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10 de septiembre de 2004

Cómo vive un colombiano desempleado

La vida de Gabriel Vanegas no ha cambiado mucho entre las 5:30 y 7:00 de la mañana.

Por: Jorge Franco

La vida de Gabriel Vanegas no ha cambiado mucho entre las 5:30 y 7:00 de la mañana. Se levanta a primera hora para despertar a sus hijos, él también se arregla al tiempo que ellos, desayunan juntos, recogen el desorden, tienden las camas, se despide de su esposa y lleva a los niños al colegio. Hasta ahí su vida ha sido la misma de siempre, más o menos hasta las siete de la mañana. Desde hace un tiempo, sin embargo, la vida de Gabriel Vanegas ha dado un giro tremendo que lo hace regresar a su casa a las siete pasadas, en lugar de dirigirse al trabajo como lo hacía antes de quedarse sin empleo. Apenas hacía cuarenta minutos que se había despedido de su esposa y ahora la está saludando de nuevo, le pregunta qué oficios hay programados para esa mañana, se refiere a las labores cotidianas: lavar, aspirar, barrer, planchar, a todo le jala Gabriel menos a lavar ropa, prefiere la terapia de la plancha, que le permite pensar y pensar, que es lo que más hace en sus días eternos. Piensa en cómo ha cambiado su vida desde 1997 cuando tuvo su último trabajo estable, con buen sueldo, que le permitió tener su apartamento, arrendado pero suyo, que le concedía ir de cuando en cuando a un restaurante, no lujoso, pero algún restaurantico donde podía darle rienda suelta a algún antojo, un trabajo decente con el que pagaba la educación de sus hijos, una salida los fines de semana, una visita a algún parque de diversiones, y mientras plancha, piensa, piensa, piensa en qué fue lo que pasó, qué hizo que esos pequeños lujos desaparecieran, si fue la carencia de otro idioma lo que lo dejó por fuera de la competencia, si fue que lo estigmatizaron por haber sido empleado público, ¿cómo es eso, Gabriel?, resulta que además de trabajarle al Estado, el Estado te devuelve a la calle con una mancha imborrable: empleado público, y Gabriel piensa que tal vez sí, que eso sí influye en la hoja de vida, y mientras estira la pernera de un pantalón, antes de dejarle caer la plancha caliente, Gabriel también piensa que a lo mejor ya está viejo y que por eso las hojas de vida que ha enviado se leen hasta que aparece la fecha de nacimiento, pero ¿cuántos años tiene Gabriel, entonces?, este solicitante que plancha y piensa solo tiene cuarenta y un años, está entero y en sus cabales, con más experiencia que cualquier recién egresado, con más recorrido que cualquiera que apenas comienza, y se ríe Gabriel cuando se entera de que a los escritores cuarentones nos dicen "jóvenes escritores", y él, con plancha en mano, ya se siente viejo porque lo envejecieron antes de tiempo, piensa, piensa y piensa.

