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19 de julio de 2007

Cubriendo mi operación de cataratas

Después de una larga jornada de escritura le comenzó un dolor en el ojo izquierdo que lo obligó a una cirugía que no estaba en sus planes. El poeta Eduardo Escobar escribe para SoHo lo más íntimo de su padecimiento.

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

Con las poéticas excepciones del ojo de buey, el ojo de la aguja y el ojo de agua, el ojo del huracán y el de la cerradura, para poner algunos ejemplos evidentes, todos los ojos duelen a la larga, un día u otro. El ojo clínico, el ojo de buen cubero y el ojo avizor. Y hasta el ojo del culo y el tercer ojo, que ciertos magos tibetanos vestidos de naranja creen que llevamos en medio de la frente, y que nos conminan a despertar por medio de ejercicios de respiración impecables y de meditaciones profundas, antes de entrar en los reinos de los demonios y los ángeles y del conocimiento de nosotros mismos.

Me empezó a doler un ojo sin razón conocida hasta hoy, una noche de luna después de una extenuante jornada de mecanografía. El izquierdo. Un ojo de características muy semejantes a las de su hermano derecho. Aunque con una desventaja. Pues mientras yo escribía recibía el resplandor del cielo de un tejado de cinc vecino. A cuya irradiación atribuí al comienzo la pulsación dolorosa, la sensación de punzada, la molestia ocular.

Puse una cortina de tela basta y gruesa, azul, del azul del ojo de las colas de los pavos reales. De nada valió. Dejé descansar la mecanografía para entregarme, mientras el síntoma se curaba, a la lectura de un paquete de impertinencias de Borges recogidas por un amigo suyo peor de impertinente. Pero la desazón en la órbita izquierda continuó. De modo que decidí renunciar también al libro mientras el mal pasaba y me veía libre de las preocupaciones causadas por el siniestro órgano.

Cuando descubrí la asociación escondida en el acto inocente de leer, es decir, que había puesto a descansar el ojo doliente de la monomanía de la escritura enfrascándome en la vida privada de un ciego, algo en mí se timbró. Soy supersticioso. Creo en los malos augurios. El libro en medio de un montón de conversaciones intrascendentes entre Bioy y Georgia, hechas de chismes de escritores y de prejuicios compartidos, describía al menudeo, por brochazos aislados, por medio de diminutas aseveraciones, a pequeñas dosis, entre dos ironías o dos comentarios sobre las rimas o sobre el genio de Stevenson, el proceso de la ceguera. Cuya descripción impersonal parecía amenazante y premonitoria. Algunas intervenciones de oculistas en un escritor burgués de Buenos Aires. Luego la desesperanza. Y después la resignación de quien ingresa en las sombras, unas sombras azules, para Borges, sin remedio.

