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24 de junio de 2010

Testimonio

Carta de un viejo a los jóvenes

Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo pero todo saber es amargo a la postre (él me lo dijo suspirando), porque implica renunciar a unos acomodamientos.

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

Queridos jóvenes:

Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo pero todo saber es amargo a la postre (él me lo dijo suspirando), porque implica renunciar a unos acomodamientos.

Yo no soy tan viejo como el diablo ni sé tantas cosas como el vulgo supone que sabe el Príncipe de las Tinieblas, pero he sido regalado con mi propia porción de conocimientos inútiles, por ejemplo, que todas las horas hieren pero solo la última mata, y me hice a ciertas evidencias ya irrenunciables en la agitación de mi juventud. Porque yo también fui joven como todo el mundo aunque parezca increíble.

Yo miro mi juventud ahora con una indulgencia justa de la que me defiende mal el consuelo de que ese de quien me acuerdo como si fuera yo o como si yo hubiera sido esa persona es Otro, una fantasía, un fuego fatuo, un fantasma que quizás aspira a congraciarse con el que soy ahora como si yo fuera su derivado. Pero esa ficción carece de autonomía y de realidad pues no puede acordarse de mí como yo la recuerdo ni puede adornarme ni menospreciarme como a veces yo hago con ella.

Guardo una emoción de todo aquello que fue, en lo que participo por engaños del tiempo. Es la emoción irresponsable y cruel de un descalabro, de haberme sentido eterno un día, y de haber sido feliz a veces o, mejor, de haber creído que era feliz cuando solo me regodeaba en una apariencia, en una ilusión pasajera.

Algunos se complacen en los que fueron por vanidad o porque se sienten seguros en los ensueños del ego. Pero yo no puedo condescender con ese doble con quien hago esfuerzos por identificarme pues estuvo demasiado plagado de sueños y de empeños, y de sueños y empeños incumplidos. Ni el amor ni la belleza que buscaba se le dieron. Y si yo soy el resultado de su frenesí pataleó en vano.

Si recuerdo bien, ese espectro alcanzó a ser un montón de cosas distintas y contradictorias, unos años sufridos y jubilosos. Un montón de cosas que tienen y no tienen que ver conmigo, en las cuales apenas reconozco un muchacho delgado entregado a la crápula y que lleva mi nombre. Convertido en lobo de las noches urbanas, huésped de presidios, reformatorios y clínicas de enfermos mentales, que a veces cansado de injuriar la vida se replegaba lleno de ínfulas de santidad, se alimentaba con yerbas hervidas, se purificaba con baños helados y se sometía a tremendas disciplinas en busca de una armonía imposible. Siempre embebido en el propósito descabellado de redimir el mundo. Y de hacerse un destino poético.

A veces me entretengo a mis años, después de la embriaguez, mirando cómo se abrazan ustedes los muchachos con sus muchachas en los parques; los veo enfrascados en los libros de sus filósofos en las bibliotecas apacibles, brincando en las pistas de baile, cantando consignas en los atrios universitarios, y el primer impulso es de envidia. Pero enseguida esta maldita lucidez de los viejos, heredada del diablo, me dice que son los monigotes de lo que los griegos llamaron destino, otros la Voluntad, y los científicos de hoy llaman el paquete genético, sometidos a la esclavitud de los impulsos, atados a la noria mientras les llega el día de la revelación, como si sudar fuera todo, o empecinarse en una presumible reforma de la vida.

Todas las edades son hermosas y terribles. La infancia llena de tropezones en el aprendizaje de la marcha, la adolescencia atestada por el terror de la independencia incipiente, la juventud forrada de utopías. Pero el marchitamiento de la vejez es trágico. Visto desde aquí, y ustedes lo verán desde este lugar un día, todo es desastre, el desastre del tiempo perdido, el umbral florido de un templo adonde entramos acezando para inclinarnos ante un altar despojado, el recuerdo confuso de un proyecto en cuya realización acabamos por apilar una ceniza discreta, y las decepciones propias de todos los optimismos y los entusiasmos sobre todo cuando uno los vivió con garra y con ira.

Pero perdónenme la impiedad, ustedes los jóvenes. Es que si la vejez tiene una ventaja es el derecho de ser crueles, y de mandar al carajo la cortesía al considerar la juventud, esa inconsciencia que ya no nos incumbe, y que aunque fue una mentira pareció una promesa.

Yo no añoro la patria de la infancia, la adolescencia ni la juventud. Y tampoco me acomodo al envejecimiento después de una lucha ya larga cuyo botín son esos espectros que un día nombró mi nombre.

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