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12 de diciembre de 2006

Carta al niño Dios

Carta al niño Dios

Por: Héctor Abad Faciolince
| Foto: Héctor Abad Faciolince



Querido niño Dios:

Es muy difícil escribirte. Para empezar, no sé si tratarte de tú o de usted. Tú eres el único niño al que dan ganas de tratarlo de usted. Voy a optar por el tuteo, sin embargo, pues crea una atmósfera más familiar, más de conversación entre dos, pero no lo tomes como un exceso de confianza. Tampoco lo tomes como un irrespeto (ni hacia ti ni hacia los que creen en ti) si te digo que no creo que existas. No creo que puedas leer esta carta, y por lo mismo no te voy a pedir nada. Pedirte cosas son ingenuidades de niño, que tendrán su encanto en la infancia, pero en las que yo ya no quiero caer a mi tierna edad.

Voy a hacer un ejercicio. Te voy a escribir a ti como quien le escribe una carta a Cándido o al Quijote o a Cupido, alguna de esas maravillosas creaciones de la imaginación humana. También tú eres una encantadora creación humana: un niño para pedirle cosas, un niño divino, un niño para rezarle y creer que algo puedes hacer en esta rueda loca del mundo, que, te lo digo francamente, no parece que estuviera regida por ningún Dios Bueno, Sabio y Todopoderoso. Mucho menos por un niño amable, bondadoso y pacífico.

Y voy a proponerte un tema, niño Jesús, ya que tú fuiste un niño rozagante y sano: el tema de los niños enfermos que se mueren; o el tema de los niños a los que los matan carros, balas, minas, terremotos, incendios, bombas, o algo mucho más simple: hambre. ¿No te parece un tema alegre para estas navidades? Te cuento una cosa: también mi madre nació un 25 de diciembre, como tú, y por eso se llama Natividad. María Cecilia Ana de la Natividad de Jesús, para ser exactos. Le pusieron ese nombre para hacerte un homenaje, para que tú la vieras con buenos ojos. Y sobrevivió; ha vivido más de ochenta navidades y ella te lo agradece. Porque lo que es a un hermanito que le había nacido dos años antes de ella, te lo llevaste de fiebre; estuvo una semana agonizando y llorando, con escalofríos, sufriendo. Qué ironía. ¿Habrá sido porque no lo pusieron Natalicio? ¿Serás así de creído y vanidoso?

Además, en la casa tenemos un cuadro muy milagroso de Santa Ana enseñándole a leer a la Virgen María. Toda la vida mi abuela le puso una vela los viernes; ¿sabes por qué? Porque los viernes juega la Lotería de Medellín. Y nunca se la ganó. Pero el marco del cuadro quedó con un chamuscado al lado izquierdo, eso sí. Ponía el billete de la lotería debajo de la vela. Y nada. ¿Ves? Hay por lo menos dos niños en nuestro imaginario católico: tú, recién nacido en la cuna o en brazos de tu madre (o descalzo y muy orondo, ya crecidito, el Divino Niño, levantando los bracitos al cielo), y tu madre niña mientras aprende a leer. También están los Niños Mártires, que creo que son muchos. Pero no te voy a hablar de los niños del santoral. Ya te propuse otro tema: las personas que se mueren niñas, digamos entre los seis meses y los quince años de vida. Un bonito tema navideño, los niños que se mueren por estos días y todo el año, ¿no?

Mira lo que dice un poeta, Enrique Molina, hablando de un niño muerto: "No han sido tan graves mis errores para pagarlos con la vida". ¿No has visto a esas madres que se arrodillan para pedirte por la vida de sus niños, no las has oído? ¿No has visto el llanto de esos padres, o el de los otros hermanos que te ruegan que no les hagas esto, que le salves la vida al hermanito? No, evidentemente no. Eres más sordo que una tapia. Se mueren los niños pobres y los niños ricos. Los pobres de hambre, y los ricos de cualquier otra cosa.

