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17 de marzo de 2004

Columna/El carriel del Papa

Por: Ricardo Silva Romero

El gran interrogante que nos deja la gira europea del Presidente de Colombia, la pregunta que nos atormenta a todos un mes después de lo ocurrido, es qué tanto le habrá gustado al Papa aquel carriel que le entregaron. Sí, se trata de la segunda cartera paisa que ha recibido Juan Pablo II en su vida ("como me dicen que la ha usado bastante", le dijo Uribe, "creo que hay que reemplazarla por esta"), y sí, no se le debe mirar el colmillo a los caballos regalados, pero ¿fue un obsequio útil?, ¿el Santo Padre lo está usando para salir por la noche?, ¿lleva un amuleto de la suerte, celulares con El aleluya como timbre, laminitas del divino niño en sus múltiples bolsillos?, ¿anda por el mundo, ahora, diciendo "eh ave maría"? Los expertos aseguran que lo mejor habría sido regalarle un bono para un disco: habría sido impersonal, sí, pero al menos todos los colombianos, no solo los antioqueños (nadie lo duda: son gente estupenda), nos sentiríamos representados.
Entendamos juntos lo que está detrás de ese carriel. Lo primero que debemos hacer, creo, es comprender quién es su nuevo dueño. El Papa vivió una vida casi inverosímil -fue atleta, filólogo, obrero, actor de teatro, sacerdote polaco, profesor de teología- antes de convertirse, en 1978, en la cabeza de la Iglesia Católica. Sus pocos detractores lo acusan de politiquero: reconocen que su desprecio por el comunismo poco a poco se ha ido transformando en una queja por los valores torcidos del capitalismo, pero no le perdonan ciertas gestiones que al final rejuvenecieron a los Estados Unidos, no olvidan sus beatificaciones afanosas ni toleran sus sentencias retardatarias. Los protectores de sus 25 años de papado, entre los que se cuentan unos 37 millones de colombianos, se limitan a señalar titulares de prensa como "el Sumo Pontífice lamenta aumento de casos de abuso sexual por sacerdotes" o "Juan Pablo II condena los casos de antisemitismo, racismo y belicismo en la biografía del catolicismo" para dejar en claro que sólo un gran hombre es capaz de pedirle perdón a la historia.
Se trata, pues, de una figura mítica: visitarlo puede entregarle la paz a los hombres de fe. Pero se trata, también, de un icono explotado: fotografiarse con él, como si fuera el Mickey Mouse del Vaticano, puede conseguirles votos a los políticos más astutos. Nadie le frota la barriga en busca de buena suerte, no (sería una falta de respeto), pero se le piden milagros a la carta y se juran en vano sus palabras para alcanzar cualquier objetivo. Mientras el presidente Uribe le decía en aquel encuentro, refiriéndose al alto comisionado para la paz, "a este dele doble bendición" (que es como pedir combo agrandado en McDonald's) sin asomo alguno de vergüenza, los promotores de la nueva película de Mel Gibson, La pasión de Cristo, aseguraban que había exclamado "es como fue: cuatro estrellas" después de ver el debatido largometraje. Ciertas fuentes, mucho menos amables, insinúan que el Papa se quedó dormido "porque ya se sabía el final". Aseguran que en realidad, para lograr su visto bueno, lo pusieron a ver El señor de los anillos.
Pero volvamos a nuestro carriel. Pensemos que se trata de una bolsa de piel, pendiente de una reata de charol, ideal para llevar -cuando se es un arriero en Antioquia- una peinilla plateada, una baraja española y una navaja capadora. Pensemos que es un símbolo. Y ahora imaginémosla en el hombro del Papa hasta concluir, con el corazón en la mano, que el obsequio sí ha sido útil para todos. Para el Papa, porque en las sotanas no se puede guardar nada. Para el Presidente, porque su fe y sus votos se han conservado intactos. Para nosotros, porque al fin hemos entendido en qué país estamos viviendo.