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17 de diciembre de 2008

Cartagena pobre

Por: Juan Carlos Guardela Vásquez.
Contrario a lo que se podría pensar, la gente en Pasacaballos es feliz. Los niños buscan racimos de cangrejos en los charcos, producto del fuerte invierno. | Foto: Juan Carlos Guardela Vásquez.

En los extramuros de Cartagena no se puede hacer nada si no se ponen a sonar grandes aparatos de sonido al lado de los cuerpos.

El sonido de los bailes al fondo de los barrios es el único horizonte. Es la ciudad que muchos conocen pero que desaparece cuando se encienden los set de televisión o el plató de cine. Los que creen en la pobreza como postal es posible que supongan que basta con levantar la mano en el aire asoleado de estos barrios para sentir la estática del desespero.

Pero no.

No confundan hambre con desesperanza porque toda esta gente baila. Baila, aunque no lo crean, al lado de la nata de los sumideros. Cuando el caño crece y cuando se seca, bailan. Si ponen dos palos como cimientos de una casa, bailan. Y más cuando las mujeres están pariendo.

Bailan, siempre, aunque los barrios encopetados se espanten.

En muchas partes el baile tiene formas estilizadas y nombres diversos, pero allí bailar es algo más, es una manera de acceder a un poder todavía no saqueado. Por eso el frenesí y la extravagancia son la medida de lo que existe.

***

Pasacaballos es un corregimiento de Cartagena fundado por esclavos negros hace 233 años. Está ubicado a dos kilómetros del complejo industrial de Mamonal, a un lado de la desembocadura del Canal del Dique y estancado hace décadas. Tiene más de 17.000 habitantes que resisten. La mitad de su población (el 49%) es menor de 18 años. Casi todas las muchachas a sus 15 ó 16 años ya tienen sus primeros hijos al hombro constatando que hay algo en toda esa latitud bulliciosa que hace hervir las células desde temprano.

Al llegar lo primero que se siente es la brisa salobre de la bahía. Cuatro calles en forma de L, dos parques, tres invasiones recientes. Pareciera que esa fisonomía hubiera sido diseñada para la marginalidad y la exclusión.

No son gente de problemas. Todo conato de reyerta no pasa de ser un revirar al aire, manoteo de mujeres macizas, gritería que culmina en goce.

La razón es que aún late un aire apacible (rural quizá) y cierto respeto por los mayores, además de una filosofía de la vida asumida sin inconvenientes. Un senequismo primordial que deberíamos copiar. Son más de 17.000 habitantes cuidados solo por cinco policías: un comandante y cuatro agentes con dos motos. En cambio, en la ciudad del fondo, la ciudad de las marquesinas y los vítores, más de 650 agentes resguardan a 25 muchachas en el Concurso Nacional de la Belleza.

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Cartagena tiene un aparato económico diversificado con industria manufacturera, turismo, comercio, actividad portuaria y de servicios. Pero el desfase entre pobres y ricos demuestra una estructura económica con características de sociedades en estado de supervivencia. Ni siquiera entre la refinería de petróleos y las plantas químicas (que aparecen entre las grandes manufactureras de Mamonal, vecino rico de Pasacaballos) hay encadenamientos. Su situación se asemeja más a una economía de enclave que a una integrada, según expertos.

Hoy pocos nativos de Pasacaballos trabajan en las más de 620 industrias que funcionan en las vecindades. Hay dos escuelas y un instituto técnico. Menos de la mitad tiene empleo. La pesca y la escasa agricultura son las únicas posibilidades de ganarse la vida. En el 2007 llegó en alcantarillado, pero un 80% ya no funciona porque se taponó, sin embargo la empresa cobra su uso mientras las calles se inundan de aguas servidas.

En los años 70 y 80 la zona sufrió estragos por el derrame de sustancias químicas en algunas industrias. Hubo un tiempo en que nacieron niños con un dedo de más en las extremidades. De eso se hicieron estudios, pero no pasó nada.

El 8 de diciembre de 1978 a las 9 p.m., un tanque con 42 toneladas de amoniaco estalló en Abocol y el pueblo (que bailaba) fue sorprendido por una nube tóxica que mató a 36 personas.

En junio del 2005 el escape de una sustancia tóxica dejó 70 afectados. Nunca se supo qué sustancia fue, ni cómo ocurrió. Primero dijeron que se trató de un derrame en un barco y luego que fue un accidente en el complejo. No hay investigación al respecto y aún no se explica cómo el sector industrial carece de protocolo de emergencia a pesar de las inmensas divisas que arroja.

