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9 de julio de 2008

Crónica SoHo

Caballo pobre

Se llama Cenizo. Tiene siete años y medio y empezó a trabajar los dos años. O tal vez antes: si no se acuerdan sus dueños, menos va a acordarse él.

Por: Luis Fernando Afanador
A las 8:00 a.m. se inicia el día de trabajo para Cenizo, un caballo que lleva cinco de sus siete años y medio jalando una zorra de recicladores. | Foto: Luis Fernando Afanador.

Por eso nunca sabremos dónde nació, de dónde vino, quiénes eran sus padres. Llegó un día al matadero de Patio Bonito, en el occidente de Bogotá, con otros caballos, y Yolanda Rátiva lo vio y le dijo al vendedor: "Ese, ¿en cuánto?". Y, después de regatear un rato, lo compró por 700.000 pesos (hoy vale 1.000.000). Se lo llevó para su casa en el barrio El Amparo, en la calle de los zorreros. Le pusieron la jáquima, el cuello, la arretranca. Lo pasearon por las calles del barrio: sirvió. No se asustó. Sirvió para el extraño oficio de tirar una pesada zorra por las calles de Bogotá. Miles de kilómetros y jornadas de más de trece horas. No es el mejor destino para nadie, ni siquiera para un caballo, pero habría podido ser peor.

Si Cenizo no hubiera servido para ese oficio, tal vez lo habrían devuelto. Y tal vez, su antiguo dueño, por unos pocos pesos, lo habría feriado en un matadero clandestino para que lo descuartizaran y vendieran su carne a pedazos.

Sin duda, habría podido ser peor. No solo por el triste final en un matadero clandestino sino por la alta posibilidad de caer en otras manos. "Yo amo a mi Cenizo", dice Yolanda. Pero eso no es lo usual, esa parece ser la excepción a la regla en la vida de estos caballos. Sí, la constante es el maltrato. Y de qué manera. Caballos con cáncer obligados a trabajar, con fracturas sin curar, descaderados, con infecciones, con hemorragias, con llagas que les esconden con grasa; caballos muy viejos y mal alimentados que no solo no tienen un día de descanso sino que a la extenuante jornada les precede a veces una carrera de zorras. "El Cenizo es muy noblecito", dice María, la hermana de Yolanda y su acompañante habitual.


Cenizo duerme en un pequeño cuarto de tres metros cuadrados adaptado como establo. En la casa de María, a la vuelta de la casa de Yolanda. Al lado del cuarto de Cenizo hay más cuartos-establos en los que duermen otros caballos. El espacio no es muy cómodo, tampoco hay el suficiente aserrín. Los caballos duermen como los humanos: se acuestan, estiran los pies. Pero Cenizo no tiene derecho a quejarse, en el segundo piso de la casa duermen, más incómodos, María, su esposo y sus hijos; su sobrina y sus hijos. Tampoco tendría por qué quejarse de la alimentación: zanahoria, amero, algo de pasto, lechuga y melaza.


Hoy es jueves, día de recolección de basuras, día de trabajo (los otros días son martes y sábado). A las 8:15 a.m. llega Yolanda a recoger a Cenizo. Lo enlaza, lo deja afuera de la casa mientras habla un rato con María para resolver un problema: tienen un caballo enfermo, con chancro, y tienen que arrendar uno para reemplazarlo. El arriendo cuesta $50.000 semanales (en este negocio, como en el de los buses, también existen los grandes propietarios). En las calles destapadas de El Amparo, en esos barriales que ellos llaman "el pichal", proliferan las infecciones. Cenizo, mientras tanto, se olfatea y marca territorio con Yayito, el caballo de María y su marido, Roger. Y aprovecha para hacer sus necesidades: un excremento blando de un fuerte color naranja. Yolanda lo lleva hasta el frente de su casa, lo amarra cerca de la zorra. Antes de salir deberá organizar la casa y hacer el desayuno de sus cuatro hijos pequeños que quedarán al cuidado de su madre. A Yolanda la abandonó su marido para irse a vivir con otra zorrera.


Es hora de alistar a Cenizo. Yolanda lo limpia con un estropajo para quitarle el pelo caído y el sudor. Luego le pone la jáquima, el cuello, la arretranca y lo engancha al vagón. En el único asiento, se acomodan Yolanda, María y su bebé, Lauren Michel, de un mes de nacida. A pesar del riesgo —y las prohibiciones— tienen que llevarla con ellas porque todavía recibe pecho y otro niño sería ya demasiada carga para la abuela. A las 8:40 a.m. parten. Se inicia la larga e incierta jornada en busca de papel, cartón y, si cuentan con suerte, cobre y aluminio, lo más apetecido porque es lo que da más utilidad (lo compran los chatarreros de la zona). Adelante va la zorra de Roger con Yayito, un caballo joven y brioso —"más loco", dice María— marcando el ritmo.

