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15 de diciembre de 2004

El despacho presidencial

Por: Juan GossaÍn

Camino en punta de pies, para no perturbar a nadie en este silencio de monasterio, y lo primero que se me viene a la cabeza es la misma pregunta que se hacen a diario millones de colombianos: ¿qué guarda el Presidente de la República en las gavetas de su escritorio?
Apenas traspongo la puerta lo veo, en el fondo de la oficina, bello aunque demasiado severo para mi gusto. Es rectangular, mucho más largo que ancho, y se impone sobre el resto del mobiliario no tanto por su tamaño, sino por su aspecto magnífico, hecho de madera maciza, con ese color de la miel en reposo que adquiere la caoba cuando envejece. Ahora que lo pienso bien, el poder es de color caoba. Tiene, además, las cuatro esquinas rematadas por unos arabescos que imitan laminillas de oro. Tengo ante mí el primer escritorio de Colombia.

1.- La oficina
Antes de llegar al escritorio, alfombra de por medio, se abre una pequeña sala de recibo para sentar a los visitantes. Me detengo ante una misteriosa caja de madera pulida que yace sobre la mesita de centro. No deben ser tabacos, porque el Presidente no fuma ni deja fumar.
Es una caja de herramientas: una lata de aceite "3 en 1", un trapo rojo de los que se usan para lavar automóviles, una lupa de pasta, tres destornilladores de diferentes calibres, un taco de hojas cuadradas, para mandar mensajes, y una pinza de electricista, con patas de caucho rojo. Encima de esos cachivaches, cubriéndolos, un letrero en tipografía de imprenta: "Administra el detalle diario, para que el discurso macro sea una realidad". Ahora sí entiendo: la caja de herramientas es una alegoría sobre el arte de gobernar. Al fin y al cabo, digo yo acá, en la cocina, gobernar consiste en apretarle las tuercas a la gente.
Al lado de la caja desfilan cuatro hormigas enormes, hechas de un acero plomizo, en formación horizontal. Cada hormiga lleva en el lomo uno de los colores de la bandera nacional, a manera de vestido, y la cuarta se cubre con los tres colores juntos. Esta vez, al contrario de lo que pasó con la caja de herramientas, el simbolismo me parece demasiado rudimentario: "trabajar, trabajar y trabajar", siguiendo el ejemplo laborioso de la hormiga.
No vale la pena detenerse en el sofá de cuero y las dos butacas. Junto a ellos, la escultura de un llanero que cabalga con la carabina al aire, y a la izquierda un televisor de veintiuna pulgadas. El Presidente lo ha prendido únicamente dos veces: una mañana de sábado, para ver la carrera de Juan Pablo Montoya, y el domingo de octubre en que los ciudadanos le dieron una paliza en el referendo. Desde ese día no volvió a encenderlo jamás. Los malos recuerdos de aquella votación aciaga acabó pagándolos el pobre televisor, convertido hoy en un trasto inútil.
En la misma mesa, al pie de la ventana, descansan dos relojes empotrados en armazones de madera. El primero, con tantos números y agujas que me recuerda la brújula de un barco, se lo regaló el Ejército de Estados Unidos. El segundo es de esfera blanca y está puesto de manera estratégica, en línea recta con el Presidente, para que pueda ver la hora sin disimulos cuando las visitas se están alargando. Entre los dos relojes descubro el único detalle cálido, íntimo y familiar que hay en el despacho: un portarretrato común, de tamaño medio, del Presidente y su mujer, abrazados por los hombros. Ella sonríe con toda la cara y él lleva puestos unos anteojos para el sol.

2.- Poetas y fusiles
(¿Qué habrá en los cajones? Los documentos más sagrados del Gobierno, las razones de Estado, quizás los planes secretos para proteger la seguridad nacional, quién quita que una carta privada de Bush o del Papa, de pronto los pormenores ocultos de la reforma tributaria, algún nombramiento todavía inédito. La verdad es que me falta coraje para abrirlos. Me da miedo meterme en problemas. Mientras reúno valentía, sigo por ahí, mariposeando).
En el costado izquierdo del salón, apoyada en el caballete de un mapa de América Latina, hay una tabla con el poema Autorretrato, de Pablo Neruda, escrito sobre el perfil del poeta. Encima cuelga el dibujo a lápiz de un fusil con un rótulo que dice: "El único fusil no oficial que se acepta en Colombia es el de Débora Arango". Una puerta misteriosa. Supongo que es el baño. Se trata, en realidad, de un armario para archivar papeles. Allí descansa una gigantesca pelota de caucho azul con la que el Presidente hace ejercicios para los dolores de espalda, acostado bocarriba, sobre el tapete, mirando los encajes de yeso del cielorraso.
En las paredes solo hay cuatro retratos, todos al óleo: a la izquierda, Santander y su curiosa costumbre de peinarse con el pelo enroscado en las sienes; Nariño al frente, sobre el sofá, es vecino del general Uribe Uribe con su seriedad de guerrero pintada en los bigotes. Dos ventanas altas y estrechas miran sobre la hermosa plaza de armas. Un pájaro picotea allá abajo, entre la grama. El Libertador, como si fuera un crucifijo, le guarda las espaldas al Presidente, encima de la silla, a la que los malos editorialistas de periódicos suelen llamar, precisamente, el solio de Bolívar.