Pero es posible esperar en la ceguera de Borges la broma de uno que envejeció junto a la madre. Así como el asma del Che Guevara y la de Proust pueden ser los síntomas de unos inmaduros aquejados por los padecimientos del complejo de Edipo. Es probable que la sordera de Fernando González fuera relativa, una defensa contra los abusos de la incomprensión de sus parientes. Y la locura de Nietzsche la culminación de un drama asumido con el fin de demostrar los peligros de su teoría del mundo y de las consecuencias de la muerte de Dios. En efecto, unas pocas veces en el libro de secretos de amigos, Borges, parece desentenderse de la incapacidad, y habla de las formas de los árboles, del ambiente de un desierto norteamericano, de los rostros de la gente, y admira las bellezas de Venecia y va al cine y se desplaza con soltura entre las cosas, adversas aún para quienes vemos mejor. Pero es hilar demasiado fino. Borges orinaba fuera de la taza del inodoro en casa de Bioy Casares hasta empaparse los zapatos; cuando comía un resbaladizo huevo se llevaba muchas veces la cuchara vacía a la boca. Y una tarde rodó por las escaleras de su casa. A propósito se le ocurrió esta pregunta mientras daba botes. Qué es lo primero que hace un hombre que cae rodando por unas escaleras. Y la respuesta. Ponerse el reloj en el oído para ver si todavía funciona. Quién sabe si en el rebaño de Borges que Borges creía representar unos veían más que los otros. Y otros no veían en absoluto, más que unas manchas amarillas en un ramo de girasoles. Así, mientras dejaba descansar el bendito ojo izquierdo estaba embebido en los pormenores de la ceguera. En las desgracias de uno que perdió los ojos en plena juventud. La televisión de ambos ojos que dijo el humorista. Y pensaba cómo iba a enfrentarlo si me castigaran con el infortunio. Seguir escribiendo no significa un gran problema para uno que escribe a máquina con propiedad: con un lazarillo de buena voluntad bastaría, que pusiera mi dedo meñique izquierdo, correspondiente al ojo enfermo en la A del teclado. Y el otro en la Ñ… Y a volar… El asunto de la lectura se presentaba peor. Los buenos lectores no abundan sobre la tierra. Me decía. Y hay que pagarlos —deben costar un ojo de la cara—, cuando uno no es Borges y es huérfano como el suscrito. La mayoría de las personas, aún las mejor educadas, olvidan el color de la escritura cuando leen, la música de la lengua, y lo hacen con la monotonía insobornable de un párroco vaciándose en letanías. O con la entonación cómica de los oradores que arruina cualquier nobleza en las palabras mejor pensadas y construidas. Encontré un consuelo glorioso en estas reflexiones. Tal vez para acceder a la poesía siempre huidiza para mí, necesitaba la ceguera. Tal vez para hacerse poeta es preciso perder el mundo por el apagamiento de la mirada, la locura, la indiferencia o el cinismo. Quién sabe. Pensaba. Y pensaba, soy pretencioso, no en un poeta como Borges entre el genio y la farsa, en un personaje mezquino como Borges, sino en Homero. Si Homero no quiere decir anónimo, Nadie como se llamó Odiseo a sí mismo, y no nombra tan solo una legión de mentirosos estentóreos que vendían falacias de héroes inventados por las rondas de borrachos de una Macedonia remota. ¿Eran ciegos todos? Pensaba en Milton. Un ciego dramático. A quien jamás pude enfrentar por miedo del tedio más allá de su Aeropagítica. Lo mejor que puedes hacer es acudir al oculista, dijo mi parte razonable, menos inclinada a los ensueños intelectuales y a las reflexiones inútiles. Más valía ser un tonto de capirote con sus dos lámparas que un sabio privado del milagro de los amaneceres, de las floraciones, de los horizontes de invierno y de la belleza de las rocas, y sobre todo de la sonrisa de las muchachas y de las noches de estrellas que nos permiten percibir la norma kantiana que anida en el corazón humano.

Obediente, volví a caer en los círculos de los limbos de la salud prepagada. Y compré una valera de bonos. Y pedí una cita con el internista. Y visité al oculista que el internista me recomendara. Y al oftalmólogo a donde me remitió el oculista. Y a los especialistas en focalización y en la fisiología del ojo. Una semana más tarde un montón de personas se habían asomado a mi alma, si es cierto que los ojos son las ventanas del alma, donde echaron gotas analgésicas y vasodilatadoras y limpiaron la esclerótica con algodones esterilizados, e invadieron con instrumentos de precisión las entretelas de mis pacientes párpados. Embudos cerrados. Escafandras que sisean y pitan. Luces intermitentes y fijas detrás de mis intrigantes globos oculares.

