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16 de diciembre de 2005

Testimonios

El momento más grave de mi vida

Los médicos le dicen al poeta Eduardo Escobar que tiene un tumor en la cabeza. Y que hay que operar. Aquí están las primeras letras y palabras de Escobar luego de la intervención en que la ciencia supo qué hay en el cerebro de un nadaísta.

Por: Eduardo Escobar

Al principio parecen una broma. Pero después, las siete palabras, "usted tiene un tumor en el cerebro", retumban. La realidad adquiere un sabor de acechanza al tiempo que una gracia inesperada. Y el árbol en el jardín presenta la majestad nueva de un dios de viaje.
Todo comenzó con un espasmo muscular en el muslo izquierdo. Siguió con un yeyo en Manizales, en compañía de una muchacha de aspecto virginal llamada Lucero. Y terminó en la habitación 311 de una clínica, después de pasar por el purgatorio de su Unidad de Cuidados Intensivos. UCI. En la jerga de los enfermeros.
No existe alegría como la de salir de una UCI. Es la certeza de haber completado un triunfo, aunque debamos reconocerlo como provisional, de todos modos. Después de un sueño sin sueño, sometidos a las inclemencias de una intervención quirúrgica, huesos quebrados y tijeras, es el sentimiento de volver de una aventura con una herida enorme en la cabeza, respirando oxígeno prestado de una pipa por un tubo de plástico estéril, en una cama articulada.
Tampoco conozco soledad igual a la que se disgusta en el aislamiento protector de una UCI. Sin un teléfono a mano. Sin un cigarrillo que nos brinde su ardiente compañía en la penumbra de yodoformo. En la grillería de los monitores, bip, bip, testigos ruidosos de que seguimos de parte de las cosas, en la promiscuidad de los suspiros, en el vecindario de los moribundos. A veces la muerte pasaba de rodillas por el pasillo.
Las noches sin fondo de los hospitales son distintas de las vigilias de los amantes. Uno solo quiere que florezcan las rosas de la aurora en la puerta. Si estamos conscientes, las demoras del tiempo pasan más. Es más minuciosa su mordida. Sansebastianizados. Con los brazos erizados de agujas. Consolados apenas por la aromática presencia femenina de las enfermeras que vienen a curiosear cada hora nuestros signos vitales. Fonendoscopios, termómetros, tensiómetros. Nos cuentan las pulsaciones en la muñeca con seriedad desinteresada. La orina, por centímetros cúbicos. Siempre te llaman por tu nombre. Aunque saben que los nombres no importan. Importan los pacientes.
Cuando se van, acostumbradas a los derrumbes de la carne a fuerza de aguantarnos, a la enfermedad y al dolor, a las linfas del prójimo descompuesto, a los clamores de los dolientes suspendidos con mangueras sobre el vacío de la eternidad, y anclados a medias con agujas bajo las sólidas estrellas, hay tiempo para recordar. Para congraciar la mala suerte del engendro con la buena de haberlo detectado a tiempo, y haber salido airosos de la recensión del monstruo en la intimidad de las circunvoluciones cerebrales. Yo aprecié, siempre queda algo por apreciar en las desgracias y las penas, aun las más graves, el goce de una estética futurista en la cápsula de la resonancia magnética. Su música de xilófonos curados con pausas enigmáticas y silbidos largos me hicieron pensar en Stockhausen.
Recordé muchas veces la visita al neurólogo. Cuando entré en su consultorio, Remberto Burgos (sic) había dispuesto a modo de bienvenida las placas en el negatoscopio. Y después de una charla insulsa hecha de formalismos y vaguedades, pronunció con voz neutra, habituada a las malas noticias: -Usted tiene un tumor en el cerebro. Siete palabras. Pero no retumbaron todavía. Parecían todavía parte de una broma.
-Admiro su franqueza, doctor. Le dije. Y sonreí con la sonrisa socarrona del idiota condenado a muerte. Y advertí las oscilaciones del edificio antisísmico del otro lado de la avenida.
