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7 de septiembre de 2006

Testimonios

Criando un cerdo en casa [parte 1]

Entendiendo las penurias económicas, y por tanto alimentarias, de un poeta nadaísta, SoHo le encargó al más flaco de todos que comprara un cerdo y lo criara en su casa. Primera de una serie de crónicas cuyo desenlace podría ser la parrilla.

Por: Eduardo Escobar
Con Aurelia fue amor a primera vista. me gustó su candor. le di un beso sádico. y establecí con los cerdos a través de ella una relación nueva | Foto: Eduardo Escobar

La orden de la dirección de esta revista de descabellados, que una vez me internó en una clínica de locos pobres para ver lo que pasa con los pobres cuando enloquecen y otra quiso mandarme a un campo de entrenamiento militar a comer pollitos crudos y a levantarme a las cuatro de la mañana, fue así de simple: compre un cerdo, engórdelo, y después lo sacrificamos y le hacemos una fiesta en su finca. Lo demás corre por cuenta suya en un puñado de crónicas.

Como también de cerdo vive el hombre tomé el reto. Si me hice el loco una semana, pensé, puedo convertirme un trimestre en porcicultor. Y decidí buscar una hembra para vengar las cochinadas que me hicieron mis mujeres. Y la llamé Aurelia. Tiene los ojos grises, dulces.

La compré en el establecimiento de un criador vecino, mi pariente lejano, descendiente como yo de Daniel el Hachero, un muchacho de Envigado a quien una noche le pudrió el corazón y picó con un hacha una familia como si fueran marranos. Jamás había visto tantos cerdos juntos y tan bien organizados. Hospedan a la marranas paridas en compartimientos con calefacción diseñados para que sus majestades distraídas no aplasten los críos (una marrana saludable pare entre diez y doce); los pequeños destetados en corrales de recreo sobre el nivel del suelo se divertían como enanos bajo una lámpara; los que preparaban para el sacrificio se aburrían en corrales asépticos entregados a su pienso luego existo, las madres próximas hozaban al aire cuan gordas eran. Había dos machos tristes que se ordeñan, dijo el encargado con un eufemismo de pudor de confesar que los masturba para inseminar las hembras calientes.

Con Aurelia fue amor a primera vista. Me gustó su candor. Y tenía el lomo pintado con coquetas pecas del tamaño de monedas de quinientos pesos. Pesaba 18 libras cuando la colgamos por una pata en la báscula. Daba alaridos como si la estuvieran matando. Le di un beso sádico. Y establecí con los cerdos a través de ella una relación nueva. Aurelia es simpática, tierna. Rozagante y áspera como un ángel. Pronto simpatizamos. Cuando voy al corral viene a la puerta brincando como un perro. No como un perro. Como ella: alegre, confiada.

Mis contactos con los cerdos datan de lejos. Como envigadeño de cepa pasé de la teta materna, teta de judía marrana, a la inmortal morcilla de Envigado, una ciudad que antes de hacerse famosa por las diabluras de sus pistoleros ostentó el título de capital de la morcilla. Apelativo apacible para nosotros, no para los puercos. Y fui engendrado y parido un tiempo cuando en las familias antioqueñas como la mía, pobres pero honradas se dice allá, el cerdo era un invitado cotidiano en la mesa. No por lujo licencioso, sino porque la carne de res era más cara y el pollo plato de días festivos, alimento de enfermos y reconstituyente en la cuarentena que duraban las dietas de las señoras.

Dieta se llamaba cuando en el posparto, puerperio, dicho en sol mayor, las mamás al cabo de los nueve meses que duraba, sigue durando, la gestación de los seres humanos como usted y yo, se tomaban la revancha de tiranizar a la familia cuarenta días arrebujadas en la cama, las ventanas entornadas, ahogando en leche al engendro, y servidas con los mimos de la parentela y halagadas con sucesivos caldos de gallina. Gallina. No pollo. Ni cerdo ni cerda.

