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14 de noviembre de 2007

Capitulo 2

Por: Texto y fotos Andrés Felipe Solano
Equipo con el que trabajé codo a codo en la bodega. Nunca supieron quién era en realidad. | Foto: Texto y fotos Andrés Felipe Solano

Capítulo II

Tengo hambre y quisiera comprar una bolsa de churros recubiertos de azúcar, pero no me alcanza la plata. Mañana deberían pagarme mi cuarta quincena y ahora solo me queda lo del bus. Hago fila en el paradero del 069, la ruta que desde hace dos meses tomo cada día para ir a mi barrio. Son las siete de la noche y acabo de salir de la fábrica. Los churros valen mil pesos. El bus, mil cien. Tendría que pedir prestado, pero la pregunta es a quién. No sé. En el trabajo todos estamos igual: en las últimas. Menos mal que Lucero Carrasquilla me espera en casa. El mes pasado le tuve que pagar cinco días después de lo convenido. Una niña embarazada se ha sumado a la fila y compra una bolsa de churros. Ya somos seis en el paradero: un viejo con unas cantinas de leche desocupadas, dos señoras de mediana edad que chismosean entre risas, un hombre sin la pierna derecha, la niña encinta y yo. Todos los días veo media docena de muchachitas con la barriga crecida en uniforme de colegio.

Los churros huelen muy bien. El hombre que los prepara lo hace con toda la curia del caso. "Curia". Así dicen los paisas al trabajo hecho con el mayor de los cuidados. El lenguaje clerical, heredado de la asfixiante presencia de la Iglesia en sus vidas por tres siglos se cuela por todos los rincones del habla de los antioqueños. Cuando doña Lucero Carrasquilla anuncia a cuatro voces que va a dedicar el día a limpiar la casa a fondo, suelta un sonoro:

—Ahora sí vamos a sacar al demonio.

En el paradero del 069 descubro que mi zapato derecho tiene una mancha de pegante y no tiene cara de salir con facilidad. Quisiera comprar un par de tenis que el otro día vi en el Hueco, ese mercado gigante en el centro de Medellín que queda a unas cuadras de aquí. En el Hueco todo huele a contrabando y es fácil caer en la trampa de toda vitrina: "Tú acá y yo allá". De ambos deseos primarios, dulces recién hechos y ropa nueva, se compone una parte de mi nuevo mundo. No tener dinero es como andar por la calle desnudo o haber perdido a la madre en la infancia. Es difícil luchar contra este sentimiento de orfandad. ¿Pero qué es tener dinero? ¿Y si se tiene dinero, qué se es? Dicen que la única manera de dejar de pensar en el dinero es tener tantísimo que ya no importa su valor. ¿Y cómo se hace? ¿Traficando droga?

No debería quejarme. Uno de mis compañeros en la fábrica gana lo mismo que yo y tiene un hijo. Sin duda, lo ayuda que su mujer también trabaje. Acaba de pasar de secretaria a vendedora con comisión y moto en una empresa que vende llantas para tractores. Él está feliz por ella, pero también sabe que a la hora de las peleas su salario mínimo es una pompa de jabón como escudo frente al de su señora. Así la llama: "Mi señora". Yo no tengo señora, pero preferiría tener señora antes que dinero. Mi compañero de la fábrica estuvo unos nueve años en el Éxito, también de bodeguero. Qué nombre para un almacén de cadena: el Éxito. Cuando lo despidieron, le pagaron un millón de pesos por año trabajado. Cada diciembre, entonces, recibía aguinaldo, bonificación y prima. Cuando le pasaron la carta de despido, lloró como un niño. "Un mes completo llorando", me dijo en un almuerzo. Si no lo hubieran corrido, se habría jubilado en unos años más.

Por suerte, en media hora estaré sentado en la mesa de mi casa con un abundante plato de comida recién preparada. Los churros eran un antojo idiota; los tenis, una vanidad. Cuando sean una necesidad, veré qué hacer. Además, me gustan mis zapatos viejos. Pero me atormenta una duda: ¿y si llego estrenando será que la mujer de la fábrica que me gusta me mirará por fin? Para amar se requiere plata, y a veces más que para otras cosas. La poderosa economía del amor. Podría pedir que me presten para comprar los tenis. Valen 70.000 pesos. Pedir, pedir, pedir, pedir, pedir. ¿Pero a quién? O tal vez podría sacar un par a crédito en Flamingo, pero serían otros tenis. No esos que quiero. Ese almacén es la salvación de unos y el grillete de una legión. Llegas, te abren una cuenta con apenas dar tu nombre y sales con lo que has deseado todo el mes. Luego vuelves al mes siguiente. O a los quince días. La gente hace fila para entrar a un lugar como Flamingo. No me gustan las filas. Cuando me paguen, preferiría jugar a la lotería. O entraría a uno de los nuevos casinos que abrieron en el centro. El azar podría ser un remedio contra la escasez.

