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16 de septiembre de 2003

Zona Crónica

Cien horas entre la basura

Cuatro días pasó el escritor Cristian Valencia trabajando con algunos de los 165 mil recicladores de bogotá. Del parque de la 93 al relleno sanitario Doña Juana: hizo el curso completo.

Por: Cristian Valencia

A veces pienso que la labor del periodista moderno es para quienes logramos un máster en esquizofrenia: seres capaces de camuflarnos en la ciudad y oficiar de cuanta cosa. Por cuenta de SoHo varios colegas hemos estado en situaciones extremas. Un buen día al jefe se le ocurre que lo mejor sería hacer una crónica de un hombre sin paracaídas cayendo de un avión y de inmediato ahí está uno haciendo cara de qué te puedo decir. "¿Se le mide o no se le mide?", dice el jefe con tonito retador. Entonces listo.
En este caso se trató de pasearse por el mundo de las basuras bogotanas durante cien horas. ¿Se le mide o no se le mide? Claro que pensé en la cantidad de bacterias peligrosas que puede haber en cada centímetro de desecho; en los inigualables olores; en los problemas pulmonares; en el ébola encerrado en una cajita por un científico local que a última hora decidió botarlo por el shut; en el desastre de Doña Juana en el 97. Me le mido.
Trabé relación con algunos manejadores de zorras de la 93, y en menos que canta un gallo estaba matriculado como principiante de zorrero. Mi maestra era Gloria, una mujer de 32 años, madre de cuatro hijos, con una sonrisa generosa. Para ella, nadie que esté en sus cabales elegiría andar la ciudad en una zorra, o quizá sí. Sólo si se tratara de la versión excéntrica del aeromodelismo: el zorromodelismo. Sin embargo, algo alcanzó a decir entre dientes, y de todos aquellos murmullos pude deducir que el curso prometía desventura y acción; desdicha y persecuciones; el fascinante mundo de la ciudad invisible, que se desecha con inconciencia y nadie sabe a dónde va a parar.
-Nos vemos mañana en el Dizque a las siete de la mañana -dijo ella, muy severa.
-¿El Dizque? ¿Dónde rayos queda
el Dizque?



El Dizque
Como no hay una versión aprobada por la Academia de la Lengua sobre este sitio, y como ha sido bautizado por el uso popular, decidí optar por el ‘dizque‘ con zeta, con el que se ventilan los secretos de cualquier comunidad: dizque se fue con otro, por ejemplo, algo así como una forma de reciclaje verbal de las versiones oficiales. El lugar queda arriba del centro: un poquito al sur de Las Cruces, un poquito al oriente de Lourdes, un poquito Al este del paraíso. A las siete de la mañana la neblina se asentaba sobre esa ciudad de abajo, la que llamamos Bogotá, de la que sobresalían algunas agujas de iglesias coloniales, un friso del Palacio de Nariño o una gárgola, qué sé yo. A esas alturas ya estaba mentalizado sobre mi situación, y comenzaba a ver la ciudad con los ojos de Gloria, quien vive junto con 17 personas más en una casa de cinco habitaciones.
Gloria nos esperaba en una esquina vestida de punta en blanco. No tenía nada que ver con la mujer que habíamos conocido en el Parque de la 93. Fuimos primero a echarle un ojito a Pirulo, el caballo, en las pesebreras, ubicadas exactamente al lado de un estacionamiento de zorras construido en el aire a fuerza de ingeniería local. Pirulo es un jamelgo en buen estado con un genio de los mil demonios, quizá porque siempre soñó con ser un tigre. Si el equivocado periodista quiere acariciar la frente del caballito, como lo hacen en todas las películas, Pirulo manda un tarascazo con gans de mano reporteril. Así que, "Hola Pirulo, ¡¿cómo estamos de genio, maldito caballo?!".
El Dizque es una calle mocha de 50 metros, cerrada, con casas de antejardines floridos. La sensación de extrañamiento es tan intensa que en un momento le pregunté al fotógrafo: "Esto es Bogotá y estamos en el 2003, ¿cierto?". Lo hice porque lo que estaba viendo no concordaba para nada con esa idea. Estaba en un barrio de gitanos que herraban a sus caballos y revisaban los engranajes de su carreta; en un sitio lleno de gente trabajando en oficios de otro tiempo. Recordé la época rosa de Picasso: los volatineros, saltimbanquis, el loco y los juglares retozando en el campo dispuestos a tomarse la ciudad a golpes de tambor y malabarismos.
Luego de revisar herraduras, engranajes, aperar y darle de comer al tigre, salimos. Gloria había cambiado su indumentaria por el uniforme de zorrera. Y se nos pegó Peter Alexander, su hijo, que ese día no tenía colegio. Para mi gusto, el tiempo me estaba jugando una mala pasada. Ir por la séptima a las doce del día montado en una zorra es una cosa de no creer. Comencé a pensar que los buses, el ruido, los pitos, el smog y tanto edificio pertenecían a un mundo posible pero imaginado. Que en realidad yo era un campesino irlandés, paseando con la familia en tílburi. Y que los dioses nos transportaron a ese mundo de bárbaros. A pesar de ser una ciudad tan ruidosa, los ecos de los cascos contra el pavimento se escuchaban en primer plano. Gloria escogió el carril de velocidad para nuestro paseo vespertino. Parece ser que una zorra vale más que mil palabras. Yo estaba aterrado: ¿Cómo se puede sentir vértigo a doce kilómetros por hora? Luego de pensarlo un poco deduje que era por atravesársele, a esa velocidad, a una cosa que viene a ochenta y se llama ejecutivo.
-Gloria, ¡por Dios! -le dije, agarrado de lo que podía, con ojos de espanto.
-Fresco -me dijo, por fin, para tranquilizarme-. Gócesela.
Así lo hice. Encendí un cigarro y comencé a cantar una canción de campesino: "Por el camino de un sitio mío un carretero alegre pasó". Todas las amenazas parecían virtuales: nosotros estábamos en las praderas de Irlanda, y era un bonito día después de todo.