Tú también conocerás al maestro Fernando Botero. Todo el mundo lo conoce, sobre todo por estas tierras que se llaman Colombia y que han estado encomendadas a tu corazón de niño (pero cuando te creció). Pues fíjate, también el maestro Botero tenía un niño: Pedrito. ¿Y qué le pasó? Pues que Botero estaba en una loma parado en un carro, una lomita de nada, muy tranquilo. Y de un camión que iba adelante se zafó una lámina de acero. La lámina entró al carro. ¿Y sabes dónde fue a dar? En el cuello del niño. Lo degolló como de un guillotinazo, como a los criminales de la Revolución Francesa, y el maestro Botero perdió dos dedos tratando de quitarle la lámina de encima a Pedrito. Y todo el amor de su madre no pudo detener la sangre que manaba de la arteria yugular. Un espectáculo triste, ¿o no? Pudiste haber hecho algo y tú en cambio como si tal cosa, igual que con los niños que se mueren de hambre. Al menos no eres clasista: a todos, muertes por igual. Para medio recuperarse, el maestro Botero estuvo pintando a Pedrito como un loco, durante años, pero la cicatriz le quedó para siempre, en los dedos y en la memoria. ¿Y la mamá? La mamá ya nunca se recuperó. Le destrozaste la vida.

¿O me vas a decir, como los curas, que te llevas a tu presencia a los que más quieres para que te hagan compañía con su alma blanca y pura, sin pasar por el Purgatorio? Si es así, pudieras haberles evitado la venida al mundo. Te doy una idea: te los llevas de una vez del vientre de sus madres, sin traerlos aquí a que se encariñen con la vida y a que nosotros nos encariñemos con ellos. De verdad no te entiendo ese jueguito de mostrarnos unos niños por unos cuantos años para después llevártelos de aquí. Y además con torturas: dolores, sangre, un hueco en el estómago, llanto, deformidades, fiebres, llagas. Dices que tu amor es infinito. Pues qué manera la que tienes de amar: el marqués de Sade no me parece sádico, al lado tuyo.

Antes de Navidades los niños le escriben cartas al niño Dios para pedirle algo: cosas fáciles como regalos (si los papás tienen plata); cosas difíciles, como paz en este mundo (si en el colegio les dicen que pidan cosas importantes); o cosas imposibles, como que le cures la leucemia a un niño que conozco y que se está muriendo en medio de los sufrimientos más horribles. No se la vas a curar, ¿cierto? Bueno, allá tú. Entonces no eres tan omnipotente como dicen los que sí creen en ti. Si fueras omnipotente no dejarías que ningún niño se muriera de leucemia, de sida, de accidente, de hambre, de lámina de acero en este mundo.

En la novena, desde que me conozco, llevamos media eternidad cantándote lo mismo: "Ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto". Y tú no llegas. El 24 a las doce de la noche sacamos al niño de un baúl y lo ponemos en el pesebre. Después empezamos a repartir los regalos. Como somos de familia acomodada, las cartas que los niños te escribieron se cumplen al menos en parte. Pero de ti, ni la sombra. Siglos rogándote que no te tardes tanto, y tú escondido por allá, en las interminables regiones de la nada. Allá tú.

Yo no me explico de dónde viene esta costumbre de rendirle culto a un niño. A un bebé. Supongo que es muy fácil creer en la bondad de un niño: no tiene todavía capacidad para hacerle daño a nadie: no pega, no habla, no envidia, no odia. Ni siquiera ama: llora, come, duerme y caga, llora, come, duerme y caga. Esa es la vida, tan simple y tan bonita, de un bebé sano. ¿Y los niños enfermos? Te lo recuerdo, niño Dios. Hay millones de niños enfermos. Y millones de niños que se mueren de sida. Y más millones a los que les duele la barriga vacía, porque la barriga vacía duele aterradoramente. Y tú allá sentadito a la diestra de Dios Padre, tranquilo, bien comido y bien dormido, viendo pasar el río de la eternidad, como si tal cosa. ¿Qué es para ti el sufrimiento de millones de padres? Nada, lo mismo que para mí el sufrimiento de una hormiga, si llego a pisar diez hormigas sin darme cuenta.

Por eso no te quiero, niño Dios, porque no haces nada, porque no te inmutas. Porque por muchas cartas que te escribamos, ni una sola vez te has dignado contestar. Con mis más sinceros sentimientos de asombro, incredulidad y desconcierto, me despido.

Héctor Abad