo mientras le puso una sonda en las venas para dormirlo. Junto a él, un equipo de siete personas trabajaba coordinadamente. Eran las 2:00 de la tarde, la hora en que, en cualquier oficina, otros profesionales como Velandia charlan mientras trabajan. Aquí no hay espacio para las distracciones propias de la conversación, acaso para las de un radio en el que, a medio volumen, sonaba La camisa negra de Juanes. Máximo de concentración y máximo de aseo en el lugar. Recuerdo que antes tuvimos que quitarnos toda la ropa, ponernos uniformes médicos y lavarnos varias veces las manos con jabón para no entrar ningún contaminante. Todo en la sala estaba esterilizado.
El doctor Manuel Gordillo Angulo, cirujano cardiovascular de la Facultad Claude Bernard de Lyon, Francia, y graduado en la Universidad Nacional de Colombia, le explicó a mi compañera de trabajo, la fotógrafa Pilar Mejía, que si se impresionaba mucho era probable que se mareara. El médico sonrió y le dijo: "Tranquila que aquí no se nos muere nadie". Le respondimos que no se preocupara porque estábamos mentalmente preparados. El discurso perdió todo su peso cuando a través de las mangueritas vimos correr la sangre roja, viva, de Galindo, con quien hasta hacía unos minutos conversábamos de los alcaravanes y el olor a hierba húmeda. Poco a poco lo cubrieron con telas y más telas. Todas azules y verdes, algunas de las cuales con orificios como los de una ruana. Aunque en rigor era una persona la que estaba allí tendida en el quirófano, también era cierto que se trataba de un objeto de carne pura a la que había que abrir y reparar.
Tras una pausa, el anestesiólogo le puso un tubo endotraqueal a través de la boca para controlar sus funciones respiratorias y evitar que el movimiento de los pulmones alterara el trabajo. El cirujano actuó con la mayor naturalidad del mundo, esa que solo da el hecho de llevar veinte años tratando a pacientes del corazón a un ritmo de tres operaciones diarias. Un asistente iba limpiando el pecho, el cuello y parte del mentón con yodo.
A las 2:30 p.m. formalmente empezó la operación. Vinieron luego varias escenas, cada una más impresionante que la anterior. El cirujano Gordillo Angulo tomó un bisturí y lo hundió hasta que sintió que tocaba el esternón. La fotógrafa y yo nos miramos y ambos sentimos que nuestras cabezas empezaban a dar vueltas. "Es una impresión inicial", nos dijo uno de los médicos. La incisión fue profunda, pues atravesó la piel y la grasa, que en el caso de Galindo eran de un centímetro de grueso. Luego fue hacia lo largo hasta hacer una apertura de 40 centímetros de longitud. La cuchilla hizo una línea a lo largo del pecho que uno creería delicada, como el trazo de un lápiz, si no fuera por la cantidad de sangre que empezó a llenarlo todo: los guantes de los médicos, las sábanas, los instrumentos. El cirujano tomó una sierra oscilante, de acero puro, y con fuerza cortó el esternón. El sonido de las dentisterías es una canción de cuna en comparación con este ruido parecido al de la turbina de un avión. Cuando la sierra y el hueso hicieron contacto se levantó una estela de vapor por la fricción. Es más o menos como cuando un taladro rompe un andén y el polvo cubre parte de la calle. Para nosotros esto era el final; para el cirujano, el comienzo. Abrió el esternón, uno de los huesos más resistentes del ser humano, en tres minutos.
Luego tomó un separador de dos hojas metálicas con las que expandió la escisión para tener mejor control visual del corazón y sus estructuras vecinas. "Esta estructura está hermosa, qué belleza. esa no tanto", conversaban entre ellos como si se tratara de críticos de arte frente a la delicadeza de un cuadro impresionista. Mi percepción era bien diferente. Vi el corazón envuelto en una membrana de color nacarado, el pericardio, o sea la estructura que lo protege, envuelta en sangre roja, intensamente roja. Y la piel del cuerpo humano era idéntica al tocino que venden en las famas para hacer chicharrones "Es horrible", pensé. No sé cómo, pero el cirujano adivinó mis pensamientos y matizó mi percepción con un comentario: "Así somos todos por dentro: bellísimos, el cuerpo humano es una máquina perfecta". Me tranquilicé pensando que yo también soy así, y no me parece ni feo, ni bonito, ni nada. Sencillamente normal.