En 1997 tuvo su último trabajo. Hoy llena las horas planchando la ropa de sus hijos. La vida le vuelve al cuerpo cuando regresan a la casa: puede sentirse útil ayudándoles.
Debe de ser bonito planchar la ropa de un hijo, pero debe de ser terrible plancharle el uniforme de futbolista que no podrá usar más porque no hay plata para pagarle a su hijo la escuela de fútbol, así que a Gabriel le ha tocado ser instructor y técnico y jugar con el niño los sábados en la mañana para reemplazar la academia. Y mientras dobla el uniforme tibio, piensa que es cierto que ahora tiene más tiempo para ellos, que puede ir a ver los partidos de básquet que juega el hijo mayor, que puede ayudarlos en las tareas, ahora les puede dedicar todo el tiempo del mundo pero no tiene cómo pagarles la educación, no tiene con qué llevarlos a un cine, ni puede comprarles un computador, quién sabe cómo y haciendo qué sacrificios fue que se salvó el Play Station que juega con ellos, o que a veces, cuando no está planchando, juega solo Gabriel para no pensar y pensar, se concentra en la defensa y en el ataque sin quitar los ojos de la pantalla y se desconecta de la culpa que lo atormenta: si yo no hubiera dejado aquel trabajo, si hubiera seguido en aquella empresa, si le hubiera hecho caso a aquel consejo, una cadena de "síes" condicionales que lo torturan cuando los recuerda, al menos cuando juega Play Station se olvida de qué hubiera sido de su vida ahora si no hubiera sido tan pendejo, si no hubiera dado tanta papaya, se culpa a sí mismo y no a los que venían empujando detrás y le corrieron la butaca, los que no estaban laboralmente muertos a los treinta y cinco años, porque, según él, así es la cosa: quien a los treinta y cinco no haya triunfado con algo propio o no se haya asegurado en un buen puesto puede ir mandando a hacer su lápida que diga: trabajó hasta los treinta y cinco años y ahora descansa, como Gabriel, no en paz sino afligido, mientras ve los programas de televisión que pasan por las mañanas, haciendo tiempo y crucigramas mientras llega el almuerzo, mientras suena el teléfono con alguna respuesta, pensando, pensando.
Gabriel admite que se ha vuelto muy irritable, que responde fuerte a cualquier pregunta cuando su cabeza se va llenando como una olla a presión, las válvulas de la ira comienzan a soltar vapor hirviendo y entonces él busca la calle porque prefiere caminar a insultar, no quiere que lo vean angustiado ni que noten el desespero de sus manos frotándose la cara y la calva, no quiere que nadie opine, camina hasta que las válvulas hayan aligerado toda la presión de la cabeza, regresa y finge que se siente bien, que está contento y pide perdón si es que hubo algún ofendido. Todo a su alrededor corre el riesgo de romperse como si la casa fuera un museo de porcelanas, y Gabriel sabe que él mismo se ha convertido en zona sísmica, por eso decide andar con cuidado, sobre todo porque desde hace meses vive en casa ajena, la casa de sus suegros que buenamente los acogieron pero Gabriel no se atreve siquiera a abrir la nevera, le dieron toda la confianza, pero no se atreve, como tampoco se atreve a echar nada al carrito del mercado cuando sale con su esposa y su suegra, ¿entonces para qué va?, porque se siente más o menos útil empujando el carrito, sumando en la calculadora lo que van comprando y retirando lo que se pasa del presupuesto, ayuda a cargar las bolsas, pero no se atreve a mirar la caja registradora cuando pregona el total de la compra, se siente mal, mira hacia otro lado, hojea una revista mientras su suegra paga, quiere que se lo trague la tierra y piensa, piensa, que si le llegara un poco de dinero no lo usaría para disminuir las deudas sino para contribuir en la casa, pero mientras llega el dinero añorado Gabriel se mete las manos a los bolsillos no para buscar un billete olvidado, sino para que las manos no delaten su desespero. Gabriel confiesa que de todo lo malo que le sucede lo peor es no poder aportar algo, mucho peor que la desesperanza y los remordimientos, peor que la decepción y el poco sueño, peor que esos momentos en los que le ha tocado hacer de la necesidad un evento: no se va a cine, pero se ve televisión; no se va a restaurantes, pero se trata de hacer de la cocina una fiesta; no hay un regalo para su esposa el Día de las Madres, pero hay mucho entusiasmo al momento de dibujarle una tarjeta con sus hijos, hay que hacerle una ceremonia a la chocolatina que fue el único regalo para la madre comprensible.
Luego van siendo como las 2:45 de la tarde, hora en que Gabriel puede sentirse útil nuevamente. Toma prestado el carro de sus suegros y sale a recoger a los niños en el colegio. Mientras maneja sigue pensando, no solo en sus hijos de doce y siete años sino en los años que lleva tratando de enderezarle el caminado a su vida, piensa en los esfuerzos, en lo que ha hecho para levantarse un trabajo, en la información que les ha suministrado a las páginas de internet que ayudan a buscar empleo, en los clasificados que lee cada domingo, único día en que se compra el periódico, en las empresas cazadoras de ejecutivos que tienen todos sus datos pero que no llaman, en las convocatorias kafkianas del Estado y del Distrito que todo lo empantanan con su papeleo, en las llamadas que les ha hecho a sus amigos, ¿quiubo?, ¿quiubo de qué?, curiosamente no han sido los amigos los que le han dado la espalda sino él, ¡Gabriel!, quien les saca el cuerpo a los amigos, no es vergüenza porque no se avergüenza de ser desempleado, Gabriel dice que es prevención, ¿cómo así?, así como suena porque ni él mismo lo tiene muy claro; sus amigos no lo han abandonado, tal vez no se reúne con ellos de solo pensar en el momento aciago en que toca sacar la billetera, aunque ellos no le pedirán que la saque; Gabriel, prevenido, los evita de todas maneras, es que el hombre no tiene ni para un tinto, pero Gabriel, hombre, a un tinto te invita cualquiera.
En fin, el caso es que Gabriel ya va llegando al colegio y ha tenido tiempo para pensar en sus intentos, que entre hojas de vida enviadas, llamadas y recomendaciones ya van sumando como doscientas, doscientos intentos que de la esperanza pasaron a convertirse en un simple hábito resignado, doscientos intentos de los que solo hubo quince respuestas, y todas negativas. Ya aprendió a leer el tono con el que le dicen: nosotros lo llamamos; se aprendió los trucos que hay en los avisos clasificados: ¡hágase rico sin moverse de su casa! ¡Su sueldo de un año en un mes!, trucos en el lenguaje y en la redacción que Gabriel aprendió a interpretar aunque alguna vez él también cayó cuando le ofrecieron vender lo invendible, ¿qué, Gabriel?, ¿una loca preñada?, ¿la voluntad de Maradona?, ¿un verano en Bogotá?, ¿la inteligencia de Pastrana? Cayó Gabriel al igual que miles de desesperados que intentan lo imposible con tal de tener un ingreso, otros infortunados que buscan la salida en el alcohol, en la droga o en el arsénico, por suerte Gabriel, entre todo lo que piensa no ha pensado en esas alternativas, como mucho compra esperanza en un billete de lotería y va a misa para negociar con Dios, Diosito si me la gano te doy la mitad que yo con la otra mitad salgo, pero hasta el momento Dios sigue en silencio. El día se va terminando y el teléfono no ha timbrado, vendrá la hora de la comida, hora de ver los noticieros que le dirán que la cifra de desempleados seguirá teniendo dos dígitos, que ya son millones como él que también se acostarán esa noche pensando en su calvario y en el rebusque del día siguiente, sin embargo, Gabriel se siente un desempleado con suerte, tiene familia, todavía tiene amigos, pero ¿adónde va a parar esta situación, Gabriel?, se queda pensando, la esposa pasa, los niños corren, el suegro tose, la vida sigue, Gabriel piensa, sabe que su situación es como una cuerda templada que día a día se va deshilachando.


