Home

/

Historias

/

Artículo

19 de junio de 2007

Colombia

Me niego a decirle "Gabo" a Gabriel García Márquez. Me niego a aceptar que Amparo Grisales es nuestra gran diva.

Por: Ricardo Silva Romero www.ricardosilvaromero.com
| Foto: Ricardo Silva Romero www.ricardosilvaromero.com

 
Me gusta esa frase que uno encuentra en las puertas de las neveras: "La casa está donde está el corazón". Me gusta la idea. La entiendo. Estoy de acuerdo. Cada día me parece menos posible hablar de "el amor", "la felicidad" o "la patria" así como así, como abstracciones, como cosas que lo están esperando a uno en algún lugar del mundo. Sospecho que nada queda afuera. Que lo esencial sí es visible a los ojos. Que lo que llaman "el amor" en verdad es la capacidad de aliviarle la vida a una persona. Lo que llaman "la felicidad" no es un punto final sino un paréntesis. Y lo que llaman "la patria" no es un club sin requisitos (aparte, claro, de un orgullo insensato), sino el sitio al que uno llega cada noche: la gente a la que uno quiere contarle qué tal estuvo el día. Yo, quizás por deformación profesional, solo creo en lo concreto. Y si me hablan de Colombia, si me preguntan por qué sigo viviendo en el mismo apartamento, lo primero que me viene a la cabeza es que solo acá puedo irme a pie a ver a mis personas favoritas.

Yo no vivo en el país que aparece en los periódicos. Yo vivo en mi barrio. Y solo aspiro a que me dejen a hacer los recorridos por mi Bogotá, la pequeña Bogotá que alcanzo a recorrer de lunes a domingo, como si todos cupiéramos en esta esquina del planeta. Estoy bien acá. Les doy la mano a los conocidos que me encuentro por el camino. Cambio de rutas para no ver las mismas grietas en el piso. Y dirijo todo mi odio al perrito insomne de mis vecinas. Estoy tranquilo en este lugar, sí. Pero me siento muy lejos de esa Colombia en la que tantos políticos le han vendido el alma al demonio, tantos artistas se han dejado convertir en héroes nacionales y tantas personas han mentido en vivo y en directo sin siquiera avergonzarse. No, no quiero salvar al país ni quiero que el país me salve. Me conformo con cumplir las reglas. Con pasarles al teléfono a las cinco personas que me han tocado en suerte. Y con escribir estas cosas que escribo con las comas, los puntos y las tildes en sus sitios.

Qué puedo hacer: me siento lejos de esa Colombia que cada vez parece más un producto exótico. Abro las páginas del periódico con la sensación de que esa, la de la prensa, la de la televisión, la de la radio, no es una patria sino una casa en ruinas plagada de fantasmas: que el último que salga cierre la puerta con seguro, digo yo, que la empresa no se llame más Colombia sino cualquier cosa que signifique algo mejor.

No, no soy de allá. Me niego a decirle "Gabo" a Gabriel García Márquez. Me niego a aceptar que Amparo Grisales es nuestra gran diva. Me resisto a pelear con uno que aún le tenga fe a Álvaro Uribe Vélez. Me agota el gobierno. Me da vergüenza ajena la oposición. Me declaro insensible al hecho de (me da exactamente lo mismo) que Fernando Vallejo quiera devolver la cédula en la embajada más cercana. Me da cierta vergüenza —aunque se me pasa rápido— que me dejen frío esas noticias sobre colombianos que triunfan en el exterior. Y me reservo el derecho a no sentirme representado por Andrés López, por Juan Pablo Montoya, por Shakira. Que les vaya bien a todos. Que sigan siendo la punta de un iceberg que se derrite día por día. Pero que a nadie le sorprenda si me río de otras cosas, si estoy pendiente de otros héroes, si llevo con el pie izquierdo el ritmo de otras canciones.

No sé. Quién sabe. De pronto se me vuelva a salir, en el futuro, una nostalgia insostenible por la inteligencia de La luciérnaga, el sabor de las chocolatinas Jet, la inteligencia muda del Pibe Valderrama, la discreción ejemplar de Lucho Herrera, las columnas precisas de Antonio Caballero, las canciones torturadas de Guillermo Buitrago. De pronto descubra, en unos años, que incluso me hacen falta las cosas que no me gustaban en la infancia. Tal vez en unos años se me agüen los ojos cuando oiga la voz de William Vinasco Che. Que no es, ahora que lo pienso, un buen ejemplo. Pero hoy estoy convencido de que si dejara de ser el hijo de mis papás, si ya no les hiciera la vida más fácil a las personas que quiero (si, por ejemplo, me sintiera su dueño), me iría sin ningún problema a cualquier lugar en el que me dejaran ser este que soy.

¿Suena raro? ¿Suena absurdo? Estoy diciendo que voy detrás de mi corazón. Y que donde lata queda el país en el que vivo.