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6 de agosto de 2013

Testimonios

Razones para dudar de la arquitectura de “lujo”

Al pensar en lujo, es inevitable no referirse a Donald Trump. Sí, ese, el del peluquín. El mismo que ha invadido el mundo con sus inconfundibles “Trump Towers”. Para quienes no las ubican, las Trump Towers vienen siendo el equivalente arquitectónico de Gabbana (el bailadero de la calle 85 de Bogotá) porque para Trump la arquitectura tiene que ser sobretodo así, discotequera.

Por: Juan Ricardo Rincón
Trump Towers

Por citar algunos ejemplos está el de una pizza con piña, el cigarrillo mentolado o la piedra muñeca (en lo que sea). Yo, por ejemplo, aún no le encuentro el sentido a lo que se entiende como arquitectura lujosa. Partiendo de la idea de el lujo como algo que sobrepasa lo estrictamente necesario (y sin ser completamente escritos con este principio), es evidente que hay quienes confunden refinamiento o sofisticación con simple ostentación ordinaria. De ahí, tantos ejemplos en los que la obsesión por exponer el poderío económico atentan contra la sensatez arquitectónica y la visual de quienes nada hemos hecho para merecer verlo.

Al pensar en lujo, es inevitable no referirse a Donald Trump. Sí, ese, el del peluquín. El mismo que ha invadido el mundo con sus inconfundibles “Trump Towers”. Para quienes no las ubican, las Trump Towers vienen siendo el equivalente arquitectónico de Gabbana (el bailadero de la calle 85 de Bogotá) porque para Trump la arquitectura tiene que ser sobretodo así, discotequera. Piénselo, es difícil referirse a un proyecto de Trump en el que el diseño serio esté al mismo nivel de la ostentación. Así, ni la ciudad, ni el espacio público, ni la arquitectura misma, podrán jamás competirle al inconfundible sello TRUMP en letras doradas. Porque, al final, es así de simple. El metal recubierto en dorado evoca lujo, poderío o en su defecto el color de peluquín del mismo Trump. ¿O por qué no? El ascensor de la casa de Mattos que bien nos ha mostrado cómo se asciende con lujo y sin gusto. De este dorado se derivan ejemplos como el Club el Nogal o, en su defecto, El Metropolitan, que a pesar de estar situado en un lote privilegiado de Bogotá, sufrió la mala suerte de dar con arquitectos (neoclásicos/postmodernos/modernos) con complejo de lujo: no solo recubrieron sus barandas en “oro” sino también desplegaron alfombra roja en la entrada y decidieron sostener el edificio con columnas de orden clásico. Esas, las que se ven en el Partenón griego, o en su defecto en tanta casa del Peñón y hasta su equivalente urbano: Aposentos.

Así, pasando desde la antigüedad clásica hasta la actualidad, muchas veces traqueta, tocamos la columna vertebral de la arquitectura lujosa: el mármol. Vale la pena aclarar que esta piedra, tiene diversos orígenes y múltiples maneras de ser tratada. Sin embargo, sus usos más “lujosos”, si se quiere, tienden a verse en el carrara o en el verde esmeralda, sí, ese, el que brilla. El que se ve caro. Este material es el predilecto tanto de Trump, como de las cadenas hoteleras Hilton y Marriot. Porque si algo tienen estas dos cadenas es facilidad para hacer arquitectura mediocre con muchísima plata. No lo digo solo por la fachada del Hilton de la calle 72 en Bogotá que parece diseñada en tetris, ni por los lobbies de ambos, en los que se parece estar simulando una guerra de materiales; pasando tan fácil del mármol, a la madera, al porcelanato, al vidrio o al metal,  que resulta difícil saber si uno está en un hotel de Paris o en el París rococó del en el siglo XVIII. Algo similar produce Peñas blancas, donde sin duda se confundió la cordillera oriental de los andes con alguna playa de la ciudad insignia en arquitectura torpe y lujosa: Miami.

Lo cierto, es que nada de esto es nuevo, esa ha sido la historia de la arquitectura. Desde la antigüedad clásica hasta los días recientes de Dubái y Abu Dabi, la arquitectura se ha usado especialmente como un instrumento de poder. Sea bien un Emperador, Papa o Jeque, todos a su manera y por sus medios han hecho de este oficio milenario, su prepago personal de concreto. O ¿acaso qué cree usted que hay detrás del afán en construir el edificio más alto del mundo? Poder, opulencia y exhibición. De esta manera todas aquellas caricaturas registradas anteriormente, son precisamente eso, tonterías que producen risa. Sin embargo, dentro de esta obsesión por el lujo, hay cosas que deben tomarse un poco más en serio. Ya que el denominado “mal gusto” no surge de quien no recibe mensualmente la revista Vogue, o de quien en su defecto recibe todos los meses la revista Axxis. Surge de quien se esfuerza de más por esconder lo que realmente es. O lo que es muchísimo peor: de quien se esfuerza de más por demostrar todo lo que tiene. ¿No me cree? Debe ser porque usted es de los que todavía no tiene ascensor en la casa. Pobre.

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