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9 de marzo de 2006

Dos exiliados de pelo blanco

El uno, Alberto Aguirre, es la viva imagen de Alberti y el otro, Carlos Gaviria, la viva imagen de la independencia. Dos paisas que tienen en común la lucidez, el valor, las canas, el exilio y a Héctor Abad.

Por: Héctor Abad Faciolince
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Imagínense un loco, un loco de pelo blanco y largo, muy largo, con un abrigo negro prestado que le queda grande, mal afeitado, con la camisa rota en la axila, una sombra de mugre en el cuello curtido, un agujero en la suela del zapato por donde se cuela el agua, con una bufanda rosada de mujer anudada al cuello. Camina por las calles y habla solo. Habla y habla como hablan los locos, y mira a las muchachas con ojos ardientes, pues no tiene mujer y se consuela viendo, no atraviesa las calles por la esquina jamás, sino por la mitad de la cuadra. Todos lo creen un loco, yo mismo cuando lo vi pensaba que estaba loco. No se lo imaginen aquí. Es el año 1987 y estamos en Madrid a finales de diciembre, con un frío seco de páramo que raja la piel como el hielo. El loco cruza por cualquier parte la Gran Vía. Detiene los carros y los buses, levantando los brazos y mirando furioso a los ojos a los conductores, que pitan y lo insultan, pero frenan. "Esto se llama pasar a la torera", me explica el loco, y es verdad, lo veo con mis propios ojos, que torea sin capote los carros y los buses rojos de la Gran Vía, de la Castellana, y ni se diga de las calles Barquillo o Peñalver. 
Entra en un bar, se sienta, y los meseros no lo atienden. Al notar que no vienen, palmotea, como se hace en su tierra. Como no vienen, grita, ¡Oiga!, pero no lo atienden, entonces se quita los zapatos rotos para que se le vean las medias rotas, apoya los pies sobre la silla del frente, saca un periódico mal doblado del bolsillo del abrigo, y se pone a leer humedeciéndose con la lengua los dedos al pasar las páginas. Al rato, al fin, un camarero se acerca, con ese aire que tienen los que te van a echar a la calle, pero los ojos del loco lo fulminan. Pide un tinto. Cuando el camarero le trae un vino tinto, el loco dice, molesto: "¡Le pedí un café, pero es que ustedes no entienden! Tráigame un café solo, aguado, americano, como dicen ustedes". Así muchas veces, me cuenta, hasta que el loco decide que en adelante, con los camareros, hablará solamente en inglés. Detestan su acento sudaca, sus palabras sudacas, su imprecisión sudaca, sus zapatos sudacas y, sobre todo, su evidente pobreza sudaca. "Waiter, please, a coffea, an american coffea, if you don't mind". Así le va mejor, lo consideran un turista excéntrico. 
No siempre parece un loco; cuando va recién bañado y se ha peinado hacia atrás la larga cabellera, lo confunden con el poeta Rafael Alberti. A veces algunos jóvenes, en los cafés, en los bares, se le acercan: "Señor Alberti, maestro, ¿podría darnos un autógrafo?". Y el loco dice sí, coge el papel o la servilleta que le acercan y traza su firma angulosa y legible: Alberto Aguirre, seguida de una exclamación: ¡coman mierda! Siempre la misma dedicatoria: ¡Alberto Aguirre, coman mierda! Sí, el loco está loco. 
A veces, por la calle, llora. O no llora, simplemente piensa en algún detalle del país lejano y los ojos se le ponen rojos de visiones remotas, las conjuntivas se excitan de no ver, y hay agua que chorrea por sus mejillas, pero no llora, digamos que llueve sobre su cara y él deja que la lluvia lo moje, como si tal cosa. Y como salen lágrimas saladas de sus ojos, así mismo salen palabras dulces de sus labios. La gente cree que habla solo, que el loco habla solo. Pero no es que hable solo, en realidad recita, recita largas tiradas de versos que se sabe, del Tuerto López, "Noble rincón de mis abuelos, nada.", de De Greiff, "Amo la soledad, amo el silencio", romances españoles, "Gerineldo, Gerineldo, paje der rey más querido, quién te tuviera esta noche en mi jardín florecido", lo que sea. Camina por las calles de Madrid y recita. ¿Como un loco? No, como un exiliado. 