Una solución que no dependa de la suerte sería acudir a un usurero. Una vecina del barrio suele pedir plata prestada a través de una modalidad atroz que se llama "el pagadiario": llamas al celular de un muchacho de la cuadra que siempre tiene efectivo, él te presta sin papeles ni fiadores y a las dos horas tienes tu plata. El problema viene cuando no pagas. Entonces, el muchacho golpea dos, tres veces, tu puerta el mismo día. El muchacho viene por ti a la semana. El muchacho deja de ser el muchacho y ya no tiene celular: tiene otra cosa en las manos y, en un segundo más, puedes ser carne de muchacho.

Busco en mi bolsillo derecho y confirmo que las monedas con que debo pagar el bus están allí. ¿Qué haría si las perdiera? ¿Solo se puede vivir con dinero? Aquí viene el 069. Está repleto. Allí va el 069. Mientras espero el siguiente bus, recuerdo una frase: "Es mejor ser rico que pobre". Nunca entendí por qué se volvió tan famosa. Me pregunto cuánto sería un salario mínimo decente. ¿Ser pobre es ganar el salario mínimo? No, si creemos en los informes del Departamento Nacional de Planeación, no lo es. En una ciudad, se denomina "pobres" a los que reciben 245.000 pesos al mes; en el campo, a quienes viven con 165.000. El hombre de los churros desarma su puesto, pero no puedo evitar seguir pensando en el dinero. ¿Se trata de no desear nada? ¿Si en verdad hubiese nacido en un barrio popular de Medellín, qué ruta habría elegido? ¿La del dinero fácil? Nunca lo sabré. En todo caso no desearía estar muerto. Si uno está muerto, no desea nada.

Ya son las siete y media. No entiendo por qué se tarda tanto el otro 069. Tres señoras que llegan a la fila me proponen que nos vayamos en un taxi. Sería perfecto: hay un partido de la Copa América que empieza en un cuarto de hora. Si espero el bus me demoraría media hora hasta llegar a la casa. Les digo que sí. Caminamos hasta la otra esquina y me acuerdo que tengo 1.100 pesos en los bolsillos. Nada más. Cada uno tiene que poner 1.300 para el taxi. Le digo en voz baja a una de las señoras que me faltan 200 pesos. "Mijo, pero qué le pasa. Vamos, a ver", me reprende indignada. Contra la falta de plata, a veces queda la solidaridad. Los ricos no suelen ser solidarios. Es mejor ser pobre que rico. La gente no es rica ni pobre: es gente. "En Colombia, el 44% de la gente vive en la pobreza", decía el periódico de hoy. Paramos un taxi, pero antes de montarme rebusco en el bolsillo izquierdo y descubro un papel arrugado. Es un billete de 1.000 pesos. Los 1.000 del paquete de churros que no me compré.

Capítulo III?

1 Las cien personas que trabajan en la fábrica de ropa Tutto Colore apenas se han dado cuenta de mí. Podría haber sido un actor, pero soy tan invisible que más parezco un extra. Quisiera creer que todo se trata de una gran impostura, pero la verdad es que ya soy un bodeguero: llevo un mes siéndolo, unas diez horas al día. Durante estas cuatro semanas en la empresa he repetido un puñado de frases que apenas varían: "Sí, señor. No, señor. Ya mismo lo hago". He aprendido a moverme con la agilidad de un pez vela por el segundo piso, donde está mi puesto de trabajo.

Cada día almaceno bolsas con prendas de vestir en unos estantes de metal que parecen el costillar de un transbordador espacial. Llevo también un inventario de camisetas y sudaderas sobre una mesa tan larga como la del comedor de un colegio y recibo con humildad benedictina órdenes de mi jefe, un hombre neurótico que nos prohíbe oír música a mí y a mis compañeros de faena. En los otros pisos de la fábrica, los operarios fruncen menos el ceño. Se relajan oyendo rancheras, merengues, baladas. Nosotros trabajamos sin banda sonora. Si pudiéramos balbucear alguna canción, la que fuera, estoy seguro de dos cosas: 1. Que los hombres con quienes trabajo dejarían de obsesionarse en hablar sobre la manera de complacer a sus mujeres y 2. Que yo no desarmaría mentalmente mi vida una y otra vez como si se tratara de un cubo Rubik.

Mi rutina laboral comienza a las 6:45 de la mañana. A esa hora el portero de la empresa, un hombre calvo al que se le enredan las palabras en la boca, me abre la puerta y saluda con un desganado buenos días. Busco en la entrada una tarjeta amarilla con mi nombre y la deslizo por la ranura de un reloj de metal muy parecido a una pequeña caja fuerte. Odio el ruido que hace en la mañana, ese clack pesado como un grillete; adoro la música que sale de sus entrañas a las cinco de la tarde, mi hora de salida, como un chasquido de dedos que me devuelve al mundo. Cada vez que marcas tarjeta en una fábrica es como poner un precio a tu día. El mío vale 14.500 pesos.