***

Al lado de Pasacaballos hay tres invasiones. Son extensiones suyas, nacieron de sus mismas carencias.

Benkos Biohó: nombre en honor a un negro cimarrón de Guinea que dio batalla a los españoles en una portentosa y cinematográfica trama histórica.

La Cangrejera: con cuatro calles donde cangrejos desfilan sobre escombros y légamo.

Y, la última, desalojada tres veces por la Policía: la Madre Herlinda Moises, en nombre de una misionera austriaca que trabajó 40 años en el sector y que fue perseguida y torturada en los años 80. Moises fue una mujer con un temple pocas veces visto en la bahía. Cuidó la salud y la educación de muchos. Su legado es valioso.

Un día se encarajinó con tanto baile y mandó a pintar la entrada del cementerio con una admonición: "Hasta aquí llegó tu orgullo".

La reprimenda causó efectos, demoró lustros. La borró solo la intemperie. No hay duda de que el orgullo al que se refería Moises no era el envanecimiento ni la altivez relapsa. Lo que avisaba la madre con la sabia premisa era que todo baile cesaba con la muerte.

Así que desde ese momento, llevados por una lógica motivación, los pasacaballeros redoblaron su frenesí por el meneo.

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Es sábado al mediodía. Al fondo de los locales siempre hay un televisor sintonizado en el canal local de Pasacaballos. Un joven presentador bastante doméstico y bonachón anuncia los principales eventos. Esta vez notifica que en la "zona rosa"—la Calle Real— ya se han encendido los picós, aparatos de música que tienen que calentar con horas de antelación. Con rodeos anuncia que esa noche en la canchita de microfútbol tocará El Rey de Rocha, una especie de tótem musical ensordecedor capaz de alterar el amperaje de un pueblo entero. El aparato trae 20 operadores y un cantante: el famoso Walditrudis, que viene "con los más pegados" y que hace sus presentaciones con pista y todo.

El Rey de Rocha tiene 20 años de historia musical, es contratado como si fuera una orquesta, viaja por pueblos y ciudades e incluso lo contratan para animar barriadas enteras en Caracas.

***

En toda esta extensión hay un tratado de estética que no se conoce. Se necesitan ojos nuevos para detallarlo: las cursilerías en los anuncios de fiestas, el glamour de los talleres de latonería y pintura, el desfile de las barcazas de maderas tristes, el goteo, los llamados, los ladridos lejanos.

Los niños juegan con cajas de cervezas en los charcos, buscan racimos de cangrejos.

Hay una playa de barro a orillas del Canal del Dique donde un ferry quejoso lleva y trae automóviles hacia la isla de Barú.

A un lado hay un restaurante de comida corriente que se inunda con la marea. Un niño rasga con vigor acuciante el fondo de un caldero. Se siente entonces el tropel de mujeres haciendo comida y el olor de la fritanga y ponen con escándalo palanganas de jureles, sábalos y lebranches y otros peces de vientres plateados a los que nadie les sabe sus nombres. Son pescados que parecen seguir mordiendo después de fritos. Tienes que chorrear limón sobre esa gordana exquisita. Al lado te ponen cucharas de totumos, lingotes de yuca y ñame con suero chorreado, un botellón de ají chivato lleno de cebollas y ajos fermentados en agua de panela, y un platón de plástico donde te echan unos tres cuartos de litro de sopa de pescado, para que no te quejes. Lo cual no está muy lejos de las bodas de Camacho. Todo no supera los 5.000 pesos y eso porque están en fiesta, ya que en otra época es más barato.

El que no tiene los 5.000 puede ir donde Edelsy Pineda, en la esquina siguiente, que fríe en un caldero con aceite oscuro varios kilos de tripitas (chinchurria). Los corta en generosos trozos chorreantes de grosura y sabor y los sirve en papel de estraza con patacones bañados en suero picante. Todo por 1.200 y hasta por 1.000 pesos.

Un grupo de diez muchachos espera con ansias las suculencias.

***

En un negocio de terraza sin nombre, justo en la mitad del pueblo, han puesto un ventilador que no refresca los cuerpos pero enfría los tubos electrónicos de un animal de sonido que retumba. En esta terraza la gente converge cada fin de semana antes de decidirse por el baile de la noche.

En la entrada, un gallo mira extasiado el alboroto que arman unas muchachas que echan agua a los que pasan por la calle. Cada vez que el aire vibra con el sonido del picó el gallo se sacude.

