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16 de diciembre de 2005

Carta abierta a mi hijo

Unas semanas antes de que muriera, R.H. Moreno-Durán, que venía librando una valerosa lucha contra el cáncer, se sentó a escribir esta carta para su pequeño hijo Alejandro. Su última carta y, de seguro, la más sentida de todas las que escribió el maestro.

Por: R.H. Moreno-Durán

Querido Alejandro:

Es muy probable que ahora, a punto de cumplir tus once años de edad, no comprendas las razones que me sugieren escribirte esta carta. Pero lo hago por precaución. Me explico: tarde o temprano todo hijo vive el Síndrome de Kafka, es decir, siente la necesidad de escribirle a su padre una carta "cantándole la tabla", reprochándole lo arbitrario y egoísta que es o ha sido, su falta de comprensión y tolerancia. Porque el hijo, a cierta edad, se cree el rey de la creación y solo pide para él dedicación y atenciones y si su padre no se las brinda opta por la retaliación, es decir, la inquina personal, la desobediencia, la animadversión o, como en el caso de Kafka, la escritura vindicativa y terrible. Por si acaso, con esta carta yo solo intento curarme en salud.
Hace muchos años leí algo que ahora recobra todo su sentido. Nunca olvidaré la primera línea de uno de Los ensayos del Lord Canciller Francis Bacon -un moralista tan sabio que hacía todo lo contrario de lo que predicaba-, que dice: "Quien se casa y tiene hijos le
entrega rehenes a la fortuna". Y pienso, querido Alejandro, que hoy soy "rehén de la fortuna", es decir de la suerte, del azar que nos involucra el uno con el otro; que mi albedrío no es el de mis tiempos de errancia por el mundo, cuando nada ni nadie limitaba mi libertad y cuando todo para mí era un amplio mapa de caminos abiertos. Me creía eternamente joven e indómito y estaba convencido -lo juro- de que la vida comenzaba a los dieciocho años y que todo lo que no llegase a cumplir esa edad pertenecía al orden de los protozoarios. Los niños eran para mí la undécima plaga de Egipto hasta el punto de que las iniciales de mi nombre se convirtieron casi en una consigna infanticida: R. H. no quería decir Rafael Humberto, sino Rey Herodes. Hasta el día en que naciste y ahí fue cuando descubrí que la frase del Lord Canciller Bacon escondía insospechadas sorpresas: al nacer tú, yo me convertí en rehén de tu fortuna.
En la madrugada del martes 16 de mayo de 1995, cuando el médico le mostraba a su orgullosa abuela materna su primer nieto, sano y anatómicamente impecable, yo me acerqué emocionado y solo me atreví a decir "Alejandro", tu nombre, elegido de común acuerdo con tu madre, por si el destino nos deparaba un varón. Con una celeridad que hizo que súbitamente me detuviera, te diste la vuelta y miraste en la dirección hacia donde me encontraba: ¡Me habías reconocido por la voz! Y eso, lo confieso, constituye la sensación más hermosa que he vivido: me sentí elegido, reconocido, pues con toda seguridad mi voz se te hizo familiar durante los meses de gestación y de ahí que de inmediato me hubieses identificado al pronunciar un nombre que por fin adquiría forma y sentido.
No hay mayor riesgo que el de la cursilería cuando uno habla de asuntos sentimentales: la enfermedad de la madre, la superlativa belleza de la novia, la precocidad brillante del hijo. Se convierte uno en un estuche de lugares comunes, como si nadie más sobre la Tierra tuviese madre, novia o hijos. Pero ahora corro ese riesgo, pues tengo razones para sustentar ese orgullo, aunque algunos puedan creer que no son más que veleidades de un padre con medio siglo de sueños y equivocaciones a cuestas. "¿De qué se alimentan los fantasmas?", me preguntaste un día, cuando bordeabas los cuatro años. Al comienzo quise que me tragase la tierra, pues se supone que un padre por el solo hecho de serlo debe saberlo todo. A lo lejos oí el ruido de una motocicleta asmática y para salir del paso exclamé: "Los fantasmas se alimentan de aire". Y tú, como si fuese la respuesta más obvia del mundo, comentaste: "Claro. Por eso las túnicas de los fantasmas siempre están infladas". Me salvé de esa prueba, pero no de la siguiente. Unos amigos mexicanos te regalaron un bello Pegaso de trapo y tú me preguntaste entonces quién era "Pegaso" y por qué ese caballo tenía alas, a diferencia de los jamelgos que habías visto en alguna finca o