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13 de octubre de 2005

El cabo Manglares, extremo occidente

Por: Alfredo Molano Bravo

No quise demorarme en Tumaco, un pueblo por el que he pasado varias veces. Hace quince años era el paraíso de los Renault 4; hace diez, el de los Renault 12, y hoy, el de las camionetas Ranger. Las casas de madera han dado paso a construcciones de cemento. Hay veinte hoteles. El gran ficus, uno de los árboles más frondosos y bellos del país, sigue en pie. Tomándome un salpicón, oí la conversación de dos señoras: “Ahora -dijo una- solo salgo de la casa aquí y de aquí a la casa”. Con esta pista, busqué a un viejo amigo, sindicalista en su época, y me aclaró: “Lo que pasa es que vivimos en una guerra de bala cruzada. Todos los días hay muertos. Han liquidado los sindicatos, matando sindicalistas; la UP desapareció. La mafia cobra cuentas y la fuerza pública hace su agosto en el río revuelto”. De Cabo Manglares yo solo sabía que es una de las bocas del río Mira en el Pacífico, y que el 13 de mayo de este año se le apareció al gobierno la Virgen María con la incautación de quince toneladas de cocaína, días antes de que se definiera una nueva ayuda de Washington a Colombia para combatir el narcotráfico. Con la fotógrafa, salimos de Tumaco en una canoa de línea a las 11:00 a.m. En el puerto anclaban dos buques camaroneros y en el mar se veía un guardacostas de la Armada. El viaje por el litoral era imposible en esos días porque los vientos preparaban una gran puja, peligrosa para embarcaciones menores. Nuestro destino, según contrato con el marinero de la canoa, era Cabo Manglares. Dejando el mar sin darnos cabal cuenta, entramos por un enorme manglar en el río Dulce, que es un brazo del Mira. El mangle, un árbol anfibio de hojas muy delicadas y alegres, crece hasta 40 metros. Brotan del tronco principal y de sus ramas gruesas una especie de tubos delgados que caen al agua y que dan la sensación de ser pitillos que les permitieran beber el líquido caldoso y turbio en que crecen. Las aguas que rodean las raíces son verdaderas salacunas de peces y mariscos. Su madera ha sido tenazmente perseguida, hasta el punto de que el Estado tuvo que prohibir -letra muerta- su explotación. Las comunidades nativas la utilizan para hacer carbón vegetal o para vender su corteza, rica en taninos, a las industrias de cuero. Las grandes firmas madereras lo compran para venderlo como vigas para la construcción. Total, los manglares viven amenazados de extinción. A medida que la marea -entra dos veces diarias- va siendo detenida por las aguas del río, el manglar va desapareciendo para ser sustituido por una selva enmarañada. El viaje se vuelve monótono cuando las distintas posiciones que uno toma sentado se agotan. A las tres horas, cansados de ver agua y pájaros que alzan el vuelo de cualquier rama y se cagan en el aire, llegamos a La Toma, el sitio de donde se saca el agua dulce para Tumaco. La canoa se enrumba allí por el verdadero río Mira, ancho y fragoso. Nace en Otavalo, Ecuador, y solo en un trecho muy corto marca la frontera con nuestro vecino. Las pequeñas plantaciones campesinas de palma africana, los cultivos de plátano y coco dominan las orillas. El yarumo defiende las playas y cicatriza los abiertos. Dos horas más y el mar apareció casi de repente. La canoa se detuvo abruptamente en un pequeño pueblito en la margen izquierda del río. -Llegamos -dijo el piloto. -¿Llegamos? -preguntamos nosotros entre sorprendidos y asustados. En los mapas, Cabo Manglares aparece en la margen derecha. El hombre repitió: ­Sí, llegamos. -¿A dónde? -insistimos. -A Milagros. -Perdón, señor, el contrato era hasta Manglares. -Manglares está enfrente. Miramos: había tres casas y se veían desocupadas. -Pero ¿qué puedo hacer? Eso -indicó con la boca- es Manglares. -Pues no nos bajamos hasta que nos lleve a Cabo Manglares.

Los barcos venidos de Buenaventura, Japón y Estados Unidos se llevan el pescado y disparan a los pescadores cuando se acercan.

