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15 de julio de 2005

(Cuento de humor) A bordo del Fierce Toad

Un episodio inédito en la vida del humorista argentino Roberto Fontanarrosa: los dos meses en que hizo parte del grupo de pilotos de guerra de un portaaviones norteamericano. Leer para creer.

Por: Roberto Fontanarrosa
| Foto: Roberto Fontanarrosa

Poca gente conoce ese capítulo de mi vida, y en esa gente incluyo a familiares y relaciones muy cercanas. Me estoy refiriendo a los dos meses en que fui piloto de combate a bordo del portaaviones americano Fierce Toad, en aguas del océano Índico. Admito que aquellos que me conocen a través de mis ensayos, mis relatos, mi enérgico aporte como pensador o, incluso, mi desempeño como duelista, pueden asombrarse al descubrir este perfil, tal vez inesperado, de mi vida.
Pero confieso que ya escribí sobre el tema, cambiando nombres, lugares y fechas, en aquel cuento memorable llamado "Aterrizaje nocturno", incluido en mi exitoso libro Uno nunca sabe. Obviamente, la alteración de datos respondió a un expreso pedido del almirante Gilbert F. Durrance, por elementales razones de seguridad de la Sexta Flota.
¿Qué pudo empujar a un intelectual como yo, poco dado a los eventos riesgosos, más propenso a las largas cavilaciones sedentarias que a la acción pura, decidirse a pilotear uno de esos rugientes monstruos voladores que surcan el espacio a velocidades de vértigo? Pues bien, debo confesar que, en ese entonces, yo estaba un tanto aburrido de la fama. Algo harto, también, del acoso femenino luego de que la revista Cardigan me considerara el metrosexual más impúdico de Latinoamérica. Y abatido, lo reconozco, por el desafortunado duelo con Lord Irving Wetmore debido al enojoso tema de las islas. Unos vecinos de Rosario y yo habíamos enviado una tajante carta a la Cámara de los Comunes exigiendo que si Gran Bretaña persistía en su dominio sobre las Islas Malvinas, Argentina, a cambio, debía quedarse con Irlanda. Lord Wetmore se sintió ofendido y me retó a duelo, sabiendo que no soy hombre de rechazar esos lances. Acepté el reto aun sabiendo que Wetmore había sido seleccionado por el director de cine Ridley Scott para filmar Los duelistas, papel que no aceptó por razones de edad, ya que superaba los 86 años. Nuestros padrinos acordaron un duelo a sable, a segunda sangre, en territorio neutral. Suiza, por supuesto. Yo jamás había empuñado un arma blanca ya que todos mis duelos previos fueron a pistola. Lo cierto es que Wetmore precipitó la primera sangre hiriéndome malamente en una oreja. Allí fluyó mi sangre italiana, festiva y rumorosa, descendiente de Susana Fontanarossa, madre de Colón, nacida en Génova. En la segunda sangre, brotada de un tajo artero en la nalga diestra, afloró mi sangre francesa de rama materna, los orgullosos Lac Prugent, mezcla de corsos y sefardíes. Wetmore, entonces, previendo quizás mi enfurecida reacción, adujo enfrentarse en desigual combate con una alianza de nacionalidades. Arrojó el sable y se marchó, dejándome confuso y sin revancha.
Deprimido, escribí entonces a la marina norteamericana, solicitando que me aceptaran como piloto de jet. Yo tenía cierta experiencia, detalle que remarqué en mi carta al almirante Durrance. De adolescente me apasionaba el aeromodelismo y tengo aún en mi estudio un par de maquetas de aviones a hélice. Leí, asimismo, Elegidos para la gloria, el apasionante libro de Tom Wolfe sobre los astronautas, marcando, incluso, algunos párrafos con bolígrafo azul.
¿Qué empujó, de todos modos, al Alto Mando Aeronaval con base en la isla italiana de la Magdalena, a confiarme el control de un formidable Tomcat F27-N, cuyo valor se calcula en más de 758 millones de dólares, en su versión sencilla, sin consola luminosa ni butaca reclinable? Muy sencillo: históricamente, los yanquis han preferido mandar al combate a los negros, a los hispanoparlantes u otras minorías étnicas, no sajonas, dispuestas a cualquier cosa en procura de hacerse de la mágica green card. Ya no quedan hondureños en Yonkers, lo sabemos. Y hay más salvadoreños en Irak que en Chalatenango.
Lo cierto, lo real, lo concreto es que, tres meses después de haber enviado la carta, surcaba yo la noche sobre el océano Índico, piloteando mi Tomcat a dos veces la velocidad del sonido, pertrechado con más armamento sobre mis alas que el que pudiera almacenar cualquier país soberano de los llamados "emergentes". Despegar y aterrizar sobre un portaaviones es el ejercicio más riesgoso y difícil del mundo, cualquiera lo sabe. Depositar una bestia metálica de más de 476 toneladas, a velocidades de Match 1 sobre la oblicua, corta y angosta pista de una nave en marcha que se sacude de izquierda a derecha y de arriba a abajo, no es para cualquiera, lo juro. Para colmo, de pronto, a poco de alistar mi avión para el descenso, me llegó el mensaje fatídico desde el Fierce Toad.
-Franela Uno -reconozco la voz del capitán Wakelin-. Se nos ha cortado la luz a bordo, no hay energía eléctrica en el portaaviones. Nos estamos comunicando gracias al equipo electrónico de emergencia. Confío en que lo solucionaremos a la brevedad. Manténgase sobrevolando la zona.
Controlé mi combustible. No me quedaba casi nada. Siempre prefiero volar liviano, a tanques semivacíos, costumbre que me quedó de mi paso por la Fórmula Uno.