Al regresar al consultorio del oftalmólogo del principio de la peregrinación llevaba un sobre gordo lleno de hojas agarradas con ganchos de cobre y con clips, placas de radiólogos, mapas de escanógrafos, los análisis del campo único y la prueba de umbral efectuada con un monitor de fijación mirada/punto ciego. Que me pusieron al tanto de algunas singularidades que me adornan y que desconocía. Por ejemplo, poseo un ojo raro con los nervios ópticos demasiado cortos. El diámetro de la pupila de mi ojo derecho es de cuatro milímetros y tiene una agudeza visual de veinte sobre cincuenta. Pero la del izquierdo tiene un diámetro mayor, seis coma seis milímetros y la agudeza visual veinte-treinta. Según los diagnósticos realizados en los laboratorios Horus. Bautizados en honor del dios que los egipcios representaban con un ojo abierto, del cual deben descender el de la santísima trinidad católica inscrita en un triángulo y el que ilustra las tapas de algunos libros sobre las logias masónicas. Ojo. Que todas estas cosas significan otras más allá de la mera expresión oral. Ojo. Que el mundo de los símbolos es un cosmos poderoso que nos domina. Un simple punto, un círculo aunque sea vacío, hablan a esas capas del alma prelógica de antes de la aparición del lenguaje. Y nos hechizan. Saad Brahin Lilian, la oftalmóloga, es un amor de señora. Ella leyó los resultados de sus colegas. Aquello de: disminución de la sensibilidad en puntos aislados, depresión focal paracentral inferior con un defecto arqueado incipiente por cambio glaucomatoso en el ojo derecho. El izquierdo parece dentro de lo normal. Y: se recomienda nuevo control campimétrico en tiempo prudencial. Y me dijo: bien, todo está en orden. Con una salvedad. Usted está ciego, hombre. La opción era operar las cataratas. La señora Saad Brahim me explicó cómo el desarrollo lento de la mácula me dejaba indiferente como si no pasara nada. Pero que un día no lejano iba a verme, verme es un decir, incapacitado para la más querida de mis concupiscencias: la lectura. Con una piedra muda bajo los ojos en vez del libro parlante de costumbre. También me explicó que el procedimiento era así de sencillo: se destruye con el rayo láser el cristalino. Y se instala en su lugar una lente minúscula, mucho más pequeña que la escama de la sardina. Iba a quedar viendo como los profetas. Prometió, haciendo uso de la vieja inclinación medio oriental, de la vieja ansia semítica de poseer el futuro y entrever el destino. Nuevas peregrinaciones para la cirugía. Nuevas oficinas que se abren con un bono. Autorizaciones para las cuales exigen por reglamento la presentación del carné de la empresa de salud y la cédula del interesado. Unos funcionarios registran el disco duro de un sistema en busca de nuestras señas numéricas según una configuración sofisticada. Y un grupo de impresoras susurrantes expiden documentos y documentos y documentos. Que llevaremos, que debemos llevar sin falta, el día señalado para el sacramento de la modernidad siempre perturbador. Las batas de papel. Las zapatillas de papel indispensables para el ingreso en el quirófano. La preparación del cuerpo convertido en objeto. La diligencia de los aprendices de enfermero con jeringas y pócimas. Los anestesistas ostentan una simpatía oficiosa. Abra el ojito, me dice un muchacho. Cierre el ojito, dice otro. Présteme el bracito dice un tercero. Y los tranquilizantes intravenosos dosificados de frascos volcados conectados a mangueras de caucho te sumen al fin en un estado muy parecido a la experiencia, dulcísima, de la nada.

Siempre en estos trances me alegro de vivir un tiempo cuando los antiguos anestesistas del mazo de macana y los cirujanos del bisturí de jade pasaron de moda. Y me hace feliz que los brujos hayan evolucionado en estos médicos con guantes de caucho y cofias y delantales y el corazón de intenciones inescrutables. Lo que más me asombró fue el hilo de la sutura que mantuvo la prótesis mientras la delicada carne de los ojos cicatrizaba. Casi invisible. Era como la cana de un desnutrido. Nunca pude saber si el ojo que me miraba a través de un microscopio colosal, abierto y fijo, era el mío, el de la cirujana, o el de algún curioso dios asistente.

Al salir de la sala de operaciones una mujer en una camilla se rascaba el monte de Venus con entusiasmo mientras esperaba su turno. Las consecuencias no se dejaron esperar. El día de quitarme la venda del primero de los ojos operados —fueron corregidos con una semana diferencia—, el mundo recobró una luz que él había perdido y que yo había olvidado. Como pasa con los vicios ajenos, que nos hacen indistinguibles los propios, yo tenía decidido, de acuerdo con la filosofía de los estoicos, que el mundo envejecía. Y perdía brillo. Mi autocomplacencia había sido incapaz de atribuir el marchitamiento de las cosas a mis órganos de la visión, haciendo responsable de la tragedia a la naturaleza del mundo.

Después vino el reencuentro paulatino con la luz. El disfrute nuevo de los horizontes, los rostros, las vallas publicitarias en las culatas de los edificios, los números de las placas de los automóviles y en los remates de las esquinas. Solo me percaté de que no hay felicidad completa, cuando comencé a advertir lo viejos que están mis amigos. Y cómo están de lindas mis vecinas. Las ganancias estaban equilibradas con las pérdidas una vez más. Y para ajustar, para concederme el don olvidado del horizonte remoto, como me explicó más tarde la doctora Saad, debieron anularme al mismo tiempo un privilegio de la edad, la presbicia, de présbite, viejo, que me permitía leer sin el apoyo de los anteojos. Ahora mientras escribo, los calzo otra vez. Tienen lentes y no ven. Tienen patas y no caminan. Los anteojos. Estos vidrios que siempre están cambiando de lugar. Y haciéndose los desencontradizos. Es el precio que pago por distinguir a la primera mirada el anón del ananá, y estos perros que cruzan frente a mi casa hacia ninguna parte, de sus hirsutos amos.