Basurita mía
Paramos la calesa frente a Cinemanía. ¡Oh, Pirulo!, dije sin necesidad porque Pirulo y Gloria tienen una relación telepática. Ella agarra las riendas sólo para la tranquilidad de los demás. Adora a su caballito, y él a ella. "Es el que me da de comer", dijo. No es difícil imaginarla en la pesebrera contándole los problemas a Pirulo. De tener apellido ese animal, seguro será Freud.
La razón para reciclar en el norte tiene su explicación científica: en los barrios populares salen 0,45 kilos por persona al día; en el norte, hasta un kilo diario. Eso sin contar que la porción orgánica en barrios populares supera el 60 por ciento y en el norte no llega al 40. Se entiende que en el sur uno agarra los bananos casi de la mata, y en la 82 para comerse el banano hay que pelar mucha cosa antes de encontrarse con la cáscara.
Gloria abrió la primera bolsa. A ojo de buen cubero estaba llena de papel. Así que yo agarré mi bolsa y la abrí: aquella cosa lo primero que hizo fue vomitar los restos de un arroz chino sobre mí, y un olor... válgame Dios que inventó todas las cosas, incluyendo esa mezcla de letrina en billar calentano con secaderos de pescado en Gamarra y un airecito a mortecina que me hizo retroceder unos pasos, pensando en lo peor. Por ejemplo, que en una oficina encontraron una rata y la mataron a palazos, y el cadáver demoró un día encerrado en esa calenturienta bolsa plástica antes de toparse conmigo.
-Esta no sirve -dije.
Gloria apenas me miró, agarró la bolsa, la abrió por el fondo y de nuevo encontró papel. Entonces cogí otra bolsa, miré a Gloria, le di vuelta y la rasgué. Pizza de anchoas en primer plano, platos de icopor untados de postre y papel, pero higiénico, cubriendo unos extractos bancarios que sí servían. Le di la vuelta y la abrí por el derecho. El propietario de aquella bolsa se alimentaba bien: un espinazo de pescado entero, cáscaras de camarón y tenazas de cangrejo se dejaban oler de inmediato. Entonces aparté las porquerías y comencé a sacar tesoros, por los que pagarían oro en cualquier parte. Ignoro quién desechó tal cantidad de extractos sin destruir, pero la información que saltaba a la vista era muy valiosa. Me enteré, por ejemplo, de todos los datos del desdichado señor Gustavo R.: cédula, teléfono, número de cuenta y demás. Supe también que le estaba yendo muy mal: en enero de este año don Gustavo tenía la módica suma de 456 millones, y en cuestión de siete meses su capital apenas llegaba a dos millones de pesos. En otra bolsa encontré un arrume de hojas de vida sin romper. Gente ignorante de que su esperanza estaba en la caneca. Reynaldo Emilio V., un chico con cédula de Soacha, buenas referencias y una foto a full color en papel Kimberly, estaba destinado a ser papel en blanco. También encontré tarjetas inteligentes, identycards, certificados de votación, fotografías rotas... y una nota de amor desesperada:
"(...) Como ahora estás convencida de mi amor, querida Claudia, ya me pones la angustia de no encontrarte. Estoy a las puertas de tu oficina y pienso esperar a que salgas. (...) ¿Cómo evitarás verme ahora? Tendrías que salir escondida en el auto del jefe. Pero no me importa, dile que mire, dile que se dé cuenta de que tengo el corazón abierto hecho un manojo de rosas con espinas (...)".
Firmaba la nota un triste Pablo. Parecía una carta desesperada de San Pablo a los corintios, tratando de evitar la invasión. Definitivamente la basura es un réquiem por los sueños de muchos. Mucho Reynaldo, mucho Pablo, mucho Gustavo. Ora pro nobis peccatoribus.