Antes de que otro reloj señale las siete de la mañana, saco mi uniforme de un casillero marcado con el número 49 y me cambio en el último baño de la segunda planta, el único con un orinal. Los otros baños son para las operarias de la Sección de Terminación, mis compañeras de piso. Son mujeres que revisan posibles imperfecciones en la ropa que sale de las máquinas de coser ubicadas una planta más arriba, y también doblan y empacan las prendas. Entre ellas está la mujer más bonita de la fábrica, una niña que revisa con la concentración de un banderillero las costuras de blusas, pantalonetas y vestidos, envuelta en una bata de cuadritos. En cuanto a mí, el vestuario es simple: una camiseta de dotación azul, hecha de algodón y con un cuello grueso que me ahorcó durante la primera semana de trabajo. Lo termina de componer un jean con el tiro demasiado largo que compré en el centro por 15.000 pesos, y un par de zapatos viejos que me sientan como un guante. Estos son los únicos con los que resisto las diez horas que dura mi jornada.

Un día, dos meses después de llegar a la fábrica, el pago del sueldo se retrasó y empecé a sentir que mis zapatos me apretaban. Había cumplido puntual y obediente la misma rutina: marcar tarjeta-uniformarme-contar-almacenar y mover cajas-volver a marcar tarjeta. Pero la quincena ya llevaba dos días de retraso y necesitaba comprarme una cuchilla de afeitar y una pastilla para la gripa. Tenía plata solo para una de las dos. Pensé en buscar un trabajo extra. Uno de mis compañeros, por ejemplo, atiende un carro de perros calientes los fines de semana y otro es mensajero de una droguería. Trabajan siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, y crecieron en unos barrios populares donde sus amigos cambiaban de moto cada dos meses. Hoy sus amigos están muertos. ¿Es acaso mejor estar vivo y marcar tarjeta en una fábrica?

El día en que los zapatos me estaban matando, le pregunté a la secretaria de la empresa por qué aún no nos consignaban la quincena.

—No sabemos cuándo se les pueda pagar —me dijo, con cara de pésame.



2La fábrica Tutto Colore queda en una esquina de Guayabal, el parque industrial de Medellín, sobre una avenida de árboles ennegrecidos por el humo de los buses. La circundan y le hacen sombra unos vecinos poderosos: las chimeneas de Noel, la Compañía Colombiana de Tabaco, gaseosas Postobón y Estra. Hace dos años Tutto Colore saltó de ser una empresa que funcionaba en una casa vieja de dos plantas a convertirse en un edificio de ladrillo de cinco pisos. El salto parece haberla dejado sin aliento. Al igual que las primeras fábricas textiles que se crearon a principios del siglo XX en Medellín, esta es propiedad de una sola familia: los cinco hijos del ex dueño, el fallecido Ernesto Correa, se reparten ahora las gerencias. El patriarca y fundador, que murió de cáncer, sobrevive ahora en unas fotos enmarcadas y recubiertas por una pátina. Los retratos, pegados a la entrada de cada piso, llevan su imagen como si se tratara de un santo patrono. Debajo de ellos se lee una sentencia lapidaria, una oración sacada de la sabiduría empresarial: "El trabajo es el único capital no sujeto a quiebras".

Un día después de la celebración del Día del Trabajo, la tarde del 2 de mayo, el gerente general de Tutto Colore, un hombre bajito que siempre lleva en la mano una pequeña bolsa de cuero —nadie sabe qué carga en ella—, pidió que nos reuniéramos para explicarnos por qué el sueldo no estaba llegando a tiempo. Por la fecha, más que una paradoja parecía una broma pesada. Cuando lo vimos aparecer por las escaleras, traía la cara de un adolescente al que su madre le ha acabado de confesar que es su hijo adoptivo.

—En casi tres décadas de existencia —dijo—, este es el peor semestre en las finanzas de la empresa.

Una muchacha de la planta de confección que tiene tres niños se mordió la boca. Creí que iba a sangrar.

Como si se tratara de una tarea escolar, el hombre recitó las razones que explicaban el retraso del pago de la nómina. Eran unos cincuenta millones de pesos cada quincena: 1. El hueco que le dejó a la fábrica un millonario robo continuado hecho por una empleada de confianza. 2. El aliento del dragón chino sobre nuestra nuca con productos baratos que llegan vía Panamá. 3. El desplome del dólar, que en menos de seis meses bajó 500 pesos. En este punto dejé de oírlo y me concentré en un tic que se había apoderado de él. Era como un movimiento espasmódico, casi imperceptible, que lo obligaba a subir y bajar el hombro derecho cada cinco segundos. Mis compañeros miraban al suelo. El gerente continuó, entre nervioso y avergonzado, con sus malas noticias. Recitó una cuarta razón por la que no podía pagarnos la quincena: nuestros grandes deudores. Por ejemplo, una empresa mexicana a la que le facturamos una importante suma de dinero y que hasta ahora no nos ha pagado. El hombre guardó silencio, tal vez esperando la reacción de los operarios. Solo uno de mis compañeros preguntó:

—Mañana no tengo para el bus. ¿Qué hago?