Mi padre y sus hermanos mis tíos eran aficionados a los frutos de sartén. A las tortas de yuca y a las arepas de chócolo que son las de maíz tierno, para guarnecer las costillitas de cerdo agridulces que acrecentaban la fama de la parroquia. Y los chicharrones de innumerables patas, los chorizos suculentos, las negras morcillas: arroz, sangre, poleo. Combustibles de las noches de las rencillas del parqués y las cartas y el juego de lotería, únicas formas de retrasar la fuga a los sueños antes de la televisión.

Mientras las sartenes chirriaban en la cocina y un cerdo esparcía efluvios generosos por la casa, en el comedor saltaban inquietos los dados del parqués, susurraban las cartas de lino de los tutes, cantaban las figuras de la lotería como iban saliendo de la bolsa de terciopelo. Gritaba el pregonero. Quién tiene el cerdo. Yo tengo el cerdo, gruñía tío Arturo como un cerdo, contenía la emoción, guardaba el sentimiento de triunfo y ponía la ficha boca abajo con un golpe sordo sobre el tablero. Arturo siempre perdía. Como los cerdos.

Así eran mis parientes. Glotones y tahúres. En paz descansen. Y descansen de sus apetitos los pobres marranos.

Es justo declarar en honor de los puercos que todos estiraron la pata por causas distintas al colesterol y las cardiopatías que suelen atribuirse a los amigos de estos mamíferos, o de su carne, que no es lo mismo. La carne de cerdo cargó con fama de asesina pero ha sido reivindicada. Hoy se considera más saludable que la de vaca. El mundo moderno que mató a Dios y resolvió establecer el matrimonio entre señores llenó de dudas todas las cosas antaño sagradas, pero descubrió que la carne de cerdo es de alto valor nutritivo, que un cerdo de líneas genéticas adecuadas y cebado en condiciones pertinentes de higiene ofrece al consumidor una carne magra y suave, baja en grasa. El doctor Cortés, cirujano de Pereira, recomienda la carne de cerdo por su facilidad en la asimilidad, sic, y la absorción, y porque no ofrece riesgos de producir problemas en el aparato circulatorio como hipertensión o dislipidemias. Cien gramos de costilla cruda contienen 213 calorías, 18 gramos de proteínas, 15 de grasa, 1,4 de colesterol. Si es lomo, 24 gramos de proteína, apenas 106 calorías, 1,3 de grasa y 0,7 de colesterol.

Estuve por decir que viví cerca de los cerdos desde los primeros vislumbres de la conciencia, cuando me sorprendí una vespertina en este mundo debajo de una mesa, en pañales, entre ocho juegos de piernas adultas, mientras sus dueños disputaban una partida de damas en la tapa. Yo exprimía con las encías desdentadas aún la jugosa garra de un chicharrón que mi padre había agotado. Pero cerca es un decir. No es igual un cerdo de veras a un cerdo cantado en una lotería. A un fragmento de garra premasticada por nuestro cariñoso progenitor.

La relación del cerdo con su comensal es difusa. Un cerdo troceado y servido es un cerdo transformado por el misterio de la muerte y las artes culinarias. Dicho en el lenguaje de los estructuralistas del siglo anterior: un cerdo crudo no es un cerdo cocido. Aunque sean semejantes en méritos. Uno animado por sus espíritus vitales, feliz retozando en su propia mierda. El otro purificado por las técnicas del fuego y bendecido por la sal, adobado como un mártir para el mantenimiento de nuestros rígidos cascarones corporales antes de convertirse en mierda ajena.

El cerdo del dibujo del primer libro de lectura y el cerdo de la ficha de lotería o en el plato son nociones parciales de la cerdidad. Otra cosa es un cerdo, lo vi después, transportado en la jaula de un furgón rumbo al mercado, dando cabezadas como un cerdo borracho. El que espera turno en el matadero es más lastimoso. Suscita un montón de reflexiones encontradas sobre la maestría del Creador para inventar criaturas raras y sobre nuestra condición desalmada para borrarlas de la superficie terrestre en beneficio propio.