atados a una "zorra" en las calles de la ciudad. Esta es la oportunidad que tengo para lucirme, me dije frente a tu enorme interés por el hermoso animal mitológico. "Pegaso -dije con la mayor erudición posible- es un caballo alado que nació de la sangre de la Medusa cuando Perseo la mató cortándole la cabeza, que en lugar de cabello tenía cien serpientes con las que paralizaba a sus víctimas.". Hice una pausa para tomar aire y proseguir mi sabia digresión cuando tú, con los ojos burlones clavados en los míos, me interrumpiste para decir con insufrible suficiencia: "¿En serio? No me hagas reír, papá". Como consuelo al ridículo que acababa de hacer, supe desde ese instante que habías nacido vacunado contra el Realismo Mágico.
¿Que para qué evoco esas anécdotas? Porque de alguna manera el padre, en su madurez cree y quiere ser la memoria del hijo, para quien a su temprana edad todo es efímero e intrascendente como si intuyera que lo que ha vivido hasta ahora vale muy poco y que solo tiene importancia lo que está por protagonizar. La infancia no existe para los niños, en cambio, para los adultos la infancia es ese país pretérito que un día perdimos y que inútilmente queremos recuperar habitándolo con recuerdos difusos o que no existen y que por lo general no son más que sombras de otros sueños. Por eso queremos convertirnos en notarios de la memoria del hijo: de algo que él olvidará muy pronto pero que para el padre es la mejor prueba de que ha engendrado su posteridad. ¿Cómo olvidar ese repertorio de filosofías infantiles con que el hijo, sin proponérselo, busca subrayar con sus propios conceptos un mundo que comienza a ser suyo? Una noche, mientras esperaba la hora de las noticias, nos entretuvimos tú y yo viendo la televisión. Trasmitían en directo las horas finales -y más tórridas- del Carnaval de Río de Janeiro. Cómodamente instalado en un sofá observabas con avidez esa amplia profusión de carne morena que desafiaba los apetitos desde el Sambódromo. Tendrías cinco años de edad y no pude contenerme, por lo que te comenté, como si fuésemos un par de viejos verdes: "Alejandro, definitivamente las mujeres son espectaculares". Y tú, sin darte la vuelta siquiera y como si fueras un experto en el tema contestaste: "Sí, papá. Y además dan leche.".
Querido Alejandro: si de algo me arrepiento es de no haberle dicho a mi padre cuánto lo admiraba y quería. Mi única muestra de afecto se limitó a un rápido beso sobre su frente dos días antes de morir. El beso me supo a azúcar y me sentí un ladrón que furtivamente robaba algo que ya no era de nadie. ¿Por qué ocultamos nuestros sentimientos? ¿Por cobardía? ¿Por egoísmo? Con la madre es diferente: la cubrimos de flores, regalos, frases edulcoradas. ¿Qué es lo que impide que nos enfrentemos afectivamente al padre y le digamos, cara a cara, cuánto lo queremos o admiramos? En cambio, ¿por qué lo maldecimos en voz baja cuando nos pone en nuestro lugar? ¿Por qué reaccionamos con bellaquería y no con afecto cuando se presenta la ocasión? ¿Por qué somos valientes ante el dicterio y cobardes ante el afecto? ¿Por qué nunca le dije a mi padre estas cosas y en cambio te las digo a ti, que a lo mejor no las entiendes todavía? Una noche quise hablar con mi padre en su cuarto pero lo encontré dormido. Cuando me disponía a abandonar discretamente la habitación, escuché que entre sueños, con voz desesperada, decía: "¡No, papá, no!". ¿Qué extraño, agitado sueño vivía mi padre con el suyo? Y si algo llamó mi atención, más allá del enigma del sueño, fue el hecho de que por ese entonces mi padre tenía setenta y ocho años y mi abuelo hacía por lo menos un cuarto de siglo que había muerto. ¿Tiene uno que morir para hablar con el padre?
Al comienzo de esta carta, querido Alejandro, dije que, según el Lord Canciller Bacon, tu nacimiento me convirtió en rehén de la fortuna. Lo creo. Pero también creo en otras líneas del Lord Canciller, que igualmente he aprendido de memoria: "Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestarán las otras. Los hijos endulzan los trabajos pero hacen más amargos los infortunios; acrecientan los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte.". En fin, ¿qué pretendo con esta carta? Decirte cuánto te quiero, Alejandro, e intentar ganar un lugar en tu memoria como hace mucho tiempo tú ocupas uno muy grande en mi corazón.