Se abre en el recinto la voz de una mujer. Puede ser Mbilia Bell o Miriam Makeba. Aunque no entiendan congolés dos parejas se juntan con fruición. Luego otras dos y luego dos más. Las mujeres se ceban a los hombros de los hombres, cierran los ojos, parecen pájaras dormidas. Suave es la frotación de los afelpados sexos detrás de las ropas. Repiten lo que dice el disco usando el lenguaje champeta, ese lunfardo movedizo que porta una alta dosis de desquite social y que ostentan sin vergüenza.

No hay duda de que cuando los cuerpos se trenzan al lado de un picó aparece una realidad más allá del atronador cuadro que vemos. Hay algo más que esa sensual coreografía de alucinante rareza. Y es que detrás de ese hechizo hay una historia silenciada.

***

"Aquí no hay 'fartedad'", jura Luis Miguel Berrío. Lo dice como quien tiene una prisa inmensa por completar una argumentación poderosa. "Aquí lo que hay es un solo estrato. Uno en todos lados. Uno que entra y uno que sale".

Berrío es uno de los fundadores de la invasión Benkos Biohó. Es un profesor conocido que desde hace años trata de escribir la historia novelada de Benkos Biohó. Es calificado por las autoridades como un "invasor profesional", pero en cambio él riposta diciendo que es un "recuperador de tierras", porque en el territorio nacional un colombiano jamás será invasor.

Sus alumnos y la comunidad le endilgaron el apodo de el 'Tierrelita', un pájaro pequeño e iracundo que revolotea los lados de la bahía. En verdad parece que insultara cuando habla con sus gafas, su dorso desnudo y su mochila.

Acto seguido Luis realiza un ejercicio de imaginación con sus manos en el aire:

"Ni más ni menos. Aquí quedaría la universidad. En el solar de allá, los colegios. Más allá, el parque, los paraderos. Los muchachos jugando, allá. Ni más ni menos. Allá donde pican las culebras tendríamos una estación de Policía".

Sueña con regalías y bienestar. Son los espejismos que toda esta extensión asoleada produce. Pero algo lo despierta y entonces regaña a unos muchachos sudorosos: "¡Oigan, ustedes qué tanto se asolean!" Y enseguida remata:

"Los políticos lo saben. Acá las cosas son de otra manera. Ellos tienen una frase: 'A Pasacaballos hay que llevar la tula o si no perdemos'".

Por cierto, en las últimas elecciones la actual alcaldesa sacó unos 357 votos. Cantidad casi pueril ante sus 17.000 habitantes. Esos votos, según Luis y muchos otros, justifica el desinterés por estas lomas.

Por eso las invasiones nacen de manera abrupta. Así nació la de Benkos Biohó hace 17 años, un 3 de diciembre. Mientras jugaban un partido de futbol en un solar al lado del cementerio se acordaron de que ese terreno no tenía dueño. Así que la armaron y antes de terminar el partido ya tenían sus espacios parcelados y sus ollas de sancocho. Pasaron la noche en sus nuevas propiedades. Luego de años de lucha tienen ya unas cuantas hectáreas donde albergan a 400 familias. Hace poco Ecopetrol, la empresa más importante del sector, les propuso pavimentar las calles en la medida en que la comunidad pagara el transporte de materiales. Pero Luis dice que es imposible. "A veces, ni siquiera hay para el bus de uno, imagínate".

Es cierto, lo peor que pudo ocurrir en la historia de Cartagena es que los pobres no sepan aún que están solos. No obstante, todo individuo resistirá la extrema pobreza en la medida en que lo dejen bailar.

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Entre las invasiones de Benkos Biohó y Madre Herlinda hay una taberna de tablas donde se juega dominó, una diversión de 3.000 años de antigüedad practicada por chinos y árabes. Los que lo crearon simularon en ese juego el azar de la vida misma y lo lograron porque con cada partida lo que el ganador siente es una especie de conciliación con los albures.

Cervezas van y vienen. Los que no quieren cerveza toman con estilo Ron Coquito arrugando sus rostros. "Acá le llamamos ñeque con sello", dice el despachador.

Si alguien tropieza por casualidad la mesa de al lado, las disculpas son entregadas una y otra vez como para constatar que lo que se está dando son verdaderas disculpas.

"¡Benedicamus Dómino!" (¡Bendigamos al Señor!), decían los monjes de la Edad Media cuando ganaban un partido de dominó, de ahí su nombre.

"¡Mierda, te jodiste, no joda!", gritan estos hombres al ganar una mano.

Se echan galones de maicena. No se meten con los que no conocen. Se agarran las nalgas. Se abrazan. Se agarran las barbas con saliva en los dedos.

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Empiezan a pasar los disfraces. Unos negritos que fingen ser negritos rabiosos pintados con carbón, y que podrían ser, facilito, tataranietos de Biohó.

