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17 de junio de 2002

Testimonio

Botero por Botero: el maestro en palabras de su hijo

Juan Carlos Botero apunta con su pluma a los años en que su padre, el maestro Fernando Botero, convertía lo cotidiano en historias mágicas. Recuerdo de un tiempo en que la familia bebía caldos de ojo y pasaba los domingos navegando en lagos infestados de pirañas e imaginación.

Por: Juan Carlos Botero

Hace muchos años, cuando Fernando Botero era todavía un pintor desconocido, una universidad en Bogotá lo invitó para que dictara una conferencia sobre la técnica del fresco que él había aprendido durante un viaje reciente a Italia. Pero más que una conferencia, mi padre se imaginó que sería una experiencia semejante a otras que había tenido en distintas universidades: una charla informal con unos cuantos estudiantes tomando café en un salón de clases. Así, cuando llegó al recinto y vio que se trataba de un auditorio con medio centenar de personas, podio y micrófono, y la primera fila llena de jóvenes con los cuadernos abiertos y los lápices listos para tomar apuntes, fue tal su desconcierto que sólo pudo trepar con pavor al escenario y afirmar: “Lo siento, pero yo no tengo nada que decir”. Y en medio del silencio estupefacto del público se escapó por la primera puerta que encontró abierta, y hasta ahí llegó la conferencia.

Es irónico, porque mi padre tiene mucho que decir y lleva años haciéndolo a través de su obra. Su historia como artista quizás no tiene un punto de partida específico, porque él empezó a hacer dibujos desde que era niño, pero sí hay un momento de viraje total, un instante de clarividencia feliz que reordena los años de búsqueda anterior y traza el nuevo rumbo a seguir. Un día de 1956, en ciudad de México, al cabo de varios años de pintura incansable, Fernando Botero dibujó una mandolina con un diminuto agujero en el medio. Ya es leyenda lo que significó para el pintor aquella experiencia definitiva: de pronto, sobre el papel, la mandolina multiplicó su tamaño y las proporciones sufrieron un cambio radical. Por primera vez, aquel joven de 24 años vislumbró una posibilidad plástica original, y más de cuarenta años después la sigue explorando, pues en ese hallazgo radica la esencia de su estilo, un estilo que hoy es reconocido y aplaudido en el mundo entero.

Sin embargo, el camino hasta ese momento, así como el que siguió, no fue para nada fácil. Mi padre viajó a Europa y luego a Nueva York cuando el arte abstracto tiranizaba el mundo de la creación. Como sucede siempre, el círculo de artistas dominante era estrecho e intolerante, y para asomar la cabeza había que hacerlo a codazos. Además, él proponía un arte figurativo con volúmenes preñados de sensualidad, acompañado de un decidido rescate de la pintura italiana del Renacimiento. En cambio, el medio en el que debía trabajar (y más grave aún: en el que se debía sobrevivir) rechazaba el tema, reclamaba la bidimensionalidad y desconocía al pasado como el maestro más fecundo. Entonces comenzó la guerra, porque él no sólo tenía que crear una obra, lo cual es una tarea bastante difícil para cualquier artista, sino que además la tenía que imponer contra viento y marea.

Por eso, su vida está marcada por la obsesión de la pintura. Incluso uno de los primeros recuerdos que tengo de mi padre es idéntico al último: trabajando. Tendré apenas un par de años, y veo un estudio enorme, magnificado por la perspectiva de la niñez, y lo observo de pie, trabajando sobre un lienzo, retirándose unos pasos para estudiar sus trazos y luego acercándose a la tela para seguir pintando. Esos primeros años los pasamos todos en Nueva York, pero a mi papá lo veíamos poco, sólo los viernes por la tarde, pues para entonces mis padres ya se habían divorciado. Fueron tiempos muy duros para él. No tenía un centavo y padeció el hambre y el frío en carne propia. Quizás por eso se dedicó a darles a sus hijos lo único que tenía de sobra: imaginación. Era una imaginación un poco macabra, sin duda, pues nos contaba las historias más insólitas, varias de las cuales, aun hoy en día, sigo descubriendo como invenciones suyas a pesar de haberlas creído como ciertas durante años.

Por ejemplo, cuando mi padre nos invitaba a comer, para que la cena fuera algo memorable, con frecuencia él nos preparaba sopa de ojos. El plato fuerte consistía en calentar una sopa de tomate enlatada y, al final, cuando ninguno de los tres estaba mirando, le agregaba los ojos de vidrio que utilizaba en sus esculturas de la época. Para no ir a darnos cuenta de que los ojos eran falsos, mi padre nos indicaba que esas pupilas desorbitadas no se debían comer, ya que sólo servían para darle el sazón al brebaje. Así, mientras conversábamos como si todo aquello fuera lo más normal del mundo, nos tomábamos la sopa examinando esos ojos abiertos bamboleando en la superficie roja, mirándonos fijamente.