Para poder realizar la cirugía, los asistentes conectaron al paciente a una máquina llamada de circulación extracorpórea, que hace las veces de corazón y pulmón, pues bombea la sangre y la oxigena. El cirujano estaba en lo suyo. Los asistentes le dijeron que todo marchaba bien, y él se preparó para un hecho increíble: paralizarle el corazón a Galindo con una sustancia especial. Así de frágil es la vida. Por primera vez, y después de 64 años, con sus días y sus noches, el corazón se detuvo. Se quedó quieto. El cirujano lo hizo para trabajar en un campo limpio y quieto.
Entonces, con un bisturí abrió el corazón a la altura de la aorta, la gran arteria que lleva la sangre a todo el organismo. El cirujano encontró la válvula aórtica que previamente, con una serie de exámenes -ecocardiograma y cateterismo cardíaco-, sabía que estaba lesionada. Me explicó que también tenía averiada la válvula mitral y la tricúspide. Luego me dijo que iba a extraer las válvulas mitral y aórtica. A estas alturas yo ya no diferenciaba nada de nada. Él, metódico, con un tacto de relojero, las reemplazó por válvulas artificiales hechas de un material supercompacto, sólido y resistente de carbón pirolítico. Cuando creyeron que todo estaba bien empezaron a suturar el corazón mediante puntos especiales protegidos con almohadillas de teflón. Gordillo reparó la válvula tricúspide con puntos especiales, luego comprobó su buen funcionamiento y cerró las incisiones hechas en el corazón, también con ese tipo de puntos. Después vino un hecho profundamente conmovedor. Los médicos permitieron que la sangre volviera a circular y el corazón de Galindo comenzó a latir de nuevo. Su más poderosa máquina, de apenas 1.000 gramos de peso, había dejado de trabajar una hora. Eran casi las 4:00 de la tarde.
Luego, gradualmente empezaron a desconectar la máquina a medida que el corazón volvía a funcionar hasta que se estabilizaron los signos vitales. El equipo médico empezó a revisar que lo que ellos llaman campo quirúrgico estuviera bien. Al comprobar que no había sangrado, cerraron el esternón con alambres especiales para darle solidez y permitir que soldara de nuevo. Son seis alambres de seis centímetros que cosieron con una aguja de acero inoxidable y que pasaron a través del esternón. "Así vuelve a cicatrizar normalmente", nos explicaron.
Y luego cerraron la grasa y cosieron la piel con hilos absorbibles que no es necesario retirar posteriormente porque la tecnología ahora permite que se disuelvan en el organismo. A las 9:00 de la noche de ese miércoles 5 de octubre, Galindo se despertó y luego volvió a dormir plácidamente. Soñó con los rojos suaves, fuertes, pálidos y brillantes de las tardes de enero de los Llanos Orientales.
En vista de que el corazón requiere mucha ayuda, medicamentos y que sus pulmones necesitan el apoyo del ventilador, decidieron dejarlo entubado durante dos semanas en la unidad de cuidados intensivos del mismo hospital. La gente que trabaja allí lo acogió como a un familiar. Le brindaron todo el apoyo, lo consintieron y le conversaron para espantarle la soledad.
Pero se presentó un imprevisto que sucede muy raras veces: a partir de una infección pulmonar se complicó con una septicemia (infección que va por la sangre) y que llegó al mediastino, a la cavidad donde se encuentra el corazón. La situación era extremadamente delicada porque allí empezó a crecer una temible bacteria llamada estafilococo, resistente a los antibióticos que venía recibiendo. Tuvieron que volver a abrirlo para una reintervención. Se programó para el miércoles 19 de octubre. La idea era limpiarlo y erradicarle así la bacteria. Pero no solo con antibióticos especiales, sino practicándole un lavado exhaustivo con suero fisiológico. De nuevo, a iniciar el suplicio. El bisturí para la piel, la sierra para el esternón, la sacada de los alambres con las pinzas, el retiro de los tejidos con las manos.
Técnicamente, lo que los médicos hicieron fue sacarle los tejidos desvitalizados y rasparle el hueso para avivar sus bordes. Dejarlo sano. Luego lo cerraron cuando sintieron que la infección estaba controlada.
La noche del 20 de octubre salimos del San Carlos. Quedaba Galindo en recuperación, vigilado por los médicos y las enfermeras del hospital y con la esperanza de unos años más por delante. Antes de
despedirnos nos repitió: "Estoy como un toro". Lo dejamos completamente solo en la habitación. No lo acompañaba nadie. Solo su corazón.