Otros niños ofrecen a los jugadores bandejas de tripitas, morcillas dulces y yucas envueltas delicadamente en hojas de bijao. Cada porción vale 500 pesos. Los jugadores comen con fruición.

Pasan unos encapuchados empatados de azulín. Cobran 1.000 pesos, no menos. Si no pagas te manchan.

Pasa un hombre degollado derramando sangre de anilina. Cobra 500 pesos.

Pasa un hombre en burro llevando bidones; la única manera en que llega el agua a estas lomas. Cobra 2.000 pesos por 12 latas. Detrás, una niña carga el peso inmenso de dos tanques. Justo a su lado tres muchachas desperdician el líquido mojando a dos hombres que corren.

Acto seguido ocurre un escándalo impresionante y es que han entrado a la terraza dos hombres disfrazados de maricones.

"¡Llegaron las cagás!", gritan los niños de las morcillas.

Hacen su despliegue. Son hombres fornidos. Parecen fisicoculturistas. Ríen y hay que darles plata por el hecho de que te agarren el sexo.

"Ustedes no son ningunos maricas", dice alguien carcajeando.

Pero ellos van metiendo la mano al pene de todos los hombres. Lo hacen duro pero suavizando sus rostros, impostando la voz como si estuvieran deschavetadas. No hay varón que se salve. Nadie se mete con ellos, nadie les agarra las nalgas.

El papito va y el papito viene.

"Vámonos para la esquina, escondámonos en el solar, oye", dicen mientras te agarran. Se te insinúan y te hablan en una lengua lúbrica y sodomita. Luego se van contentas con toda su puesta en escena a buscar más bolas.

En la esquina siguiente unos muchachos se hacen ellos mismos cortes de cabello a lo bárbaro, se raspan con chuchillas hasta sacarse sangre. Se arreglan para ir a las fiestas de otros barrios.

Una mujer en bata se asoma a su puerta, cree saber lo que pretenden, y les habla con voz amarga:

"Ustedes no calientan las casas, oye. Lo que quieren es el baile, oye…"

"No vayan más allá de Pasacaballos. No sea que los miren con aborrecimiento…"

"No llamen la atención. Los otros barrios no son de ustedes…"

"Allá no los quiere nadie".

***

Llega la noche. En las calles hay motocicletas a lado y lado y bulla y niños. Hay que cumplir con El Rey de Rocha. En cuanto uno llega a la taquilla lo tratan como a un conocido, le dan palmadas, sonríen mientras hacen la requisa.

La cancha de microfútbol está cubierta por cuatro paredes de láminas de cinc. Hay unas mil personas adentro. El calor te arropa pero el sudor te redime, te convierte en otro. Te mete en un vasallaje milenario.

Los hombres llegan con aretes, camisas de colores vehementes, bermudas, sandalias, portan gafas aunque sea de noche.

Hay más mujeres que hombres en la cancha y cada una de ellas tiene el vaivén del mar en sus caderas.

No hay sillas para sentarse, así que el gentío se encarama en unas graderías despedazadas. Una máquina de humo deja envueltos a todos en una neblina.

El picó está sentado sobre un andamio donde dos hombres hurgan aparatos digitales que hacen zumbidos y estridencia. Tiene inmensas letras en colores sicodélicos. Una luz estroboscópica hace lentos los pases. Walditrudis canta y no se entiende. Lo que importa es el ritmo. Hay un policía solo que parece resguardarse detrás del andamiaje y a veces se menea al ritmo de la música.

Algunos hombres mean en una esquina y no les importa a las mujeres ni a quienes organizan el baile. Las mujeres en cambio lo hacen en un sanitario portátil que tiene una fila inmensa. El olor a cerveza se revuelve con el del meado y se extiende en el recinto.

Una y otra vez pasan olas de maicena y agua. Los buscapiés buscan las cabezas. Luego de un rato ya le pierdes el miedo. Walditrudis da la orden y los asistentes levantan las manos como sosteniendo un peso titánico. La canción dice si me ven por la calle/ triste y destrozado/con los ojos aguados/es por mi mujer... lo demás no se entiende, pero no importa. Así empieza una tanda que parece durar toda la noche. Hablan, todos hablan mientras bailan, pero nadie oye.

Afuera hay mesas de fritangas, gente que curiosea por las grietas de las láminas de cinc, varios hombres descamisados bailan con parejas imaginarias y algunos muchachos los imitan.

Toda cosa se mueve al ritmo del picó. La luz estroboscópica aletarga al mundo.

Todos estamos hermanados. Todos quedamos bautizados por la estridencia.