-Franela Uno a Moño Cero -contesté-, intentaré bajar de todos modos.
Pero aquella no era mi noche. Otra vez escuché la voz del capitán Wakelin, algo alterada.
-Franela Uno -decía-. Llega un informe meteorológico desde Djakarta. Ya tenemos encima al tifón Ana, que acaba de arrasar la ciudad de Padang, en Sumatra.
Me mordí los labios. No era poco para un vuelo de bautismo. Un rayo, zigzagueante y rojo, certificó lo anunciado por el capitán, reventando contra el fuselaje de mi avión como una bomba. Creí perder el control de mi nave. Logré estabilizarla e hice un recuento de los daños. El vidrio de la carlinga se había partido como un melón y ahora el agua de la tempestad entraba como catarata sobre mi cuerpo. Los dos alerones posteriores se habían desprendido, el ala derecha solo estaba sostenida por un perno y escuchaba un gorgoteo en una de las toberas, que no me gustaba nada. Para colmo, un pedazo de palmera traído por el tifón de quién sabe dónde, había pegado contra la panza del Tomcat trabándome el tren de aterrizaje, que no bajaba.
-Intentaré aterrizar sin ruedas -advertí al Fierce Toad, procurando dominar mi avión que se sacudía como entre las fauces de un depredador gigante.
-Franela Uno -me reconfortó de nuevo la voz de Wakelin en los auriculares-. Toda la tripulación del Fierce Toad subirá a cubierta con antorchas, para guiar su aterrizaje.
Me conmovió el mensaje. En aquel momento dramático, afloraba el viejo sentido de cuerpo de la US Navy, como en Saipán, Guam, Guadalcanal, Apocalypse Now o Regreso del infierno.
Me pareció extraño que cesaran, de pronto, los rayos y relámpagos que iluminaban la noche como de día, ya que persistía el ulular del viento y el traqueteo ensordecedor de los truenos. Fue cuando descubrí la horrible verdad.
-Franela Uno a Moño Cero -comuniqué, en verdad, contrito-. Me he quedado ciego. Posiblemente un trozo de tejado arrancado por el meteoro en la ciudad de Padang me golpeó el cráneo. Tengo rajado el casco. Me sangra una ceja. Intentaré aterrizar guiándome tan solo por el sonido del choque de las olas contra los flancos del portaaviones y el silbido del tifón entre los cables.
-Haces bien, muchacho -oí a Wakelin-, porque lamento decirte que aquellos que subieron a cubierta portando antorchas fueron barridos por una ola formidable y ahora son pasto de los feroces escualos.
-Recen por mí -pedí, pese a mi acendrado descreimiento, y recordando aquel libro de Pierre Closterman En el cielo no hay ateos.
No sé cómo lo hice. Juro que no lo sé. Hoy puedo contar todo esto completando el relato gracias al aporte de Naomi Fogle, una enfermera que siguió la trayectoria de mi descontrolada nave desde el puente de telemetría a la luz de los relámpagos, los rayos, las centellas y las llamas que provenían del arsenal de popa del Fierce Toad donde una colilla de cigarrillo había desatado un voraz incendio.
Al parecer, mi Tomcat, gracias a mi aproximación acústica, encaró la cubierta del portaaviones más de una vez, fallando el contacto. Naomi Fogle jura que creyó, en repetidas ocasiones, que mi avión se estrellaría contra el barco o que se pulverizaría sobre el mar. Pero, al vigésimo intento, ya sin combustible y perdida parte de la trompa por la borrasca, atropelló como una exhalación sobre la cubierta, exacto y preciso, arrancando millones de chispas de la superficie empapada. Hubo un rugido insoportable cuando apliqué la reversa de las turbinas para frenar mi impulso supersónico.
-Pensé -solloza Naomi al recordar- que lo había logrado, que Bob lo había hecho, que había conseguido el milagro de aterrizar en medio de la tempestad, la oscuridad absoluta y el caos instrumental. Fue cuando sucedió.
Y lo que sucedió fue el choque. El choque y la explosión aterradora. El calor abrasador. Y la nada.
Retomé la conciencia tres días después, en una camilla de la enfermería del Fierce Toad, que navegaba calmo, como si nada hubiera sucedido.
-Has vuelto a ver -se complació, a mi lado, el capitán Wakelin.
-Fue solo un golpe -dije, tocándome la ceja-, que me afectó la vista momentáneamente.
-Lo tuyo apuntaba para ser un aterrizaje histórico, muchacho -reconoció Wakelin. Como nunca yo había visto bajo condiciones tan adversas. Lograste alinear al Tomcat perfectamente para detenerse...
-Y... ¿qué... qué sucedió? -pregunté, confuso.
-Atropellaste una vaca.
-¿Una vaca?
Wakelin asintió con la cabeza.
-¿Viva?
Otra vez Wakelin aprobando con la cabeza.
-¿Se cruzó en la pista?
-Sí.
-¿Y cómo llegó hasta allí?
-No lo sabemos. El almirante Durrance ha ordenado una investigación. Es un caso grave de desidia.
Ocho días después, ya repuesto de mis fracturas expuestas, pedí la baja. El episodio de la vaca colmó mi paciencia. Conservo aún una de sus astas, que hallé dentro de uno de los retorcidos lanzamisiles de mi avión.
Hoy por hoy, retomada mi actividad de ensayista, pienso en aquella aventura y encuentro todo un poco loco. Por cierto, sigo pagando, mes a mes, obedeciendo a un plan de pagos que ellos me ofrecieron, el costo total del destrozado Tomcat, porque el seguro no cubría ese tipo de accidentes. El almirante Durrance me dice que si lo de la vaca se resuelve favorablemente, me reintegrarán el dinero. Pero, sinceramente, a esta altura de los acontecimientos, ya no lo creo.