Es la madrugada del 25 de diciembre de 1987. Acabo de cruzar el Atlántico en un avión vacío. Así lo recuerdo, y es cierto: un Jumbo sin pasajeros, perfectamente vacío, atravesando el Atlántico el día de Navidad de 1987. El Jumbo salió de Ciudad de Panamá, al atardecer. Los quince tripulantes se mueven aburridos. Pilotos, azafatas, ayudantes de vuelo, y este pecho. De madrugada, el Jumbo fantasma, dos luces rojas que se encienden y apagan contra la negrura cerrada del cielo, aterriza en Madrid, y encalla frente a un tubo del aeropuerto. No hay visas todavía ni filas en inmigración; me sellan el pasaporte sin mirarme a los ojos. Salgo de la aduana arrastrando una maleta pesadísima, llena de ropa vieja. A la salida está el loco, sentado en una banca al lado de la puerta. Me detengo, lo miro, se ha vuelto viejo en estos cuatro meses. Está dormitando, con el mentón apoyado en el pecho, los párpados rojos cerrados con fuerza. Lleva un abrigo negro raído, una bufanda rosada de mujer, el pelo muy largo, muy blanco, despeinado, la barba con días de crecida. Parece un clochard de los que usan de somnífero litros de vino tinto barato. No huele a vino. Es él. 
Le toco el hombro y abre los ojos, sobresaltado. Nos miramos y sabemos que el momento es grave. Podríamos ponernos ahí mismo a llorar y a gritar como terneros. Tragamos saliva. Un abrazo austero, pocas palabras musitadas. "¿Buen viaje?". "Creo que sí, me dormí mucho tiempo, el avión venía vacío y me acosté en el centro". "Cojamos un taxi y vamos a la pensión". Llegamos a la pensión. El loco vive con una bruja. Largos colmillos, un incisivo menos, manos huesudas de uñas sucias que reciben mi plata anticipada por diez días de cama, desayuno y siesta. Se acerca el mediodía y salimos a caminar por el centro. Ahí es cuando me enseña a cruzar las calles según su estilo, a la torera, y me cuenta que a veces suplanta a Alberti. Nos reímos y mientras nos reímos también me doy cuenta de sus zapatos rotos. Después me cuenta por qué no lo atienden los meseros. 
Inevitablemente, hablamos de los muertos. Sí, han seguido matando gente. Hace dos semanas, repasamos, a Luis Fernando Vélez, el teólogo, el etnógrafo, el que había tomado la bandera del Comité de Defensa de Derechos Humanos. Un valiente, un mártir, un suicida, todo eso. El cuerpo apareció por Robledo, maltratado. Inevitablemente, hablamos del 25 de agosto, el día fatídico en que la muerte nos tocó tan de cerca y Aguirre se escondió, como un conejo, eso lo dice él, como un conejo, en un apartamento. Desde eso no nos vemos: cuatro meses exactos sin vernos. Por la mañana del 25, me cuenta, habló con mi papá sobre la lista que estaban repartiendo: ahí estaba la sentencia de los dos. A Alberto Aguirre, por comunista, porque en sus escritos defiende a los sindicatos, porque desde su columna alimenta el descontento. A Héctor Abad Gómez, por idiota útil de los guerrilleros. Algo así, no tengo a mano la lista, me dan náuseas cada vez que la leo. Los de la lista iban cayendo como moscas. 