Siete años después de un derramamiento de crudo que todos recuerdan, aún hay depósitos de petróleo seco y denuncias de que con el agua regresan bultos con su veneno.

Entre la selva y los manglares amenazados de extinción, hay plantaciones campesinas de palma africana, plátano, coco y yarumo.

El hombre se rascaba la cabeza como diciendo: en la que me metí con esta gente. Desesperado, decidió llamar a los pescadores que a esa hora remendaban sus redes, y les preguntó: -¿Dónde queda Manglares? -Enfrente, respondieron en coro. La cuestión se ponía fea. O echábamos pie a tierra o dormíamos en la canoa. Decidimos lo primero y entre miradas burlonas de la galería bajamos nuestros morrales. Dimos una vuelta por el pequeño pueblo, unas veinte casas y un faro tan ladeado por el mar, que la Armada optó por dejarlo en manos de la ley de la gravedad. Tratamos en vano de conseguir posada. La gente nos miraba como a marcianos. Hasta que un hombre de unos 60 años se nos atravesó en el camino, se presentó como Camilo Washington Aristizábal y nos preguntó con una seca autoridad: “¿Y ustedes quiénes son?”. Le explicamos como mejor pudimos nuestra misión, y adornamos con los más floridos adjetivos el lugar al que llegábamos. Se ablandó, quizá no por nuestras credenciales, que eran pocas, sino por la necesidad que hicimos explícita de encontrar techo y comida. Nos llevó a donde doña Felisa que, mirándonos, nos dijo: “Pues si se acomodan ahí en el suelo, bien puedan”. Mientras doña Felisa nos preparaba un encocado de pargo, don Camilo nos contó el origen de nuestra confusión geográfica: Cabo Manglares sí era un pueblo grande de 120 casas, tal y como nosotros lo imaginábamos. Más aun, llegó a llamarse Mariano Ospina Pérez, y fue corregimiento de Policía de Tumaco con escuela y templo evangélico. Tuvo fábrica de hielo, piladora de arroz y aserrío. Había muy buena pesca, arrozales muy grandes -porque al negro le gusta el arroz- y se sacaba madera fina como el nato y el sajo, el cúanjare y el piñuelo. Pero estaba mal ubicado y un día “la mar lo combatió y el río no lo defendió”. Fue una ola enorme, un “aguaje de puja” lo que acabó con un pueblo renombrado en los libros de geografía. Entre las dos aguas lo fueron atacando, socavaron sus playas y, sobre todo, frente al Cabo, el mar y el río fueron criando otro, tan inesperada y rápidamente, que la gente le bautizó Milagro: una playa no menos caprichosa que hoy también las dos aguas “combaten”, y cuya primera baja ha sido el faro de 50 metros de altura. “Nos dejaron sin esa luz -dice don Camilo- que nos ayudaba a salir de noche a pescar. La pesca es nuestra vida. Ha comenzado a escasear porque los tiempos están cambiando y sobre todo porque los barcos de arrastre se llevan lo que encuentran. Uno no se les puede acercar porque desde cubierta disparan. Vienen de Buenaventura, pero también de otras patrias como Japón y Estados Unidos. El gobierno les da licencia para entrar hasta las seis millas, pero ellos fondean casi en la orilla. En diciembre pasado llegaron doce barcos y echaron ancla frente a San Lorenzo, que es un pequeño puerto ecuatoriano. La lista de pescado que arrastran es larga y sonora: corvina, lisa, sierra, cajero, atún, dorado, picudo, alguacil, verrugado. Milagro vive de la pesca. Un grupo de pescadores sale de noche y regresa en la madrugada, otro sale a esta hora y vuelve al atardecer. Se pesca con grandes trasmallos y el pescado se vende en el puerto, a donde vienen a comprarlo por contrato fijo las comercializadoras de Tumaco. También pasan ecuatorianos a recoger -o a comprar- ‘concha‘, como llaman a la piangua, un pequeño molusco que se da en los manglares y que Ecuador ha permitido destruir. No solo no ha prohibido la explotación del mangle, sino que la carretera que llega a San Lorenzo -que es en realidad controlado comercialmente por colombianos- facilita el transporte de maderas hacia Ibarra y Quito. En