Según datos del Departamento Nacional de Estadística, Dane, en julio de este año la cifra de personas desempleadas era de 2.641.000, mientras que en julio de 2003 era de 2.862.000, es decir 221.000 desempleados menos.
La tasa nacional de desempleo de julio de 2004 fue del 12,9%, lo que significó una reducción en el desempleo de 1,4% frente a la de julio del año pasado, 14,3%
La ciudad con mayor índice de desempleo para el período abril-junio fue Ibagué con el 22,8%, seguida de Pasto con el 19,7% y Cúcuta con el 18,3%. La de menor desempleo fue Villavicencio con el 12,6%. En Bogotá el desempleo fue del 15,8%; en Medellín, del 15,4% y en Cali, del 14,8%.
De acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación (DNP), durante el año 2003 (de octubre a diciembre) se asignaron 18.053 subsidios al desempleo.
El Gobierno prevé que si sus programas dan resultado y la economía crece en un 4,1% en el 2004 se generarán aproximadamente 839 mil nuevos empleos y la tasa de desempleo promedio anual bajará al 12,5%. Está cerca.
Afirma el Dane que, en promedio, una persona se demora en conseguir trabajo 50,1 semanas (casi un año), mientras que entre abril y junio de 2001 se demoraba una semana menos y en 1991 tardaba casi seis meses en salir del desempleo.
Según un estudio de Hermes Fernando Martínez, publicado por la Universidad de los Andes, en diciembre de 2003:
a. Los que más tiempo se demoran en conseguir trabajo son los mayores de 45 años, las mujeres con varios hijos, los bachilleres, las personas con estudios universitarios incompletos y las que buscan empleo en el sector formal, pero asimismo son los que menos probabilidades tienen de perderlo.
b. Las mujeres solteras tienen más posibilidades de conseguir trabajo que los hombres solteros. Esto, por la necesidad de las empresas de contratar gente con mayor posibilidad de permanencia en su cargo.
c. Los jóvenes, las mujeres calificadas y las personas del sector informal son las que más fácilmente consiguen trabajo, pero las que tienen mayor riesgo de perderlo, al igual que quienes tienen mayores niveles de estudio.