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7 de septiembre de 2006

Crónica SoHo

De rumba con... Carla Giraldo

Llegué a uno de los rumbeaderos de moda, Tao, en la calle 85 abajito de la 11, en Bogotá, a las 10:30 de la noche de un sábado de puente. Estaba en actitud.

Por: Rodrigo Pardo
Carla y Pardo se citan en Tao, una discoteca en Bogotá. Fluye elwhisky y, entre beso y beso con su novia, la actriz prueba el talento del ex canciller en la pista y capotea el acoso de sus admiradores. | Foto: Rodrigo Pardo

No frecuento estos sitios y menos aún ando en busca de alguien como Carla Giraldo, la talentosa ex lolita que conmocionó a los lectores de SoHo con una entrevista en la que reveló con detalles su vida sexual. Iba preparado para mantenerme alerta hasta la madrugada y tomar más notas que trago sobre cómo rumbea esa actriz sardina y voluptuosa de la que habla todo el mundo.

Entré como Pedro por mi casa. Carla estaba adentro y todo estaba arreglado, así que me evité la cola de doce yuppies que dos negros gigantes requisan con rigor antes de entrar y pagar diez mil pesos de cover no consumible. Al pasar la puerta, todo causa impacto. Hay poca luz, con excepción de sofisticados rayos láser que salen del techo, hacia el fondo, en forma de triángulos. Unas luces gruesas que parecen barras de cobre. La música crossover, manejada por Walter, un DJ parado en una tarima en el costado, es tan estrepitosa que no permite oír el ruido atronador de 600 enfiestados que bailan con un vaso en la mano, gritan y se abrazan.

Ni siquiera entendí el súbito saludo de mi pieza de caza, Carla Giraldo. Pero su beso en la mejilla, rápido y pleno, de una espontaneidad muy propia de sus 19 años, me impactó por natural. No sería la última sorpresa. De una me llevó a un costado del salón, a una pequeña zona VIP a la que se llega después de subir unos pocos peldaños. Me presenta a Natalia, su novia, y a Mariana, amiga de colegio de Natalia. Parecería que nos conociéramos hace tiempo. No encuentro una diva prepotente y escandalosa sino una sardina alegre, bajita y tierna. Sin el recuerdo de la entrevista de SoHo, parecería una niña normal. Hasta me preocupa no tener una historia para escribir.

Natalia es un poco más lanzada. Me ofrece algo de tomar y cuando pido una cerveza me hace mala cara. Tres minutos después me llega una Heineken helada que cuesta siete mil pesos, me repite el gesto de desaprobación y agrega: "Ni de coña, mejor tómate un whisky". Me sirvió un delicioso Johnnie Walker sello rojo con hielo de una botella que había pedido al costo de 95 mil pesos, y le pasó la ‘amarga‘ a Roberto Africano, el fotógrafo que me acompañaba. Natalia me llama la atención: es bella, tiene un rostro fresco y deja ver un temperamento duro. Sus vocablos madrileños se deben a que vive en la capital española, donde estudia diseño gráfico. Esta súper a la moda, tiene una chaqueta (que nunca se quita) y unos jeans de Zara. Sueña con que Carla se vaya para allá cuando termine la novela que está grabando —Así es la Diva, de Caracol, en la que protagonizará un papel con el nombre de Nicole—, en busca de un antídoto contra los acosadores.

Pero mi objetivo es Carla. Me voy con ella a dar una vuelta por la sala. No hay mesas ni asientos. Todo el mundo está de pie. El bar, con formas curvilíneas, está en el centro y la gente circula por los lados. El diseño tiene como objetivo facilitar contactos. La multitud, la música ensordecedora y las luces de metal copan todo el espacio. Ambiente de gran ciudad en cualquier parte que poco tiene que ver con Colombia. Me siento perdido, y la mano conductora de Carla es un alivio. Todo el mundo está como detenido, pero a la vez se mueve. Bailan parados, si cabe la contradictoria expresión. Carla sí baila de verdad, y rico, aunque se queja de la falta de espacio. Me conduce a hacer ochos y figuras. Habla, se mueve, saluda, sonríe, habla más, se toca su pelo peinado con cola de caballo, esquiva miradas, busca otras, no tiene un vaso en la mano, gira, invita, derrocha entusiasmo, todo es rápido y fugaz, dice que está contenta y parece que es verdad. Es irremediablemente coqueta, pero sigo sin encontrar a la provocadora, ni a la atrevida, ni a la diosa presumida. Es una estrella asequible.