la noche, nos reunimos en una de las dos tiendas del pueblo a conversar de nuevo con don Victoriano, don Antonio y sus amigos que encontramos jugando dominó. Su dueño es don Antonio, un ecuatoriano que vive hace 40 años en Colombia. No vende alcohol ni cigarrillos porque es evangélico. Para tomarse un “biche” o un ron hay que ir hasta la otra tienda, frente al mar. La atiende un hombrazo negro, cargado de collares de oro, que vive subido en una lancha rápida, equipada con un motor de 200 caballos. Don Victoriano conoce toda la costa colombiana sobre el Pacífico. Vivió en Satinga, en Juradó y en Gorgona, y ha pescado en Malpelo. En el interior solo ha vivido en Santa Rita, Vichada, donde, prestando servicio militar, combatió al mando del entonces capitán Valencia Tovar al “doctor Báyer y a don Rosendo Colmenares, a quien por mal nombre llamaban ‘Minuto‘”. Don Antonio vino a Colombia por un hecho de honor: a su hermano, un tiburón le arrancó una pierna entera de un tarascazo. Estaba pescando lisa y cuando “alumbró la mancha, le botó el taco de dinamita, y el latigazo hizo saltar el pescado como electrizado y ya muerto. Había que recogerlo, y mi hermano se tiró al mar. Yo vi una sombra grande que se movía tras él y le grité, pero no oyó; nosotros vimos cómo se coloreó el agua, pero cuando lo sacamos, había botado toda su sangre. Regresamos con el cadáver ya frío. En esa época el mar estaba lleno de fieras”. Cargando su dolor se fue a pescar en el litoral solo chantisa, un pescadito diminuto muy demandado que se come frito o seco en sal. Quería olvidar su pena. Pero la fama de su hermano “le hizo camino al destino”. En Limones (Ecuador), donde vivía, fueron a buscarlo los liberales de un movimiento político llamado Eloy Alfaro para que los defendiera con dinamita de un ataque que los conservadores tenían cantado. Aceptó para mantener viva la fama de su hermano, gran dinamitero que “disparaba hasta cuatro tacos al tiempo, los que le cabían entre dedo y dedo”. La noche en que los conservadores atacaron, don Antonio hizo su oficio y a la madrugada le tocó huir porque habían quedado muertos, y el Ejército y Policía andaban tras él para matarlo. Sin duda, el caso de don Antonio no es excepcional, y Milagro debe albergar a muchos prófugos y derrotados. Todo el mundo recuerda en la región el derrame de alquitrán. A Esmeraldas, el conocido puerto ecuatoriano, llega un oleoducto que trae el crudo de Lago Agrio, frontera con Colombia en el Putumayo. Por razones que nunca se publicaron, el tubo se rompió y el petróleo cayó al río Esmeraldas que lo arrastró al mar. Allí la corriente lo regó por la costa colombiana y la mareta lo metió por todas las bocanas del Mira. Los pescadores que salen de noche comenzaron a ver una mancha negra que avanzaba. El único camino de huida era alta mar. La mancha no se detenía. Alguien se decidió a tocarla: era temblorosa, parecía viva y se quedaba prendida en lo que topara. El olor a petróleo que desprendía los disuadió de que esa espesa negrura que medía más de “una cuarta de espesor” fuera un gran animal del que la oscuridad de la noche impedía saber su tamaño. A la madrugada concluyeron que el petróleo podía salir de un barco encallado, del rompimiento del oleoducto o ser un ataque peruano. En Milagro, los esperaba la explicación y las maldiciones de otros pescadores que ya sabían que desde ese momento las redes viejas no servirían y que el pescado huiría despavorido a otros mares. Así fue. Pero fue también una pequeña y mezquina bonanza de empleo. Petroecuador y Ecopetrol llegaron a un acuerdo para limpiar las costas embadurnadas de crudo y resolvieron encostalar el derrame. Hicieron contratos con empresas locales para enganchar nativos que empacaran el petróleo en bolsas de plástico, donadas por los ingenios azucareros. Pagaban la envasada del viscoso crudo, y el traslado de la bolsa a unos cien metros del beso del mar. Hombres, mujeres, niños