En otra ocasión, mi padre nos llevó al parque central de Nueva York y alquilamos un bote de remos. Bogamos en el lago y nos detuvimos debajo de un puente sobre el que transitaba el tráfico intenso de la tarde. Allí, sentados sobre unas rocas, él nos contó en secreto que esas aguas estaban infestadas de pirañas y que en aquel lugar vivía Tarzán con una tribu de caníbales. De pronto, gritó con las manos en bocina que venían unos caníbales que preferían la carne de niño por ser más tierna, entonces corrimos sobre el agua y arrancamos a remar en medio de una imaginaria lluvia de dardos envenenados.
Así era un día cualquiera con mi padre. A falta de dinero él convertía lo cotidiano en mágico, y como sólo lo veíamos una vez a la semana el recuerdo tenía que ser lo suficientemente especial para que durara hasta la semana siguiente. Claro, a veces nos moríamos del susto con sus fantasías. Una tarde nos contó que, en cierta academia militar, los soldados eran admitidos a través de un rito atroz: a la hora del reclutamiento, en el instante de rasurar a los jóvenes, de pronto el barbero les asestaba un tajo tremendo en la mejilla y los dejaba marcados para siempre con una cicatriz de media luna. No dijo nada más pero luego, cuando regresamos a su apartamento, mi padre se demoró en el baño y al salir tenía el rostro cubierto con espuma de afeitar y un largo cuchillazo de salsa de tomate. Con absoluta calma declaró: “He decidido ingresar a la academia militar”. Recuerdo que mi hermana arrancó a llorar, mi hermano perdió el habla y creo que yo me desmayé.

Pero no todo era magia y diversión en ese tiempo. Más bien eso era la excepción en una carrera desesperada contra la pobreza y el anonimato. Los obstáculos eran, por supuesto, colosales. Su primera exposición en Nueva York la reseñó el New York Times como la muestra del “caricaturista Botero”, y sus figuras, de acuerdo con una revista de prestigio, “parecían un aborto de un hijo de Mussolini con una campesina italiana”. Sin duda, esa era la otra cara de la moneda. Luego, poco a poco, a fuerza de tenacidad y disciplina, mi padre fue cosechando un éxito que crecía a diario. Incluso Peggy Guggenheim, sobrina del fundador del Museo Guggenheim de Nueva York y dueña de la célebre colección de arte en Venecia, llegó a afirmar que los tres pintores más importantes del siglo XX serían Bacon, Picasso y Botero. Sin embargo, a mediados de los años setenta, ocurrió una tragedia que nos cambiaría la vida a todos. Para entonces mi padre se había casado con Cecilia Zambrano, y de ese matrimonio nació mi hermano menor, Pedrito. En ese tiempo, a raíz de un secuestro, la familia se había dispersado y yo acabé en un internado parecido a una escuela militar. Recuerdo que era invierno cuando supe la noticia: en un accidente de tránsito en España, Pedrito, quien sólo tenía cuatro años, había muerto, y mi padre casi pierde la mano derecha. Esa experiencia lo cambió, en efecto, pero en vez de sacarle el cuerpo al dolor, él se encerró en su estudio para asumir la pena y pintar a Pedrito una y otra vez, y de esa época son aquellos cuadros tan bellos y desgarradores.

Hoy en día, Fernando Botero es distinto al joven que comenzó pintando toros en Medellín. Vive feliz con su esposa, la artista Sophia Vari, y sigue trabajando igual a una locomotora. Tanto, que cuando concluyó su exposición en la Plaza de la Signoria, en Florencia, donde sus esculturas obtuvieron el aplauso sin reservas del mundo artístico, regresamos a su casa en el pueblo de Pietrasanta, y creímos que luego de aquel éxito abrumador y del intenso trabajo que exigió la muestra, él se tomaría unos días de descanso. Sin embargo, al día siguiente, mientras todos reposábamos del trajín agotador de Florencia, mi padre se había despertado temprano y ya estaba encerrado en su estudio, empezando una nueva escultura.No obstante, a la vez mi padre sigue siendo el mismo que llegó a Nueva York sin un centavo. Mantiene intacto su acento paisa, el cual se le nota en los cuatro idiomas que domina, a tal punto que Pedrito siempre le preguntaba: “Papá, ¿por qué hablas francés en español?” Tampoco ha olvidado sus orígenes. Cuando mi padre llegó a los Estados Unidos a comienzos de los años sesenta, alquiló un cuartico miserable para vivir y pintar. Tirada en la calle encontró una silla desbaratada que él mismo remendó, y ese fue el único mueble que poseyó durante meses. Por esas vueltas que da la vida, hace unos años un amigo que heredó aquella silla ruinosa y salpicada de colores se la regaló en un gesto al pasado, y hoy es la que usa, en su taller de Nueva York, para estudiar el cuadro que está pintando.

En todo caso, el día del dibujo de la mandolina, Fernando Botero se asomó a un mundo. Hoy, luego de décadas de trabajo, ha poblado ese mundo y lo ha vuelto un universo propio. En contraste con la fuerza con que lo construyó, lienzo a lienzo y bronce a bronce, ese universo se caracteriza por la placidez, la serenidad y el deleite visual. En su obra no hay gordos. Hay, en cambio, volúmenes rebosantes de sensualidad, formas descomunales llenas de luz, una luz interna, jamás externa, y un tiempo inmóvil que sugiere la eternidad. Es un universo no tanto mudo como susurrante; hasta el choque torrencial de una cascada no parece tronar sino murmurar. Es un universo que uno quisiera devorar: colores y objetos que, quizás por su sugestiva voluptuosidad, hacen la boca agua, y donde las cosas más inertes se vuelven apetitosas. Es un universo que refleja una dicha vital y de ahí la presencia del erotismo, pero no es un erotismo que nace de pasiones volcánicas sino más bien de una atracción dulce y calmada. Es un erotismo sereno. Se trata de un universo, en fin, que irrespeta la realidad, y eso es lo que a mí más me gusta. De ahí las deformaciones increíbles, y las perspectivas audaces, y las situaciones que desafían la imaginación, como una piscina demasiado estrecha para el bañista o un toro demasiado grande para el matador. Hay, en efecto, un irrespeto por la realidad, por la sencilla razón de que prima la lógica de su realidad. Su realidad, marcada por la armonía, el ennoblecimiento de las cosas y el apego a la vida.

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