Aunque no soy propiamente un fan de la monótona música tecno, tengo que reconocer que la de Teo, que es más crossover y diversa, me gusta. Es variada, si bien dentro del parámetro ese del tu-tu-tu interminable. Se alcanzan a distinguir tonalidades de vallenato y canciones que casi me atrevería a poner en la próxima celebración de mis treinta años de graduado, con mis amigos del colegio. En medio del torrente, advierto a Carla muy próxima y en lugar de ponerme nervioso me da tranquilidad. Ya no estoy tan perdido y me lanzo tras mi objetivo: preguntas sobre su forma de rumbear. El ruido me obliga a hablarle al oído y ella hace lo propio. El diálogo de sordos nos aproxima más y me vuelve a sorprender.

No me dice lo que espero: que se la pasa en los sitios de rumba pesada con la farándula, que en Bogotá no hay nada chévere ni moderno, que solo sabe de tecno y que se la pasa con millonarios que la invitan a Miami. Dice, en cambio, que le fascinan el chucu-chucu y el vallenato y que solo sale los jueves y los viernes, porque trabaja mucho. Siempre está con mujeres, aunque agrega que "los hombres son claves para la rumba". Lo dice saltando, se mueve, se para, esquiva miradas, busca otras, todo pasa a mil. Tao le encanta, entre otras cosas porque las socias —las cantantes Fanny Lú y Carolina Sabino— son amigas.

Otra vez me coge de la mano. "Volvamos al fondo, que hay más espacio. No soporto el gentío". A su paso causa impacto, y hasta sobresale en un ambiente donde no hay nada visible, porque todos los sentidos están tapados por las luces, la música, el ruido y los contactos involuntarios con manos y piernas de quién sabe quién. Confiesa: "Me mama la aglomeración". Agrega que hace una semana le dio en la jeta en Danzatoria a un tipo que la acosaba. Regresamos al VIP más calmado, después de volver a subir los escalones, y observo desde la altura el hormiguero de adolescentes que quieren ser lindos, mamacitas rubias, pelos largos. A nadie le falta un trago, la música otra vez es ensordecedora y las luces vuelven a ser barras de acero.

Carla domina la situación. Mira muchas veces a Natalia, no deja de bailar y se ve muy bien con su camisita rumbera, su cara fresca y feliz sin una gota de maquillaje, una sonrisa a prueba de todo y nada postizo, con la protuberante excepción de sus tetas operadas y públicamente conocidas. Pide un whisky, pero no se lo toma, saluda a un amigo, amaga que le coge los genitales, le pregunta a la novia del amigo que si se siente celosa, se voltea hacia mí para que entienda que es un chiste, que son sus compañeros en la telenovela en la que tuvo que hacer esa escena, tiene gestos coquetos con muchos y elude a otros, sus ojos buscan los de Natalia y eventualmente le manda un beso, brinca la barra del bar, saluda a las niñas que atienden y que son como ella, por la edad y por la belleza, pero que no son Carla Giraldo; hay mucho ruido, todo es atropellado, vuelve a subir al borde de la barra donde yo estoy.

Vuelve a subir. Su proximidad me hace sentir una pausa. Esta vez me invita a que me pare en el bar. Y esa mano que contagia espontaneidad me lleva a treparme y a pretender que sé bailar. Como si fuera inmune al oso. Pero no hay luz, tiempo ni espacio para cavilaciones. Natalia dice que llegó la hora de irnos para Cha Cha, nos arrastra a la puerta, nos vamos sin saber a qué horas, el sello rojo de Carla se queda servido, un tipo se me acerca emocionado, ¡a mí y no a ella!, y me dice que siempre había querido una foto conmigo, y la tomamos abrazados, siempre había querido una foto con Pardo Rueda, grita borracho, y como no soy Pardo Rueda le sigo la cuerda para que el descomunal oso se cargue a la cuenta del ex senador y candidato en su próxima campaña.

Al salir a la 85, que siempre me ha parecido alborotada y ruidosa, encontré silencio y paz.

No se rumbea en un solo sitio. La fiesta es itinerante. Se aplica una lección que le aprendí a mi abuelo hace muchos años: "Ya que estamos tan contentos, vámonos para otra cantina". Nos subimos en un taxi manejado por un barbudo aterrado. Natalia y Mariana, whisky en mano, están eufóricas. Yo, apretado, pienso que esta noche, que va por la una de la mañana, se va a extender hasta el desayuno. Carla, sin razón conocida, está algo reservada. ¿Dónde está el volcán que quiero describir en una noche de fiesta tormentosa? ¿Será que no tengo historia? ¿Se está portando como una ‘políticamente correcta‘? Alguien, incluso, se la monta: "¿Estás bien

, ¿quieres algo?". Otra vez me sorprende con un no, que parece sincero, envuelto en una sonrisa. Si siempre son así, los noes de Carla son muy sugestivos. "Si acaso un porro más tarde en la casa", dijo con un indiscutible propósito excluyente.