Lentamente va quedando atrás El Amparo con sus calles destapadas. Ahora es el pavimento, el tráfico, el ruido de las avenidas. Un medio completamente hostil que le produce un gran estrés al caballo. Hay algunos que no lo resisten y les da infarto o se enloquecen y se estrellan. Esto último es lo más frecuente en Bogotá con los caballos de las zorras, según lo constata diariamente la Asociación Defensora de Animales. Cenizo, a sus siete años y medio es un caballo viejo, lo cual quiere decir más resignado, igual que los humanos. Tal vez ya no se va a infartar, ni se va a enloquecer, pero eso no implica que se haya librado del estrés. O del riesgo inminente de ser atropellado por un vehículo. Por cierto, la palabra inglesa stress nació de las carreras de caballos. En el último tramo de la carrera, muy cerca de la meta, cuando los jinetes se encontraban alineados y muy cercanos entre sí, "estresaban" a sus caballos para que hicieran un último esfuerzo y así ganar la competencia.


Cenizo va por la avenida de Las Américas. Con su estrés controlado y su trote. Que no es suave, que tiene algo forzado, incómodo. Siempre se le ve ladeado, aunque todavía no lleve mucho peso, como ahora. Puede ser una lesión en su columna por antiguas cargas o puede ser un problema en el herraje. Lo usual es que estos caballos tengan un mal herraje porque es costoso y los zorreros prefieren evitarse ese costo, haciéndolo ellos mismos. Pero no es igual —herrar es todo un arte— y un mal herraje trae graves consecuencias: resquebraja los cascos, afecta los tendones y los huesos, produce dolor y cojera. Los cascos de Cenizo, desde lejos, se ven en buen estado. Pero no resisten un primer plano. Se ven las señales evidentes de un herraje no profesional. Y así lo tuviera, tampoco sería suficiente. Los cascos de los caballos están diseñados para tierra, no para el pavimento.


Al rato, sin ningún pudor, vuelve a moverse el estómago de Cenizo: otra vez los excrementos acuosos y anaranjados. Signo de que su alimentación no era tan buena como parecía o, al menos, no es muy balanceada. La zanahoria, el amero y la melaza son alimentos adecuados pero hay que combinarlos con sal, vitaminas y concentrado a base de cereales. Y hay que comer más pasto y evitar la lechuga, que produce gases. El estómago de los caballos es delicado, propenso a los cólicos, a la parasitosis, a las rupturas intestinales.


De Las Américas a la avenida Ciudad de Cali. Allí los espera la zorra de Roger para cargar varios bultos de polvo de aluminio que recogen de una fábrica. No es gratis, tienen que pasarle un billete de 5.000 al portero. Ahora los porteros conocen el valor de la basura y quieren también su participación en la cadena del reciclaje. Los bultos pesan bastante y deben subirlos entre los tres. Es la primera carga de la jornada y, sin duda, Cenizo se da por notificado. El consuelo es que no habrá otra más pesada. El consuelo es que sus amos se dedican al reciclaje y no al transporte de desechos de construcción que termina reventando a los caballos. Un día se tiran al piso y no quieren volver a moverse. Les pegan y les pegan —a veces con cadenas de bicicletas— y nada: quietos, no se mueven. Hasta que los vendan a un matadero clandestino por 100.000 pesos o se los lleven a curarlos en la Asociación Protectora de Animales, si dieron con la suerte de que antes alguien se compadeció y puso el denuncio.


De la avenida Ciudad de Cali a la avenida 68 y de ahí al barrio J. Vargas, de casas bonitas y antejardines. La zorra empieza a recorrer el barrio en busca de bolsas de basura y en una parada Cenizo se da unas grandes medias nueves de pasto. No hay bultos de zanahoria ni pilas de amero que valgan: el pasto es el alimento perfecto para los caballos. Pasto verde, con nutrientes y vitaminas que no tiene el pasto seco y que mejoran su funcionamiento digestivo. El alimento para el cual se encuentra diseñada su mandíbula y sus dientes. Pasto y caballo, como hace millones de años. Pasto y caballo: el binomio de siempre, la asociación inmediata. Más que cualquier ecologista o urbanista, Cenizo puede dar cuenta del predominio del cemento en Bogotá y de la aterradora disminución de sus prados. Hasta la calle 98, arriba de la carrera 15, seis horas más tarde, no volverá a encontrar ese manjar. En el Siete de Agosto le darán cáscaras, frutas, pero no será lo mismo, él no se deja engañar.