En la cadena alimenticia de la industria textil, Tutto Colore es apenas un atún mediano que puede ser tragado por cualquier ballena. Los obreros somos el fitoplancton. Unos días de retraso en el sueldo se traducen en cortes de luz por no haber pagado o en hacer llamadas a los familiares más pudientes buscando plata para el transporte. En mi caso, bajarle la guardia a mi casera con algún chiste barato y pedirle un compás de espera para pagar el arriendo. Aunque la mala racha no es un caso exclusivo de Tutto Colore: es solo un síntoma de la agonía de la industria textil por la caída del dólar. Doce mil empleados de estas fábricas ya perdieron su trabajo en el primer semestre del 2007 y algunos trabajadores de la empresa han empezado a emigrar antes de que les llegue una carta de despido. Uno de mis compañeros me dijo en un pasillo que se iba al Chocó a administrar una ferretería. Su última tarde en Tutto Colore coincidió con el Día de la Madre. Mereció un pedazo de torta y helado de ron con pasas y algunas palmadas en la espalda por esa década y media de haberse partido el lomo en esta fábrica. Algo huele mal en la ciudad. Miles de paisas se abrieron paso a través de una geografía agreste y fundaron Medellín, la gran ciudad de las fábricas. Ahora sus descendientes retornan a la humedad de la selva.



3Una mañana, antes de salir de la casa para la fábrica, puse una nueva rayita en el calendario de bolsillo que guardo en mi billetera. Lo miro después de bañarme con agua helada como un soldado mira la foto de su novia bajo el ruido de los aviones enemigos. Hoy taché el martes 3 de julio. Desde hace una semana, y para el bien de mi salud mental, tengo una nueva responsabilidad en la empresa: acompaño al chofer de Tutto Colore en sus recorridos por los talleres caseros, a los que la fábrica les encarga la terminación de prendas con alguna característica en especial. Por ejemplo, un broche doble. Mi tarea es reemplazar al antiguo ayudante del conductor —quien se fue a trabajar a una empresa de vigilancia en la que le pagan casi dos salarios mínimos por cuidar un parqueadero—. Dejar la bodega y salir a las calles de la ciudad ha logrado salvarme de mi trabajo de robot de los cuatro meses anteriores, en los que se me iba la vida contando mamelucos para niños.

Una tardé conté 1.253 prendas de vestir, y anoté el número en un papel para acordarme siempre de lo que un hombre puede hacer por dinero. Un compañero bodeguero que antes trabajó en Noel había pasado tres años y medio, de diez de la noche a seis de la mañana, viendo desfilar millones de galletas por una banda. Era eso o no alimentar a su hijo recién nacido. Otro, que se enganchó en una empresa de cosméticos, trabajó durante tres meses en jornadas de doce horas y en aquel trimestre solo descansó un domingo al mes. "No me hubiera importado hacerme matar con tal de seguir con ese sueldo. Era una belleza", me dijo a la hora de la salida, frente a los casilleros de la fábrica.

En esos meses, él perdió seis kilos.

En estos meses, solo he bajado un kilo y medio.

Ahora me he convertido en el segundo de don Jaime Isaza, un canoso fortachón que maneja una camioneta de la empresa por Medellín. Hace ya siete días que llenamos el tanque con un billete de 50.000 y vamos de taller en taller recogiendo docenas de talegos con la ropa terminada. La mayoría de estas fábricas en miniatura, armadas en el comedor o la sala de casas, están en barrios populares. Se reconocen desde la calle por las luces de neón empotradas en el techo y el ruido afanoso de una máquina para confeccionar ropa. La que más me agrada visitar es una que queda en el barrio Manrique, en una casa vieja que custodia un perro tuerto.

La dueña, una señora que por sus vestidos parece haber quedado anclada en otra época siempre nos da jugo de mora cuando Isaza y yo terminamos de cargar la camioneta con talegos repletos de ropa. A simple vista, esos talegos significan más ventas, la certeza de que el bache económico del primer semestre quedó atrás, en eso confía el nuevo gerente, un hombre alto y amable, que recoge cada hebra que ve en el piso de la fábrica para echarla a la basura. Para él, los talegos son como cartas venidas desde lejos con buenas noticias. Por ahora, nosotros somos los carteros.