El cerdo navideño es una institución en mi patria chica. Mis tíos, los hermanos de mi padre, compraban entre todos, haciendo vaca, se dice, aunque suene contradictorio, un lechón de agosto. Mi padre lo cebaba en la finca. Y en diciembre un matarife de confianza cuyo salario incluía una botella de aguardiente lo ponía al pobre sobre una mesa, y adiós. Era terrible contemplarlo agitando los remos inútiles mientras lo reducían y le enterraban un cuchillo en el corazón. Chillaban como niños víctimas de abusos. Como musulmanes en una mazmorra norteamericana. Nada se compara con el desesperado clamor de los cerdos al entregar el alma. Todos los animales se resignan, dejan de luchar cuando todo está perdido. El cerdo protesta hasta la postrer boqueada.

Entonces uno comprende un poco a los vegetarianos. Y duda de la excelencia de la condición humana. Es cierto. Todos los animales matan, el colibrí al detal y el tigre en grande, si tienen hambre y ocasión. Pero los hombres somos los únicos que inventamos cadenas de muerte y formas de conservar nuestras víctimas para el consumo sin que se corrompan. En Estados Unidos se sacrifican cada semana dos millones de cerdos.

Es triste asistir a la muerte de un cerdo doméstico que terminó por incorporarse al clan familiar, con un nombre, Aurelia en este caso, como en un juicio arcaico donde se sacrifica un prójimo que consiguió su plenitud. El cerdo anónimo esperando turno en el matadero para formar parte de la estadística de la muerte masiva, del rigor asesino de la civilización, es lánguido, en cambio.

Todos nos hemos acordado un día del cerdo vivo mientras saboreamos el cocido, reprimiendo el remordimiento para no echar a perder el gusto. Todos le añadimos alguna vez una pizca de pimienta con una pizca de pena. Pero así es el mundo. Los vegetarianos no tienen por qué confundirnos con sus juicios. ¿Están seguros, pregunto, de que las lechugas no vierten sus propias lágrimas al arrancarlas del hogar del huerto, si es verdad que la conciencia es un fenómeno que compartimos en esta dimensión el grano de arena, la remolacha, el caimán, la estrella, incluso el ejecutivo de hoy hasta cierto punto? El crujir de la rama es el noble lamento del roble. Existe una sensibilidad de las plantas. Y una del agua mineral. Las piedras también lloran como los ricos. Y los cerdos. Para no salirnos del tema.

Esta mañana visité a Aurelia, ya lleva un mes conmigo. Gira la cabeza y me mira con un ojo gris con ganas de hacerme una pregunta. Da vueltas en el chiquero cuando me ve con una dicha injustificada en mi opinión. O para ganarse mi corazón implacable. Sus ancas adquieren con el régimen de aguacates, resolví incorporarle el aguacate anticipado, preciosas formas femeninas. Por alguna razón las curvas de sus ancas me evocan a Angie Cepeda. No a la Cicciolina aunque exhibe con inocencia la puerta de su pequeña vulva. A la Cepeda. Y me da vergüenza acariciar su cabeza. Su manera de recibir el mimo echando las orejas atrás como una amante que tuve me rompe el alma. Pero las mujeres me deben un montón de cosas. Aurelia es mi chancha expiatoria.

Aurelia ignora su origen. No importa. Dedicaré la segunda crónica a contarle cómo los antiguos saínos se acercaron a limpiar la basura de los patios de nuestros protoabuelos. Y cómo estos, para descrédito propio, en pago por sus servicios les concedieron el honor de una prisión de palos junto al hogar, para invitarlos a su hora a sus festines. Y por qué algunos pueblos conflictivos y monoteístas convirtieron el cerdo en tabú. Es decir, en un alimento cuyo consumo puede ser castigado por el mismo Dios del cielo. No se la pierdan.

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