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14 de septiembre de 2011

Diatriba

Contra las cuchibarbies

El escritor Efraim Medina Reyes habla de una experiencia con una de estas mujeres. Estas fueron las cosas buenas y malas del encuentro.

Por: Efraim Medina Reyes

Hace algunos años pasé un fin de semana con una cuchibarbie. No fue premeditado, no salí a la calle pensando en ese tipo de artefactos y ni siquiera sabía que existían. La conocí en un bar del norte de Bogotá. Era un tiempo en que solía beber más de lo normal y, como casi nunca podía pagar la cuenta, tenía un criterio más amplio en cuestión de mujeres. (Contra Suso el Paspi)

Sin embargo, juro que cuando le pedí que bailáramos, ella era alta, maciza, tenía treinta y dos años, ojos verdes, pelo castaño y una espléndida e invencible sonrisa. Terminamos en su apartamento y no me di cuenta de que estaba con una superabuela (así les dicen en el Caribe a las cuchibarbies) hasta que el sol entró por la ventana e iluminó sus ojos verdes y su pelo rubio sobre la mesita de noche. Los que me miraban desde su cara eran grises al igual que los mechones de pelo que flotaban sobre sus hombros. Sonrió y me dijo que se llamaba Raquel y tantas otras cosas.

Miré en derredor y supuse que consultando libros de prehistoria se podía comprobar que ella y su apartamento habían conocido días mejores, pero nada me costaba ser elástico y aceptarla como una atormentada cuchibarbie de clase media. A propósito de ‘elástico’, mientras hablaba me di cuenta de que la razón de su invencible sonrisa no era la alegría sino turbias inyecciones de bótox a mitad de precio. (Contra las redes sociales)

Más abajo, mucho más abajo, de su sexo mal afeitado, cuya piel tenía la misma textura de un pavo recién hervido, despuntaban algunos vellos blancos. Me habría gustado susurrarle al oído con ternura que la única cura eficaz contra las arrugas es la guerra, pero sabía que era inútil y que lo más probable es que a su avanzada edad estuviera más sorda que una tapia.

Lo curioso, si lo pienso ahora, es que junto a la cocaína y el comercio indiscriminado de armas, el negocio más potente y lucrativo del mundo contemporáneo es la guerra contra las arrugas. Hemingway decía que envejecer es lo más asqueroso y actuó en consecuencia pegándose un tiro en la boca.

Raquel había optado por defenderse con uñas y dientes, justo lo que ya prácticamente no tenía. No reniego de ella, alcancé a quererla y compadecerla en esas pocas horas y entendí por qué se pasó la noche diciéndome: “Por allí no, por atrás. Dale, no te preocupes. Dale con todo, pero por atrás”. Y viendo el panorama al amanecer ‘todo’ no habría sido suficiente. (Contra Kim Kardashian)

En realidad las cuchibarbies no son ancianas disfrazadas de lo que fueron treinta años antes, sino mutantes. Ellas no están fingiendo ser adolescentes, se sienten así. Creen ciegamente, y la mayoría están en verdad ciegas, que conservar un determinado peso y una determinada forma equivale al contenido.
Pasan por alto la sensación y el hedor. Raquel, en términos generales, y los tres litros de alcohol en que navegaba mi cerebro aquella noche, no estaba mal. Iba al gimnasio tres y en ocasiones hasta cuatro veces al día (una más que Cristiano Ronaldo), tragaba siete cápsulas diferentes cada seis horas (en eso ni ella ni toda una clínica podía superar a Cristiano Ronaldo) y su cirujano de confianza le había hechos retoques aquí y allá.
Metida en sus pantalones negros de cuero que se ajustaban a su cuerpo como una segunda o quizá tercera piel. Maquillada por un profesional de los efectos especiales (¿el mismo de Cristiano Ronaldo?) y con las tetas infladas de silicona al máximo nivel (tenía válvulas reguladoras bajo las axilas), montada en sus tacones de 17 centímetros, con aquellos labios repujados y aquella invencible sonrisa, podía pasar por una bomba sexy y despertar los más bajos instintos a su paso, sobre todo al anochecer. ¿Qué tenía de malo soñar? Eran su dinero y su humanidad o lo que quedaba de ella. (Contra el soft porno)

Estaba dispuesta a todo, incluso a morir, por mantener viva su fantasía. No escapé de aquel apartamento por su aspecto. Me hubiera bastado que se pusiera los ojos verdes y la peluca rubia. Hui y sigo huyendo del hedor, ese profundo hedor a deterioro estaba allí, bajo todas las cremas y las fragancias. Así como los bebés huelen a algo dulce, adictivo y primordial, las cuchibarbies hieden a lana averaguada y muerte lenta.

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