Hoy, martes 3 de julio, ha sido un día tan largo como los de Alaska en su verano. A las nueve de la mañana, Isaza y yo fuimos al aeropuerto de Rionegro a dejar una exportación en los muelles de carga. Los agentes de aduana le hicieron firmar un documento en el que declaraba no tener droga camuflada entre las cajas con ropa que viajaban a España. Antes de bajarlas de la camioneta, le tomaron una foto con las cajas detrás como prueba documental. Si las autoridades españolas encontraran cocaína entre sudaderas y vestidos, sabrían qué hacer.

A eso de las diez de la mañana, bajo una lluvia apocalíptica, salimos del aeropuerto hacia una cooperativa en La Ceja, un pueblo a media hora de Medellín: teníamos que entregar una máquina de coser. Mientras la descargaban, Isaza me pidió plata prestada para comprarle a su madre unas hortalizas frescas que venden en un mercado parte de la misma cooperativa. Le presté 3.000 pesos con los que había pensado tomarme un par de cervezas después del trabajo. A veces, por las tardes, cuando salgo de la fábrica, paso por alguna heladería del centro. Así se les llama a los bares antiguos de Medellín. Son como casas de té para los antioqueños solitarios. Las muchachitas que atienden las mesas son sus geishas de tierra caliente: se dejan invitar a una copa de aguardiente, les ponen sus canciones favoritas en las rocolas y oyen con paciencia las historias de estos hombres de manos tan grandes como las de Isaza.

De regreso a Medellín, con las ventanillas de la camioneta abiertas y el olor a pasto mojado, el conductor de Tutto Colore me muestra algo. Es el parador Tequendama, donde, cuando le sobra algo del sueldo, invita a su novia a comer trucha y a ver una cascada bajar por las montañas. Isaza me sugirió que hiciera lo mismo, pero mis votos de pobreza y castidad se han cumplido.

Él tiene más de cincuenta años, una novia y dos divorcios.

Yo sigo sin tener señora. La que tenía nunca entendió por qué me vine a Medellín.

A la una y media de la tarde, regresamos a la empresa para tomar el almuerzo. Como todos los días, tuve que calentar mi comida en el microondas del quinto piso y devorarla en quince minutos. Ese es el tiempo reglamentario para alimentarnos. Fueron dos presas de pollo sudadas, arroz, papas fritas y medio plátano maduro. Después de las dos, el jefe de la bodega, ese hombre sin sentido musical, nos encargó llevar unos botones, bandas elásticas y marquillas a un taller del barrio San Javier, en la comuna 13, en el norte de la ciudad. "Hace unos años no habríamos podido asomarnos por allá", me dijo Isaza mientras encendía el motor de la camioneta.

Hace años, recuerdo haber visto en el noticiero cómo un helicóptero negro levantaba los techos de zinc de algunas casas de San Javier, un barrio de calles laberínticas y empinadas como el mío. En aquella zona, la policía y el ejército se enfrentaron a quemarropa con milicianos y paramilitares. Al final, un hombre cayó muerto en el fuego cruzado mientras trataba de alcanzar una cabina telefónica para avisarle a su familia que estaba vivo. Han pasado cinco años desde aquella mañana que vi por televisión el día en que la guerra entraba a una ciudad de Colombia. Junto a Isaza, durante media hora recorrí las calles de San Javier y en ese tiempo conté seis jóvenes en sillas de ruedas.

Nuestra segunda asignación de la tarde fue ir a un barrio que está sobre un antiguo basurero. Debíamos recoger allí una docena de talegos de ropa. Era Moravia. O lo que quedaba de él. La noche anterior de mi mudanza a Medellín un incendio acabó con doscientas casas de este barrio. Mis recorridos con Isaza se estaban convirtiendo en la comprobación de las tragedias de la ciudad. Moravia es el sitio donde he visto a más perros vagar sin dueño. A las cuatro y media de la tarde regresamos a la fábrica con las gargantas tan secas como un manglar muerto y de inmediato descargamos los talegos.

Ya casi son las cinco, la hora de salida. Siento como si hubiese adquirido ciertas habilidades especiales. He aprendido a identificar las prendas que vienen en los talegos sin necesidad de abrirlos. El que llevo ahora a mis espaldas por una escalera que va al segundo piso tiene pantalonetas de dril y por eso pesa tanto. Me siento como uno de esos joyeros capaces de ponerle precio a un diamante con apenas sostenerlo sobre la palma de la mano, una virtud por la que me pagarían más de un salario mínimo. Pero la única verdad es que mi columna vertebral cruje al final de esa escalera. Es el último de los talegos que trajimos de Moravia. De nuevo olvidé subir a la sección de corte y pedir prestado un cinturón para prevenir una futura escoliosis. Es un artículo parecido al que usan los fisicoculturistas cuando entrenan. Si continuara haciendo este trabajo sin llevarlo puesto, en cinco años tendría mi columna como una letra ese.