En Cha Cha es otro cuento. Carla vuelve a ser reina en la puerta de esta cima jetsetera. Pasa sin hacer fila y nos cuela a sus compañeros de noche. Todos la saludan. Nos requisan sin mucho rigor y Natalia vuelve a sacar su picardía: se queja porque la atractiva policía no la inspecciona —y la palpa— con más cuidado. Otro oso: tomamos el ascensor e ignoramos la malacara de mucha gente que lleva tiempo esperando para tomar la única vía que lleva a la cumbre. El cover vale diez mil pesos hasta las once, y después de esa hora sube a quince mil. Cha Cha queda en el último piso de la torre del Hilton y tiene una vista privilegiada de Bogotá. Sin esas ventanas que en realidad son una lupa sobre la capital iluminada, uno no creería que está en la misma ciudad de las apacibles ciclovías domingueras.

Todo es enorme. En la pista de baile hay 700 personas ensordecidas por una música manejada esta noche por Adam Collins (venido de Chicago) y por Ardy, un niño de quince años que siempre acompaña a su tío. El sonido electrónico es un desafío a la paciencia de cualquier oído, y una epidemia de deseos insatisfechos de bailar, porque allí no es posible ni moverse ni evitar que la multitud lo mueva a uno. A Carla no le gustó la música. Natalia, que es experta, criticó al DJ.

Carla prefiere una salita adyacente, un poco más tranquila, junto a una ventana descomunal que nos recuerda que sí estamos en Bogotá. Buscamos refugio en un sofá. Pedimos otra vez sello rojo, que aquí vale 120 mil pesos por botella. Todo es abrumador. No hay nada individual, porque los detalles se pierden en la marea de gente que quiere ser linda, de vestimentas estrafalarias, escoltas que adivinan la presencia cercana de algún personaje con quien uno no quisiera toparse, y muestras indiscretas de cultura traqueta. Para ir al baño hay que hacer cola. "Y eso que en puente todas se van para Melgar", dice el que atiende el ropero.

Los actos de acoso contra Carla también se multiplican. Es obvio que la desesperan, pero los espanta con una fórmula probada: a todos los admiradores que la miran con apetito machista y voraz les da el número de su celular para que la llamen después. Luego me explica: "Les doy un cel viejo, que ya no es el mío". La veo cansada. Le doy un beso paternal en la mejilla y me vuelvo a preguntar dónde está el terremoto que escandalizó a medio mundo con la entrevista de SoHo, y vuelvo a pensar si tengo una historia para escribir. "Este no es mi sitio", vuelve a decir, aunque reconoce que es el mejor lugar para rematar una noche de rumba. La que tengo enfrente es una Carla mermada. "Grabé todo el día", dice a modo de excusa, y un bostezo denota que también la tienen hasta la coronilla las solicitudes, insinuaciones, acosos, sugerencias. "Creen que porque salí en SoHo tengo que darlo y repartirlo", me dice con hastío.

Cansada o no, todo lo que hace tiene un toque seductor. Apenas son las tres. Una amiga muy linda le ofrece drogas y ella las rechaza. Natalia nos comparte un sorbo de Red Bull, que vale doce mil pesos. Miro otra vez a Carla y es tan bella que parece normal. Mirarla produce más ternura que malos pensamientos. No habla tan rápido como al comienzo de la noche, pero igual no se calla. Se refiere con naturalidad a sus novios, critica a los gays que no salen del clóset, y descubre sus sentimientos hacia Natalia. Oírla produce más malos pensamientos que ternura.

Natalia vuelve a la carga. "Nos vamos", dice y miro el reloj: son apenas las tres y media. Con mi mirada sorprendida, sin decir una palabra, le disparo varias preguntas y las responde con otra tierna cogida de mano y una mirada seductora que suavizan un mensaje contundente: "Se acabó el show". Le pido que se quede un rato y le transmito la intención de terminar la crónica con una foto en su casa. "¿No saben lo que significa no?", dice con una dulzura que quizás esconde una bota machita.

No puedo dejar de reflexionar sobre las sorpresas de esta noche: Carla Giraldo no es la actriz sobradita, inmamable y distante que me imaginé, sino una famosa prematura y madurada biche que no siempre prefiere la rumba hasta el amanecer, ni explota de gusto por lo prohibido, ni hace cosas excéntricas, ni disfruta el acoso de sus fans. Ahí me di cuenta de que sí tenía una historia.

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