y ancianos hicieron sus pesos. Medio terminado el trabajo de limpieza -”porque el mar botaba y botaba alquitrán”-, las compañías dieron las gracias y se fueron. Los pescadores reviraron y exigieron indemnizaciones a las petroleras. Ni cortos ni perezosos, los directivos optaron por donar a unas pocas juntas de pescadores lo que llamaron una “bonificación” que, como se puede presumir, nunca llegó a manos de los verdaderos afectados. Hoy, siete años después de la catástrofe, los depósitos del crudo, ya seco, que se arrumó están amenazados por un nuevo e inevitable “combate” del mar, y ya hay denuncias de casos en que el agua regresa los bultos con su veneno a las corrientes marinas. Al gobierno colombiano poco le importa el envenenamiento del medio ambiente, empecinado como está en la fumigación aérea de los cultivos de coca. La erradicación forzosa en Putumayo ha desplazado a los cocaleros hacia el Pacífico y en particular entre los ríos Patía y Mira. Los cultivos aquí han crecido sin cesar, no obstante los programas de erradicación y demás acciones represivas. Se calcula que podría haber en la región del Mira unas 20 mil hectáreas a pesar de la Operación Dinastía que desde 2003 ha fumigado unas 27 mil. Más aun: el narcotráfico ha logrado producir y aclimatar nuevas variedades de coca como la boliviana, que produce cinco cosechas anuales en vez de dos, y seis kilos de base en lugar de uno. El rendimiento de la hoja -medido en alcaloides- es hoy cercano al 90%, cuando hace unos años era apenas de un 30%. Y sin embargo, en Milagro no hay síntomas tangibles del cultivo de coca. No vimos grandes depósitos de gasolina, ni bodegas abarrotadas de mercancías, ni racimos de recipientes de plástico, ni prostíbulos, ni máquinas de juego, ni caballos de paso fino. Todos estos indicios se dan en Llorente y La Guayacana, sobre la carretera entre Pasto y Tumaco. En Milagro la gente pesca, cultiva mandarina, coco y papachina; los niños van a la escuela pública y los viejos, a la Casa del Señor. Se respira una plácida calma tan solo perturbada por la remota posibilidad de que el río y el mar vuelvan a chocar sobre estas playas, la ruta más segura usada por los narcotraficantes para coronar el paso de su ‘mercancía‘ con una sospechosa impunidad. Cuando preguntamos por la existencia de las guerrillas o de los paramilitares, se hizo un silencio hecho de miedos. Terminado nuestro trabajo, empezó un último y difícil capítulo: el regreso. Como no habíamos hecho el contrato de ida y vuelta, teníamos que hacer uno nuevo. Los lancheros habían hecho un acuerdo y solo esperaban el momento en que nosotros los buscáramos para cobrarnos a precio de ONG extranjera lo que no teníamos. Después de muchas vueltas dimos con un pescador joven que aceptó llevarnos hasta La Toma -a donde llega un carreteable- por una tercera parte de lo que nos cobraban. Aceptamos. Tampoco había alternativa. Nos acomodamos en la canoa. El muchacho encendió el motor y nosotros nos despedimos triunfantes de los lancheros que desde el bar nos miraban con cierta burla que no comprendíamos a cabalidad, hasta que, ya en la mitad del río, el motor se apagó y quedamos a la deriva. A remo regresamos al puerto. La risa de la gente nos hurgaba el orgullo herido. Dos horas después, sin bajarnos de la lancha, el motor arrancó. Esta vez no quisimos despedirnos para evitar que si teníamos que volver a regresar, lo hiciéramos con el rabo entre las piernas. No sucedió así. Pero el carro que nos llevaba a Llorente, epicentro de la actividad comercial nacida de la coca y de las grandes plantaciones de palma africana, se varó al romperse la correa del motor. Jugando, le dije al chofer: -Lo peor fue que las medias veladas se me quedaron. Sin inmutarse, me respondió burlón: -Pero la pañoleta que lleva al cuello puede resolver el caso. Al fin, con el cordón del bikini de la fotógrafa, reiniciamos el regreso a Tumaco.