Huelo muy mal después de diez horas de trabajo. En la sección de Terminación descargo el talego con la camiseta empapada de sudor. El lugar está vacío. Las mujeres que trabajan revisando las prendas se han ido a las tres de la tarde. Al recorrer sus cubículos vacíos me deprimo. No hay nada más desolador que sus herramientas de trabajo regadas y huérfanas. En uno de los cubículos, veo un cuaderno con ositos en la portada, el caucho para el pelo que alguna de ellas olvidó, un esfero mordido en la punta. En otro, veo una máquina para etiquetar ropa marcada con una calcomanía que dice "corazón valiente". No hay nadie alrededor. Camino hasta la silla donde se sienta la jefa de la sección, una señora que lleva trabajando años en la empresa. Vive en una casa al lado de un río, en Caldas, un pueblo a 45 minutos de Medellín, y tiene un afiche sobre el comedor en el que un hombre de espaldas se enfrenta a dos caminos: el Recto y el de la Perdición. En el primero, aparece la figura de un azadón, una mujer y unos niños sonrientes y una casa modesta con un jardín. En el segundo, hay una botella de aguardiente, un fajo de billetes y monedas, un arma y un ataúd. Conozco ese afiche porque he ido con Isaza a recoger talegos de ropa de los que la señora se ocupa los fines de semana para ganarse unos pesos de más. Unos pesos de más son unos pesos de más: por enganchar cada prenda y embolsarla se gana 150. Hace unos meses, ese afiche me habría parecido de un maniqueísmo insoportable.

Hoy también creo que solo hay dos caminos. Doña Luz Castro, así se llama la mujer, escogió el recto a pesar de que su casa no tiene jardín. De otra manera no me explico la tranquilidad que desprende cada vez que me acerco para hacerle una pregunta de trabajo. Parado a su lado, me toca algo de su paz interior. Sé que esto suena demasiado metafísico, pero no tengo una mejor explicación y no me he molestado en buscarla. A veces las cosas son como son, así suene a Cantinflas. ¿No es suya la frase "hay momentos verdaderamente momentáneos"?

Quisiera que ella todavía estuviera aquí para que el cansancio después de un día tan pesado se desvanezca. En su lugar, se acerca mi jefe y me dice que tiene otro encargo: tres talegos para recoger en el barrio Castilla, al otro lado de la ciudad. Son las 4:50 de la tarde. El incansable Isaza me espera en la calle con el motor prendido.

4Han transcurrido cinco meses y medio desde que aterricé en Medellín y empecé a trabajar en la empresa. Es viernes por la tarde y estoy sentado en el último baño del segundo piso de la fábrica. Si aguzo el oído, puedo oír su funcionamiento en pleno. Cierro los ojos y se me aparecen las cortadoras del quinto piso, las bordadoras y estampadoras del cuarto, las cincuenta máquinas de confección del tercero, a estas alturas, sonidos tan familiares como las teclas de un computador. Mi jefe debe creer que sufro de diarrea crónica. Visito la taza a menudo, pero por otras razones. Aquí he tomado notas sobre qué diablos es vivir con el salario mínimo. Cada vez que escribo algo en esta libreta negra siento que la respuesta se aleja como un barco mercante rumbo a Oriente. Una vez también leí aquí, con los ojos aguados, una carta que me entregó una joven operaria junto a un paquete de galletas de chocolate y aquí mismo tomé aire durante los momentos más duros de mi estadía en la fábrica, de esta travesía por el desierto.

Desde que trabajo en la empresa, las metáforas bíblicas vienen a mí con más frecuencia de lo que quisiera. Algunas mañanas en las que el bus me dejaba quince minutos antes de lo usual en la esquina de la avenida Guayabal donde queda Tutto Colore, decidía caminar hasta una iglesia cercana. Eran raptos religiosos que nunca antes había tenido. Sentado sobre la última banca, le pedía a una estatua de yeso darme más fortaleza para alcanzar las cinco de la tarde y de paso hacía tiempo para no llegar tan temprano a marcar tarjeta. En dos ocasiones, me encontré aquí con doña Luz pidiendo el temple necesario para seguir por el camino recto. Después de una breve oración, iba por un buñuelo de cien pesos a una panadería. Me lo comía en forma de hostia antes de entrar a la fábrica y ponerme el uniforme en el mismo baño.

Ahora que he soltado la cisterna, me lavo las manos y me miro en un espejo. Mi pelo ha vuelto a crecer desde que me lo corté a ras antes de venir a Medellín. Esa tarde, cuando salí de la peluquería, se abrió un paréntesis en mi vida. Quedan pocas horas para cerrarlo: hoy es mi último día en la fábrica. La niña que me regaló la carta y las galletas me llama. Acaba de llegar la comida. Mis compañeros de la bodega compraron una torta y una Coca-Cola para despedir a un hombre que nunca les dijo quién era en realidad.

Capítulo IV?