Aguirre me cuenta: "Hablé con él esa mañana y me dijo que era serio; que debíamos buscar a alguien, a ver si de algún modo podían protegernos". No fue posible. Aguirre, escondido, escribió su último artículo. "El exilio del corazón es peor que el exilio de las fronteras", terminaba diciendo. No volvió a escribir para la prensa durante muchos años. Al volver, en 1992, rompió su silencio con una serie de reflexiones distantes, secas, sobre su experiencia: Del exilio, se llaman, y las publiqué cuando dirigía la revista de la Universidad de Antioquia. Mientras escribo esto, no encuentro la revista. En Google, mi biblioteca de Babel, no hay nada al respecto. Eso se está olvidando, aunque no hayan pasado demasiados años. Tengo que escribirlo, aunque me dé pudor, para que no se olvide, para que se sepa. 
Quiero que se sepa otra cosa, otra historia. Volvamos de nuevo al 25 de agosto de 1987. Ese año, tan cercano para mi historia personal, parece ya muy viejo para la historia del mundo: Internet no había sido inventada aún, no se había caído el muro de Berlín, estábamos todavía en los estertores de la Guerra Fría, la resistencia palestina era comunista y no islámica, en Afganistán los talibanes eran aliados de Estados Unidos contra los invasores soviéticos. En Colombia, por esa época, se había desatado una terrible cacería de brujas: el ejército y los paramilitares asesinaban a los militantes de la UP, también a los guerrilleros desmovilizados y, en general, a todo aquello que les oliera a izquierda o comunismo. 
Carlos Castaño, el jefe de las AUC, ese asesino a quien al parecer mataron sus propios amigos, escribió algo sobre esa época. Él, como todos los megalómanos, tiene la desvergüenza de sentir orgullo por sus crímenes, y confiesa sin pena en un libro sucio: "Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como subversivos de ciudad. ¡De esto no me arrepiento ni me arrepentiré jamás! Para mí, esa determinación fue sabia. He tenido que ejecutar menos gente al apuntar donde es. La guerra la hubieran prolongado más. Ahora estoy convencido de que soy quien lleva la guerra a su final. Si para algo me ha iluminado Dios es para entender esto". 
Este iluminado por Dios, que terminó a su sabia manera nuestra guerra (que hoy sigue) hace diecisiete años, dice más adelante cómo se decidían los asesinatos: "Ahí es donde aparece el Grupo de los Seis. Al Grupo de los Seis ubíquelo durante un espacio muy largo de la historia nacional, como hombres del nivel de la más alta sociedad colombiana. ¡La crema y nata! Conocí al primero de ellos en 1987, días después de la muerte de Jaime Pardo Leal. [.] Les mostraba una relación escrita con los nombres, los cargos o ubicación de los enemigos. ¿Cuál se debe ejecutar?, les preguntaba, y el papelito con los nombres se iba con ellos a otro cuarto. De allí regresaba señalado el nombre o los nombres de las personas que debían ser ejecutadas, y la acción se realizaba con muy buenos resultados. [.] Eran unos verdaderos nacionalistas que nunca me invitaron ni me enseñaron a eliminar persona sin razón absoluta. Me enseñaron a querer y a creer en Colombia". 
No voy a citar más a este patriota, se me ensucian los dedos. Pero volvamos a 1987 y a un charco de sangre producido por él y por sus cómplices. Es en la esquina de la calle Argentina con la carrera Girardot, en Medellín. Un charco de sangre y un cuerpo tirado boca arriba, cubierto por una sábana, igual a un cuadro de Manet que no sé si ustedes conocen, pero si algún día lo ven se acordarán. Yo estoy sentado al borde de ese charco de sangre. Al salir esa sangre, como dice el asesino, hay un cerebro que quedó anulado. "Anularles el cerebro", este es el eufemismo que usa el asesino para el verbo matar. Pero es muy cierto, de eso se trata, de acabar con la inteligencia. Yo estoy ahí sentado y llega un señor de pelo blanco, barba blanca, desesperado, corriendo, como loco. Un señor que nunca actúa como un loco, una persona serena, equilibrada, racional. Llega ahí, y yo le digo, le ruego: "¡Tenés que irte de aquí; si no, te matan también a vos!". Al rato se retira del sitio, pero del país no se va todavía. Al otro día, en el entierro, con manos temblorosas pero voz muy firme, es capaz de leer un discurso. Lo ha intuido todo, sin poderlo saber con precisión. Recuerda las asquerosas palabras de Millán Astray, y las repite, seguro de que esas mismas son las banderas de los asesinos: "¡Viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia!". Es lo mismo del otro: matar para anular los cerebros. 