Noche de ronda
Mad Max, diario de campo: Gloria dijo que nos teníamos que mover. De las 23 bolsas que botaron tan sólo quedaron cuatro de sólo basura. El resto lo llevábamos en nuestra carreta. Peter Alexander no había trabajado con nosotros. Sólo cuando hubo necesidad de apisonar el papel para que cupiera más, saltó de alegría. "Yo lo hago", dijo y comenzó a bailar sobre el papel como un marino de Ulises apisonando uvas para el vino de la hecatombe.
Encontramos otros legionarios al sur del Parque de la 93. Eran amigos. Más que amigos, familia, gitanos con todos sus códigos de solidaridad a flor de piel. Peter dijo que se quedaba. Su lugar lo tomó Adriana Juliana, una chiquilla que podría volver vegetariano a Idi Amin Dada. El sol espectacular que había mantenido el cielo azul estaba a punto de decir chao. Antes de despedirse tiñó todas las cosas de naranja. Creo que deliraba en mi tílburi cuando sentí el pitazo de una volqueta por la carrera 15. Era Bogotá, haciendo su estridente aparición.
En la noche estacionamos en una esquina del Parque de la 93 a esperar unas canecas. El pico y placa había pasado, Montoya estaba en Bogotá, los harlistas harían un espectáculo de los suyos, y mi sueño de tílburi por Irlanda se había desvanecido: tenía hambre y frío. Y estaba cansado. Era de nuevo Mad Max: un reciclador profesional. A esas alturas hubiera dado mi vida por reciclar a los harlistas. ¿Qué diría Pirulo Freud si le contara que hay quienes disfrutan sentándose sobre un trueno? Qué sé yo. El reciclaje es así. A veces teníamos mucho movimiento, y a veces el tiempo moría, dejando paso a la imaginación. Pasó también Pablo VI en cybachrome, sobre un camión musical. Me hubiera gustado reciclarlo también. El tercer mundo está lleno de anacronismos.

Regreso con Gloria
A las nueve treinta salió la basura de una marisquería conocida. El olor era tan hediondo que recordé una mortandad de peces en la ciénaga de la Virgen. Era como si todos los peces muertos estuvieran en esas canecas. Y aunque la madre naturaleza decía con todo su ímpetu "favor no tocar", era necesario reciclar aquello. Lo hicimos, hombro con hombro, mientras las Harley nos favorecían con su ruido y a solo dos metros veíamos caer al piso adolescentes borrachos. Éramos invisibles. Y aquel mundo de neón tan colorido no nos incumbía. De todo aquello, solo nos fijábamos en la basura.
-Se acabó la noche -dijo la Gloria cansada-. Ahora a esperar a Chepe.
Chepe es un personaje importantísimo en esta cadena de gitanos, el amo y señor de la cooperativa El Porvenir. Viaja por la ciudad en un camión de estacas, recogiendo lo reciclado por el resto de la familia. Llegó a eso de las once en un camión, en la mitad de un cielo despejado, lleno de estrellitas desvaídas y frío.
Me sentía como si hubiera ganado una etapa de alta montaña en el Tour de Francia. ¿Dónde están los periodistas para dar un saludo a mis patrocinadores y a la novia más linda del mundo? Pesaron la mercancía, Chepe hizo sus cálculos y soltó un número en voz baja. Según mis cálculos, Gloria ganaba más o menos 266 mil pesos al mes. Sin primas ni prestaciones ni seguros.
Lo demás fue regresar al Dizque encaravanados, junto a una carreta que ostentaba orgullosa el nombre de ‘La banda del carro rojo‘, como aquella ranchera peligrosa. La recompuse mentalmente: "Dicen que venían del norte, en carreta colorada, traían cien kilos de sueños, que les estaban vedados".
Velocidad de crucero: 25 km por hora aproximados; estado corporal: cansados; reporte del clima espiritual: cielo despejado, y silencio en la larga noche bogotana, abrazados por los ecos de dos caballos galopantes.
Llegamos a las dos de la mañana. Desenganchamos al tigre y estacionamos la zorra. Nos dimos un abrazo fraternal y nos despedimos. Nos veríamos en dos días porque, ¡horror!, al otro día yo debía ir a Doña Juana.