Frente a mí, una pareja se prepara para salir a la pista de baile. La mujer debe pesar más de cien kilos y es bonita como un globo aerostático que surca un cielo libre de nubes. Su cara es blanca y limpia y sus ojos guardan esa tristeza de sentirse observada a diario con estupor. Sobre una báscula, el hombre debe registrar la mitad de su peso. Para no verse tan desiguales a la hora de bailar, el hombre usa una chaqueta muy amplia que le llega a las rodillas. La ama y por eso no quiere que sufra con las miradas de los demás cuando el DJ les ponga un bolero de Toña La Negra, se paren de la mesa de enfrente y empiecen a moverse lentos en una esquina de Brisas de Costa Rica, este bar de salsa en el centro de Medellín al que he venido por lo menos una noche de cada quincena desde que llegué a esta ciudad. Hoy será la última vez que vea a Alirio, el DJ del bar, y el retrato del papa Juan Pablo II que tiene en la barra. Mañana regreso a Bogotá. Durante seis meses, Brisas de Costa Rica ha sido el búnker donde me he refugiado para estirar las piernas después de las largas jornadas en la fábrica. Me despido del lugar que hice mío, este bar donde una docena de hombres solitarios trata de sepultar una semana de trabajo a punta de movimientos frenéticos, tumbadoras y trompetas.

En las tardes, Brisas se llena de varones que piden una cerveza y bailan solos bajo las lucecitas de Navidad que adornan el sitio. Bailan salsa o mambo sin pareja. Casi siempre somos los mismos: el hombre en silla de ruedas que se sienta en una mesa cerca de la entrada; un gordo que habla solo y trabaja para la Secretaría de Salud del municipio; un joven arquitecto que a veces va con su novia, una mujer mayor de pelo parado y botas de tacón puntilla, y Guillermo León. La primera vez que vi bailar a León entré en un trance hipnótico: me sorprendieron sus movimientos, una mezcla de break dance y sofisticados pasos de salsa. Esa noche él vestía de negro y tenía un reloj pesado como un tejo que ya no lo acompaña. Esa noche, también, compartimos una cerveza y me contó que había aprendido a bailar en Nueva York. Le enseñó un italiano para quien trabajaba en los años setenta. Desde aquel día hice de Brisas mi fortín y traté de memorizar los pasos de Guillermo León, su resbalar sobre las baldosas, la mano quebrada sobre el pecho, la risa que nunca le abandona. Desde entonces, cada mañana en la ducha, antes de salir para la fábrica, traté de imitarlo.

Me siento extraño mientras la pareja de enamorados baila un segundo bolero. "Mañana ya no debo volver a la fábrica", me digo como si mi cuerpo me pidiese regresar a ella. Me he sentado siempre en la mesa de Brisas que está a la izquierda de la entrada. Desde aquí puedo ver a la gente que pasa por Tejelo, ese callejón empedrado. Es un paseo peatonal oloroso a mango, a pescado y a morcilla, por el que he visto caminar a una indigente en calzones, a un borracho con una botella de alcohol antiséptico mezclada con Coca-Cola y a la Reina del parque Bolívar, un travesti cincuentón que en la noche se cambia cuatro veces de ropa. Acaba de entrar a Brisas con un canasto en el que vende cigarrillos, chicles y condones. El travesti se llama Danny y se jubiló de la empresa Fabricato. Hoy tiene una tiara, una peluca canosa y un vestido de raso color carmín. La pareja de enamorados le compra un paquete de Kool antes de sentarse y la única mesera de Brisas lo saluda de mala gana. Al verlo entrar, el DJ cambió de disco con rapidez e hizo sonar cinco segundos de una charanga que dice "mariquita, mariquita". Al fondo, donde está la barra, Alirio se ríe como un niño que le ha pegado a un perro con una cauchera. Danny pasa frente a mí ofreciendo sus artículos y no me saluda. El día en que me lo presentaron olvidé que era una dama: le estreché la mano con excesiva fuerza y su rencor quedó decretado. Aún estoy solo esta noche. Ya deberían haber llegado Astrid Carrasquilla y María Elena González, su mejor amiga, la que me consiguió la habitación en Santa Inés y me presentó el Brisas. Ambas me patrocinaron durante estos seis meses la mayoría de las cervezas que me he tomado en este lugar en el que el Alirio es el sacerdote máximo. El DJ cambia una vez más de disco y arranca El pollino. Puedo reconstruir a la perfección la mañana en que salía de la casa para la fábrica a tomar el colectivo en la esquina y sonó esta canción en el pequeño radio que me prestó la mejor amiga de Astrid para oír la emisora de salsa Latina Stereo. Había dormido poco, llovía y no tenía paraguas y el Tigrillo, ese guardián del barrio, ni siquiera estaba para organizar la fila, pero bastó un par de compases de este mambo contundente para que recobrara el brío y enfrentara otro día de trabajo. Al cliente de la silla de ruedas parece que le gusta tanto El pollino como a mí. Cierra los ojos para oírlo. En su cabeza debe estar dando vueltas enloquecido como lo hacía antes de que una bala perdida lo dejara cuadrapléjico. Es un cliente muy antiguo, me ha contado la mesera, una mujer con una de las sonrisas más bonitas que he visto a pesar de que le falta un diente. Un muchacho con alguna clase de retraso mental está enamorado de ella. Por lo menos una vez en la noche pasa por Brisas, le compra un cigarrillo y pide que se lo fume frente a él. El espectáculo de estos tres personajes me hace pensar en la vida como un puñado de soledades que se acompañan por un par de horas.