Del J. Vargas al barrio Modelo. Del barrio Modelo al Siete de Agosto. Varias horas dando vueltas por allí. Ya no son los trayectos largos por las avenidas, ahora, ubicada la zorra en una zona, da vueltas y vueltas en busca de las basuras valiosas. De pronto, una parada más larga de lo acostumbrado, un descanso inusual. ¿Qué ha pasado? La zorra pinchó, hay que buscar una estación de gasolina. Lo cual no es fácil: hay pocas que quieran prestarle sus servicios a un zorrero. Pero como esta vez no son zorreros sino zorreras, hay un recurso a favor: Lauren Michel, la pequeña. Los empleados finalmente se conmueven y les prestan el servicio. Aunque surgió un problema adicional: por haber andado tanto con la llanta pinchada, esta se estropeó y el arreglo va a costar más: 15.000 pesos. ¿Ese imprevisto no le incumbe a Cenizo? Desde luego que sí. El descuadre de su dueña por el gasto extra implicará alargar su jornada de trabajo para alcanzar a cuadrar caja. Yolanda, para salvar el día, debe conseguir como mínimo un material que pueda vender en 70.000 pesos.


En las horas de la tarde la zona de búsqueda quedará concentrada en los sectores de El lago y El Chicó. Vueltas y más vueltas. Por la carrera 15 hasta la calle 100 y regreso por la carrera 11 hasta la calle 77 para volver a comenzar. Un circuito que parece interminable. Por fortuna, Cenizo no tiene sentido del tiempo. Y, aunque sean muchas las veces que pase y vuelva a pasar por estos lugares, parece invisible. Ahí está, frente al Centro Andino a las 6:00 p.m. con su figura ladeada, inconfundible, atrapado en un trancón, y nadie lo ve. O nadie quiere verlo. En el último censo —poco fiable— realizado en el 2004, había 3.400 caballos como Cenizo trabajando en las calles bogotanas. Hoy ese número debe haber aumentado considerablemente, pues ahora también los desplazados se han dedicado a trabajar con zorras. Se sabe vagamente de los caballos que circulan por las calles pero no se tiene conciencia de que son un número escandaloso. Bueno, no seamos injustos, hay quienes sí los visualizan en el paisaje urbano. Una señora colombiana que vive en Estados Unidos y aparece súbitamente, quiere tomarse una foto con la zorra de fondo. Le parecen divinas y exóticas porque "de eso no hay allá".


A las 6:30 p.m. se desgaja un aguacero que es una bendición para Cenizo: en los charcos que se forman en el pavimento irregular puede tomar agua. Un alivio momentáneo que pagará con dolores estomacales: mientras se hace ejercicio fuerte no se debe tomar agua porque el sistema digestivo trabaja más lento y no lo asimila bien. Y todavía falta bastante tiempo para terminar la jornada de trabajo. El vagón solo se ha llenado en una tercera parte, mucho cartón y papel, y eso apenas son como 30.000 pesos. Faltan varios circuitos y el largo camino de regreso a casa. Me quedo mirando a Cenizo y le digo a María: "Se ve agotado, mírele los ojos de cansancio". Ella me responde: "No, él siempre es así. Muy tranquilito".


Finalmente Cenizo llegará a descansar a su casa de tres metros cuadrados a las 11:20 p.m. (y con una carga de 40.000 pesos). Tendrá un día entero para hacerlo y estar disponible para el próximo sábado. Y debe estar agradecido de que se lo permitan y no lo alquilen el viernes para recoger basura en otras zonas de la ciudad con otros horarios. Tiene siete años y medio y en teoría le quedan dos y medio para la jubilación. ¿Dejará de trabajar a los 10 años, como le corresponde? Quién sabe, la Asociación Protectora de Animales ha encontrado caballos hasta de 19 años trabajando. Por lo pronto su vida de trabajo seguirá igual y la decisión está en manos de Yolanda. No del Estado con sus leyes inútiles, que no ha resuelto nada y que ha sido incapaz de encontrar una solución al dilema: pobres gentes versus pobres animales. Esas gentes siguen igual de pobres y esos caballos siguen y seguirán jodidos, soñando con otra vida. ¿Tienen sueños los caballos? No lo duden: cuando se revuelcan felices en el pasto, sueñan con otra vida, cuando eran felices en las estepas, hace millones de años, antes de que aparecieran los seres humanos.
 


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