Pocos meses después, este mismo señor de pelo y barba muy blancas camina por la Avenida de Mayo y se detiene en el número 829. Va de saco y corbata, sobrio, y lleva un libro bajo el brazo. La puerta de ese número corresponde a un café, tal vez el más hermoso de Buenos Aires, el Tortoni. Los camareros no dudan en atenderlo de inmediato, pues ese señor es la imagen de la pulcritud y de la dignidad. Pide un vermut rojo, seco, y un poco de agua con gas. Nadie le pide autógrafos. Abre el libro y lee y subraya y anota cuidadosamente sus observaciones. Es un diálogo de Platón. No alcanzo a ver bien cuál de todos, pero supongamos que es Lysis, o de la amistad. Allí, curiosamente, se habla de las canas: "Veamos, dice Sócrates. Si se tiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmente rubios ¿serían blancos en realidad o en apariencia?". 
Francamente yo no sé bien lo que quiere decir Sócrates en ese diálogo. Están hablando de la amistad, del bien y del mal, de alguien que no se tiñe las canas, sino que, al contrario, se tiñe de blanco, y parece canoso pero no es canoso. Cada vez que me pongo a leer los diálogos de Platón, me enredo. Necesito un profesor canoso como este del que les estoy hablando, que ni se tiñe el pelo rubio de blanco, ni se tiñe de negro las canas, sino que es canoso desde joven. Canoso como es canoso el loco de Madrid. 
Las canas están asociadas a la vejez, pero también a la serenidad y la sabiduría. El señor del café Tortoni es otro exiliado colombiano, de cabeza muy blanca que al cabo de los años volvió al país y ha hecho algunas de las sentencias y de las leyes que, todavía, nos dan alguna esperanza de que este país nuestro no sea completamente bárbaro. Se llama Carlos Gaviria y hoy es uno de los pocos que piensan de manera independiente y liberal, cuando otra vez hay temores de que en Colombia podría volver la oscuridad que triunfaba a finales de los años ochenta. Yo no lo vi en Buenos Aires, en aquellos años, pero nos escribíamos con frecuencia (gracias a él se publicó mi primer libro) y cuando fui por primera vez a Argentina, no hace mucho, él me dio su itinerario cotidiano, las calles y cafés que recorría en los días de su exilio. Sus parques, los recorridos borgesianos, las librerías de nuevos y de viejos. 
No dudo de que haya algunos, hoy también, que tengan deseos de "anularles el cerebro" a personas como Alberto Aguirre y Carlos Gaviria, dos colombianos que se fueron al exilio obligados, y salvaron la vida, y volvieron, y aquí siguen, como nuestra conciencia moral más libre y más necesaria. No hace demasiado tiempo, en 1987, pasó todo esto. A algunos, sí, les "anularon el cerebro". Pero algunos salvaron el pellejo yéndose al exilio, a España o a Argentina o a otras partes, y ahora han vuelto. Tan canosos como entonces, todavía más sabios que entonces. Son una parte de la cultura antioqueña que yo salvo. Cada día estoy más canoso, aunque no como ellos. Pero eso sí, cada cana que me crezca, espero merecérmela. Son dos grandes amigos que heredé de mi mejor amigo, ese otro cerebro que no alcanzó a salir al exilio y fue anulado por las manos sangrientas de otros antioqueños.