Se acaba el mambo y la música deja de sonar por tres segundos. Alirio nos maneja con el dedo meñique. En medio de la fiesta —ya no hay mesas disponibles— suena Los desaparecidos, una canción muy lenta de Rubén Blades. Desde que Brisas funciona en este local, parte de su público está compuesto de hombres con varios muertos sobre los hombros y esta canción les altera el pulso. Otra de las noches que pasé aquí uno de ellos me habló. Estaba en la mesa de al lado, me ofreció un trago de aguardiente y, como no tenía plata más que para dos cervezas, se lo recibí. Llevaba puesto el uniforme de una empresa de mensajería y estaba rapado. Era corpulento y el amigo con el que venía le decía "Negro". Bastó brindar con un tercer aguardiente para que se confesara. Al parecer, necesitaba hacerlo. El hombre había sido soldado profesional y combatió en Urabá por la época de las masacres en los pueblos bananeros, pero le dieron de baja después de tres años de servicio. Regresó a San Javier, su barrio en la comuna 13, y vagó por tres meses. Una madrugada, después de estar tomando con sus amigos de la cuadra, volvió a su casa y se encontró con un señor que lo estaba esperando en la puerta.

—Tenía una ruana y era cojo. Cojo —repitió la última palabra mirándome a los ojos.

Se refería a Diego Murillo, Don Berna. Un día, el sucesor de Pablo Escobar quedó con la pierna derecha destrozada después de recibir 17 tiros. El señor le dijo que quería que trabajara para él. El Negro aceptó y así fue como se convirtió en uno de los comandantes paramilitares de San Javier. Ahora está desmovilizado y conduce un camión.

—Soy un don nadie —me dijo cuando terminó la historia.

Por fortuna no me preguntó qué clase de don nadie era yo. Esa noche con el Negro también sonó la canción de Rubén Blades que acaba de poner el DJ, y fue el único momento en que el Negro paró de hablarme. La oía como si se la hubiesen escrito para él. ?

Anoche escuché varias explosiones, / Tiros de escopeta y de revólveres,/ Carros acelerados, frenos, gritos,/ Ecos de botas en las calles,/ Toques de puerta, quejas, pordioses, platos rotos./ ¿A dónde van los desaparecidos

/Busca en el agua y en los matorrales./ ¿Y por qué es que se desaparecen

/ Porque no todos somos iguales./ ¿Y cuándo vuelve el desaparecido

/ Cada vez que los trae el pensamiento./¿Cómo se le habla al desaparecido

/ Con la emoción apretando por dentro.

Cuando se acabó la canción me dijo:

—Maté mucha gente, tanta que por las noches me despierto llorando. Tomémonos el último aguardiente que ya me voy a guardar el camión de la empresa.

Me dio un abrazo de oso y salió por la puerta con su nuevo uniforme de conductor. En seis meses, fue la única vez en que me temblaron las piernas.

Cuando Astrid y María Elena llegan al Brisas, ya me encuentran borracho. Son las diez de la noche de esta última noche en la ciudad. Con la plata de la liquidación por haber trabajado en Tutto Colore, me compré una botella de aguardiente. Ahora va por la mitad. También compré un regalo para Guillermo y Lucero Carrasquilla, un equipo de sonido que luego pondrían en la sala de su casa, al lado de la mesita con las fotos familiares. Me tomo un aguardiente doble, brindo con mis amigas y saludo con la mano a otro habitual, un negro con una agenda debajo del brazo que no para de sonreír. Su boca parece una fuente de luz. Después de tantas noches en Brisas, reconozco las canciones que pone Alirio. Oigo sonar Montaña rusa y el milagro sucede: me paro a bailar solo en mitad de la pista. Es la primera vez que lo hago y mis amigos del bar aplauden. Para mi sorpresa, puedo imitar con soltura algunos de los pasos de Guillermo León. Todas estas mañanas practicando bajo la ducha de mi casa no se fueron por la cañería. Tal vez buscaba esto cuando decidí venir a Medellín para vivir con el salario mínimo, tal vez era solo esto, dar vueltas y cantar con los ojos cerrados: la vida es una montaña rusa, sube y baja, es como las olas del mar, que van subiendo y bajando y la cosa es seguir flotando.