-Venga le muestro. Dijo Remberto Burgos. Se levantó de la silla giratoria. Yo salí de la perplejidad. Fue al negatoscopio. Y señaló en las vistas múltiples de un cerebro, el mío, la mancha luminosa, un fulgor biológico entre las meninges y la masa encefálica que le servía de colchón. Era de una terrible belleza. Remberto Burgos agregó una precisión de horticultor: -Debe tener el tamaño de un limón. Y. -Es el tumor de las monjas. Dijo.
Lo que siguió fue una resignación pavorosa, la calma sucia que experimenté ante los ladrones la mañana cuando me atracaron hace tiempos poniéndome una escopeta en el mismo lugar de la huella difusa de un mal concreto. Y de la fecha cuando me gané un premio menor en una lotería de pobres. Con un susurro (voy de huida), le pregunté a Remberto Burgos. -Y qué hacemos con esa cosa, doctor. Y Remberto Burgos, implacable, en mangas de camisa, sentenció, sin apelación. -Sacarlo. Era obvio que no podía seguir albergando La Cosa, por caridad, cortesía ni descuido: aunque hubiéramos convivido en paz, muchos años, tal vez, había llegado la hora de separarnos.
Hoy me avergüenza la debilidad de haber permitido que Remberto Burgos, y su ayudante, un tal Becerra, se asomaran, a la sacristía de mi intimidad, aunque haya sido una violación terapéutica, validos de una sierra de alta velocidad y de una aspiradora de mocos. Y sobre todo, en luna llena.
El momento crucial no fue cuando me cambiaron la ropa de todos los días por unos desgarbados calzones de huérfano hechos de papel absorbente, y un delantal de un verde melancólico. Ni cuando me sentaron con curia en la silla de ruedas como a un escuálido Licenciado Vidriera. La enfermera empujó la silla con el vigor que suele poner todo el mundo en las cosas que hace por la mañana, hasta el limbo desabrido del quirófano. Allí me ayudó a subir a la alta mesa preparada para el holocausto. Y entonces, me entregué. Mi lugar esa mañana de la Vida era por elección propia ese, entre la esperanza y el espanto. Un joven aprendiz y una mujer con una camisa de flores, más propia para un baile de chamanes que para una cirugía del cerebro, alistaban a mi lado cuchillos, destapaban botellas, llenaban jeringas con los estragos de las ampollas. Mientras yo, expuesto boca arriba, atado bajo una luz cegadora como el mártir impúdico de una causa perdida, me dejaba nutrir con sus cocteles opiáceos intravenosos, que me adormecieron en cuerpo y alma. No supe cuándo me fui de allá sin despedirme. Ni adónde llegué. Ni si iba a volver.
Pero volví. Al despertar, un trío de muchachas se inclinaban sobre mí como sobre un pastel de cumpleaños. No eran ángeles porque reían, y estaban maquilladas, y tenían tetas, de modo que me tranquilicé: no estaba aún en el Paraíso. Tampoco me hice muchas ilusiones. Si se inclinaban sobre mis genitales con alegre desvergüenza, era tan solo para acomodar en la uretra la cánula que drenaba el producto de mis riñones intoxicados. Luego, me cubrieron con una sábana de resurrección. Y yo regresé a mi sueño químico. Eso fue todo. Así pasé el momento más grave de mi vida. Como quien asiste a una fiesta ajena.
Al despertar, por fin, me rodearon por turnos las sombras parlantes de mis hijos, algunos hermanos, un puñado de amigos. Y la comunidad invisible de mis muertos revoloteaba entre los atriles de los sueros. Pero no los mencioné a nadie. Porque no me hubieran creído. Y tampoco dije que dudaba si me habían divorciado de un enemigo perfecto. O de un amigo peligroso, al despojarme de mi revulsivo tumor de monja. Que, además, a la postre, resultó más grande que un simple limón, según dijo Remberto Burgos con aire profesional de triunfo, del tamaño de una buena mandarina.
Al salir de la clínica una semana después, con un solideo de gasa, los transeúntes invictos me miraban desde un mundo inconsistente, como si acabaran de ganarme una partida de póquer. Para frustrar su vanagloria, compré un sombrerito deportivo de tela caqui. Y puse la cara de uno que acaba de llegar de un día extenuante de pesca con las manos vacías.

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