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17 de noviembre de 2009

Testimonios

Cómo es vivir con una pata de palo

Darío Jaramillo cuenta cómo es vivir con una pata de palo: poetas colombianos

Por: Darío Jaramillo Agudelo
| Foto: Darío Jaramillo Agudelo

A las cinco y pico de la tarde del último domingo de enero de 1989, hace un poco más de veinte años, Fernando Martínez Sanabria me entregó las llaves de la portada de su finca Las Mercedes, en Sopó, para que yo, copiloto de su camioneta, abriera la portada y facilitara la salida. Cuando puse la llave sobre el candado hice contacto a tierra y estalló una carga de pólvora y metralla que estaba exactamente debajo de mi pie derecho. Era una mina quiebra-patas o, más precisamente, una mina vuela-patas que me lanzó a diez metros de distancia del lugar en donde estaba.

Entre cirugías e infecciones, me pasé quince semanas en una clínica, al principio casi muerto y luego más que vivo pero definitivamente incompleto, pues el pie derecho fue amputado por los médicos, eso sí, por debajo de la rodilla. Nada más parecido a un flamenco, con la diferencia de que esos pájaros parecen cómodos así, muy erguidos, parados en una sola extremidad.

Durante los casi cuatro meses de hospital —y seis excursiones a las salas de cirugía—, mis amigos se dedicaron a inventar los chistes que me ayudaron a sobrellevar mi nueva calidad de monópodo. "Cómo será de malo el DIM —dijo uno, partidario del Atlético Guanábana— que hasta los hinchas son mochos". "Has caminado tan feo durante toda tu vida —dijo otro con cara de estar animándome— que tu estilo de plantígrado seguramente va a mejorar cuando te pongan una pata de palo".

Un famoso poeta colombiano me aseguró que me iría muy bien escribiendo versos de pie quebrado y otro, venezolano, me dijo que podría convertirme en colaborador habitual de la revista El cojo ilustrado. Hablando de poetas, David Bonells me mandó desde Cúcuta una tarjeta que decía: "Dios bendiga el aire que ahora pisas". Y Elkin Restrepo me escribió desde Medellín: "Estoy rezando para que te crezca otra". En todo caso, lo primero que escribí después de la amputación fue el poema que transcribo abajo.

Algún otro amigo, que se las pica de matemático, me hizo la siguiente pregunta que aún no logro responder: "Si fueras un ciempiés ahora, amputado, ¿en qué te convertirías

, ¿en un noventa-y-nueve-pies o en un cincuenta-pies?".

Otra vez, una amiga que me quiere mucho inventó la más desopilante mentira funeraria: "Descubrí que eres eterno —me dijo emocionada—: tienes ya un pie en la tumba y, a pesar de eso, sigues vivo". Y otra amiga, aficionada a la historia sagrada, no me decía nada sino que pensaba en voz alta: "Y cuando llegue la resurrección de los muertos y Darío resucite sin muletas al lado, sin prótesis, entonces, ¿qué va a hacer?".

Ya que estoy tan teológico, debo elogiar la precisión de las palabras evangélicas: que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha. Dice mano y no pie porque obligatoriamente el pie de un lado debe saber qué hace el del otro lado. De lo contrario, tropezón fijo; se va uno de narices contra el asfalto. La cuestión se dificulta cuando falta uno de los pies. ¿Qué va a saber el pie izquierdo qué hace el derecho si no hay pie derecho? Por eso es indispensable instalar una prótesis. Y esa prótesis, evangélicamente, debe saber lo que hace mi pierna izquierda, en otras palabras, uno debe aprender a caminar de nuevo, debe conocer cómo mover la pata de palo para poder dar un paso, y otro y etcétera.

En asuntos de patas de palo estamos muy lejos de la estaca que usaba el capitán Silver. La tecnología ha avanzado tanto, que las patas de palo ya no son de palo sino que la estructura está formada por metales livianos y duros. Sin embargo, esta no las hace tan durables como las de carne y hueso, que si uno no las pone encima de una bomba pueden durar toda la vida. Las artificiales duran máximo tres o cuatro años. Después se desajustan o simplemente colapsan: no se me olvida el día en que estaba subiendo una rampa de Residencias Tequendama. Di un paso con mi prótesis y se oyó un fuerte y definitivo crujido: se había partido en dos y ahí quedaba yo, en mitad de la sucia carretera, parado en mi pie izquierdo que, en esas circunstancias, como sucede con ciertos futbolistas, no me servía ni para montarme a un bus. Aquí, quieto, inmóvil, mejor, inmovilizado, hasta que un policía me sirvió de apoyo y pude llegar a brinquitos al lugar en donde estaban mis muletas.

Durante los tres o cuatro años en que una prótesis es útil avanza la tecnología, cambian los modelos, en fin, cuando uno llega por la nueva pata, ya no es igual a la anterior. Ahora el tobillo tiene algo más de flexibilidad —cada vez tengo más posibilidades de iniciarme en ballet clásico—, ahora el ajuste del muñón al molde que lo sostiene es más suave, más preciso; y la forma de sostener la pata sin que se le escurra a uno cambia de modelo a modelo; ahora, por ejemplo, tengo una media con un tornillo en la punta y ese tornillo se conecta con exactitud a un hueco que tiene la pata, de modo que no quedan dudas de que mi pata de palo forma parte de mí.

La nostalgia que me da el reemplazo de una pata por otra me dura muy poco. Siempre, como en todo noviazgo, hay un período de adaptación y durante ese tiempo extraño a mi pata anterior. Pero pronto la nueva prótesis pasa a formar parte de mí, o yo de ella, no lo sé, en una unión que solo se interrumpe durante la ducha y cuando me acuesto por la noche. Entonces, como podrán ustedes adivinar, duermo a pierna suelta.



***

Desollamientos ?

"...the seafaring man with one leg..." (R.L. Stevenson).



Sin pie mi cuerpo sigue amando lo mismo

y mi alma se sale al lugar que ya no ocupo,

fuera de mí:

no, no hay aquí símbolos,

el cuerpo se acomoda a la pasión

y la pasión al cuerpo que pierde sus fragmentos

y continúa íntegro, sin misterios incólume.

Contra la muerte tengo la mirada y la risa,

soy dueño del abrazo de mi amigo

y del latido sordo de un corazón ansioso.

Contra la muerte tengo el dolor en el pie que no tengo,

un dolor tan real como la muerte misma

y unas ganas enormes de caricias, de besos,

de saber el nombre propio de un árbol que me obsede,

de aspirar un perdido perfume que persigo,

de oír ciertas canciones que recuerdo a fragmentos,

de acariciar mi perro,

de que timbre el teléfono a las seis de la mañana,

de seguir este juego.

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