Doña Juana
A las tres de la mañana llamé a un médico amigo. Muchas imágenes me llegaban en torrentes sobre la señora Juana: una montaña de basura que se derrumba; el río Tunjuelito represado a punto de desbordarse, familias enteras damnificadas; chulos, ratas y perros en cacería mortecina.
-No debería ir -dijo-. Creo que allá venden epidemias a Bin Laden. Tómese una aspirina. ¡Y no me vuelva a llamar a estas horas! ¿Estamos?
-¿Existe algún suero contra la picadura de chulo?
Colgó.
Muy temprano nos encontramos con nuestro contacto, funcionario del Distrito que prefirió permanecer anónimo. Su nombre es Carlos, experto en tratamiento de basuras. Hombre de unos cuarenta años, apasionado por el tema. Con pocas palabras me prometió sorpresas y me lanzó una cifra: desde enero de 1999 a septiembre de 2002, la ciudad de Bogotá ha producido casi seis millones de toneladas de basura y todas están en Doña Juana. Se necesitarían 150 mil tractomulas para transportarlas. Una tras otra cubrirían la carretera desde Santa Marta a Quito.
Doña Juana está en el pie de monte del Páramo de Sumapaz, al sur de la ciudad. Cuando llegamos fuimos a la oficina del interventor: un hombre rubio, canadiense de Québec. Uno de los propietarios de la segunda compañía en el mundo en tratamiento de basuras. "¿Estamos en Doña Juana?", pregunté incrédulo al fotógrafo.
Mad Max se moriría de hambre allí. Primero que todo dejó de ser un ‘botadero‘ como Mondoñedo, y ahora es un ‘relleno sanitario‘. Segundo: tiene una planta de tratamiento para líquidos lixiviados: toda el agua podrida que produce ese desecho se conduce por canales subterráneos hacia unas piscinas, en donde es tratada para devolverla limpia al río Tunjuelito. Tercero: los chulos y los perros se han extinguido en aquel lugar. Cuarto: huele a lo que huele un camión de gas por la ciudad. Quinto: todo está pavimentado y las excavaciones destinadas a la basura están recubiertas con una geomembrana negra de una pulgada de espesor, que permite el paso del líquido sin que la basura contamine la tierra. Tecnología de punta en tratamiento de basura que hasta los candidatos a la Alcaldía desconocen. Aunque en el debate televisivo sólo escuché a María Emma diciendo que iba a acabar con el problema, ninguno de los otros la refutó. Como si un ciudadano exigiera construir unos puentes en la 26, y el candidato dijera: estamos trabajando en eso.
Por mi parte me sentí estafado. Quería probar mis condiciones, jugar a Michael tratando de sacar a Nikita por las cloacas. Pero resulté pasando un día de campo, rodeado de montañas verdes y unos cráteres revestidos de negro, de lo más titinos.

Los últimos tiempos
De nuevo me encontraba en el Dizque haciendo lo propio con soltura. Pirulo había amanecido de mejor genio, estaba recién comido. Peter Alexander no nos acompañaría. Y Gloria, ahí, con su sonrisa y su buena disposición. Emprendimos camino mientras conversábamos: otra vez Irlanda y el tílburi, en medio del caos. No había cambiado mucho la vida desde la última vez que nos vimos. Las expectativas eran las mismas, con una pequeña variación.
-Gloria, tengo malas noticias -dije-. Ayer estuve en Doña Juana todo el día.
Me miró como preguntándome ¿qué tiene que ver esa señora conmigo?
-A finales de octubre van a obligar a la gente a reciclar y creo que el trabajo suyo... -continué.
- Ya lo sabíamos.
- Pero quieren vincular a los recicladores.
- Humm.
Las 35 mil zorras y los 165 mil gitanos solidarios están en peligro de extinción. Aunque les han dado un año para autodestruirse, hay posibilidad de que se queden, sólo si cumplen ciertas normas: una de ellas quiere uniformar al caballo con chaleco reflectivo.
Misma ruta, mismo día tal vez: todo se repetía con exactitud. Yo había dejado de mirar en dónde metía las manos, tan sólo sacaba basura mientras hablaba con ella. La labor de apisonar el papel ya no se hacía con la dicha de Peter Alexander, lo hacía Gloria como algo más del oficio. Y yo la miraba, pensando en su buena actitud frente a la vida, en esa manera de sonreír en medio de aquel trabajo.
Llegó la noche, igual que aquella vez nos estacionamos frente a la marisquería para el remate. Luego esperamos a Chepe y me pareció todo igual, excepto que éramos dos días más viejos, excepto que después de llevar a Pirulo al Dizque yo regresaría al mundo que me tocó en suerte. Y ellos continuarán por los siglos de los siglos en la ciudad invisible. Recordé una canción en honor a los recicladores de Río, con su Corcovado de manos abiertas: "Y la ciudad, con sus brazos abiertos de cartón postal, les cierra oportunidades y les muestra el rostro duro del mal (...) Es el arte de vivir con fe y sin saber con fe en qué".
Gloria a Dios en el cielo. Y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad.

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