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14 de junio de 2005

El colegio

Por: Camilo Duran Casas

Yo suelo recordar la época del colegio. Son años inolvidables para bien y para mal. De hecho, es nuestra primera conexión con el mundo real. Ese universo de compañeros, profesores, peleas y exámenes constituye nuestra primera experiencia de convivencia con personas desconocidas y que no forman parte de nuestra familia, y son ellos, nuestros compañeros de clase y de colegio, los únicos seres con quienes siempre seremos lo que somos. Con ellos no existe el orgullo ni la vergüenza. Somos hermanos medios y siempre seremos amigos silenciosos sin importar triunfos ni fracasos. ¡Quihubo, Durán! O ¡qué más, Vásquez! es el usual saludo de dos personas que no obstante no haberse visto por años mantendrán toda la vida un vínculo inapelable de amistad y complicidad. Durante los años de colegio nos enfrentamos a las burlas o a la admiración y nuestros defectos son más notorios que nuestras virtudes. Juzgamos y se nos juzga implacablemente. A quien bauticen con el sobrenombre de 'Turupe' en el colegio, morirá con ese apodo. El que esgrima una navaja en una riña será siempre un 'hampón' y el más fuerte será hasta que muera una 'manga'. Pero también es la única época de nuestra vida en que tenemos tiempo disponible para aprender ciertas cosas que de no ser allí, jamás aprenderemos en otro lugar. Aprender a chiflar, por ejemplo, es algo para lo cual nunca tendremos otra oportunidad. Cuando en medio de un aguacero o de un afán veo a lo lejos un taxi que escapa a mis señas y alaridos, siento una terrible envidia de aquellos compañeros del colegio que sabían chiflar, en especial de los que se metían dos dedos entre la boca. Recuerdo, en especial, al Mono Suárez, que con un chiflido paraba un bus a cuatro cuadras.
Los años de colegio son, además, determinantes en la vida. Para algunos, se convierten en el motor decisivo de su personalidad y de su futuro. Allí adquieren seguridad en sí mismos, desarrollan habilidades deportivas o sociales que les aumentan su autoestima o comprenden cuál es su verdadera vocación ante la vida, y recuerdan siempre a su colegio como su segundo hogar, y, en algunos casos, como su primero o único. Para otros, como yo, que no teníamos habilidades deportivas ni académicas especiales, nos quedaba el recurso de mamar gallo y de aprender a no tomar tan en serio la vida. Aprendimos a burlarnos de todo, en especial, de nosotros mismos. Por ello, siempre me pregunté de qué nos servía aprender de memoria fechas, nombres, ecuaciones o fórmulas que a la postre volverían a ser estudiadas y en la gran mayoría de los casos entendidas por parte de aquellos que tuvieran un verdadero interés por esas disciplinas .
Muchas veces me he preguntado si además de haber dedicado tantas horas a intentar despejar una ecuación de tercer grado, algo que por demás jamás logré, no hubiera sido más provechoso y útil para mi futuro haberlas dedicado a aprender a cocinar o a entender el funcionamiento de un motor. Saber bailar cumbia, conocer la sicología femenina o aprender a cogerle el dobladillo a un pantalón deberían también ser asignaturas del colegio. Cuántos compañeros se devanaron los sesos intentando memorizar poemas que nunca entendieron y que jamás los conmovieron, y para quienes la vida sería más agradable si alguien les hubiese enseñado a nadar correctamente o a montar a caballo. Si yo fuera ministro de Educación reformaría el pénsum académico de los colegios. No tengo nada contra el álgebra, pero creo que en el colegio deberían enseñarnos también a jugar póquer o a conectar un equipo de sonido. Por supuesto, es importante que un estudiante culmine sus estudios de bachillerato con muchos y variados conocimientos generales que le permitan saber a qué quiere dedicar su vida o sus estudios. Pero estoy convencido de que, además de esos conocimientos, la vida nos exige una gran cantidad de habilidades prácticas que también deberían enseñarse en el colegio, entre otras cosas porque si no las aprendemos allí, nunca las aprenderemos. Si alguno tiene afición por la historia, acabará leyendo sobre las guerras púnicas. Pero habrá perdido un valioso tiempo para aprender a hacer una veintiuna con un balón de fútbol o correr cien metros planos en menos de quince segundos. Y esas habilidades físicas y de coordinación espacial le serán de gran utilidad a un ingeniero, un aviador o un arquitecto. ¿Cómo es posible que algunos bachilleres conozcan la fecha de la Batalla de Hastings, pero ignoren los nombres y las ubicaciones de los barrios de Bogotá? ¿No es preferible memorizar los códigos telefónicos de larga distancia de las ciudades de Colombia, que recitar un poema de Juan de Dios Peza? Yo hubiera preferido adquirir conocimientos en primeros auxilios que en física. Y habría sido más útil para mi vida aprender a patinar que calcar mapas y más entretenido aprender a barajar que memorizar la fórmula química del sulfato de amonio. El que no leyó a Cortázar o no aprendió a pararse en la cabeza en el colegio, es muy difícil que lo haga después. Creo, con toda sinceridad, que si los planteles educativos replantearan sus programas académicos y, además de química, cálculo y biología, crearan asignaturas nuevas como humor, arreglo de utensilios domésticos y rutas de TransMilenio, en algunos años la mayoría de los colombianos seríamos más interesantes, útiles y divertidos.