3.- Harry Potter y el misterio de las goticas
(A lo mejor no son más que embelecos míos y resulta que en esas gavetas lo que hay, como en el escritorio de cualquier cristiano, es una panelita de leche mordida a pedazos o media bolsa de papas fritas, junto a la primera carta que le escribió su hijo, con lápices de colores, o dos llaves viejas de esas que ya uno no sabe a qué puerta era que correspondían).
Lo más sobresaliente que puede verse sobre la mesa de trabajo es una talla de Harry Potter, el mago imaginario, hecho de tablas y montado en una escoba. Su parecido con el mandatario es tan asombroso -los dos tienen caras y lentes de niños adustos- que algún amigo bromista le hizo el regalo. También es probable que lo haya comprado por su cuenta, lo cual sería un buen síntoma de que tiene suficiente sentido del humor como para burlarse de sí mismo.
Quince libros dispersos, divididos en cuatro pilas, por toda la mesa. Gorbachov encima, seguido de El arte de la guerra, en inglés, y, con varias páginas subrayadas, El Palacio de Justicia, del coronel Plazas Vega. El bolígrafo con que escribe el Presidente de Colombia es barato, desechable, de pasta amarilla y naranja, muy gordo para caber entre los dedos de una persona normal. Cuando se les agota la tinta, los utiliza para marcar la página que va leyendo de un libro.
(El escritorio ya está cerca. Miro de reojo y veo una gran llave antigua, de las huecas, metida en la cerradura. Me está llamando. El Presidente no ha venido hoy a su oficina porque anda de viaje por Antioquia).
Al alcance de la mano tiene dos frasquitos de vidrio ambarino con sus medicinas homeopáticas, las famosas "goticas de Uribe". En la etiqueta del primero dice "Phosphorus 200" y en el segundo se lee: "Calcárea. 5 gotas 6 veces al día". Picado por la curiosidad, más que por el rigor periodístico, consulté a un naturista sin revelarle el nombre del paciente.
-La calificación 200 -me explicó- indica que el fósforo ha sido diluido doscientas veces. Es una sustancia mineral que viene de la tierra y sirve para mejorar las funciones mentales y emocionales.
A los adultos, cuando pasan de cincuenta años, ese medicamento los ayuda a evitar el sobrepeso y los riesgos de la lentitud cerebral. Pero solo debe tomarse una vez al día porque, en exceso, puede producir efectos contrarios. "Vuelve al paciente torpe para pensar y moverse", agrega el homeópata. La calcárea, a su turno, es una cal que se obtiene de la concha de la ostra. "Se emplea para fortalecer los huesos de los bebés", concluye.

4.- Un computador entre dos vírgenes
Vienen luego el computador, de los más modernos, con pantalla plana negra, y una impresora Deskjet 810C, que desentona con el brillo de la computadora. "La impresora es vieja, pero de buena calidad", me dijo un ingeniero de sistemas. También me tropiezo con una de esas horribles máquinas armadas con una dentadura de tiburón, que parecen inofensivas canecas de desperdicios, pero que en realidad sirven para destruir documentos, hasta volverlos picadillo, y que a mí me causan siempre una sensación de espanto, porque las relaciono con películas de espionaje y con los años lejanos en que Richard Nixon husmeaba en las oficinas ajenas.
Ninguno de esos cachivaches tecnológicos, sin embargo, me produce tanta impresión como las efigies de dos vírgenes que se levantan junto al computador. Una es la Virgen de Fátima y la otra, más pequeña, la Virgen de Lourdes. Ambas son de yeso pintado y la segunda lleva una rosa sangrante entre las manos. A la izquierda de las vírgenes encuentro una vistosa caja de madera pulida, forrada de seda y cubierta de símbolos orientales. En su interior hay dos bolas de acero que se mueven solas en la mano de uno, como si tuvieran vida propia. Son esferas chinas que se usan para distraer el estrés.
En el cajón de esta mesa, que permanece cerrado, se extiende una enigmática cinta de tela azul celeste, con dibujos sagrados de la India. Reconozco a Ganesh, el dios elefante de los hindúes, que, según consta en el Diccionario de Símbolos, asegura a sus seguidores éxitos y buena salud. En el cabo inferior de la cinta hay un disco grueso, de vidrio transparente, parecido a un gran ojo que observa todo lo que pasa a su alrededor. Me cuentan los que saben de esos artificios que la cinta es una pieza fundamental en las meditaciones del yoga.

5.- Por fin: el escritorio (y también el baño)
(Me atrevo a darle una vuelta suave, con timidez casi reverencial, como si estuviera abriéndole la puerta al arca de Noé, y la llave gira en redondo. Se me acelera el pulso. Me siento frenético y disfruto el placer de los muchachos traviesos).
Mi emoción da paso a la perplejidad. Lo primero que veo, en la parte delantera de la gaveta, es un gran tubo de plástico, blanco y con tapa anaranjada, escrito en francés. Me recuerda los envases de crema dental, pero es el doble de gordo. Contiene una pomada muy fina para protección de la piel, "especialmente para las pieles más sensibles", según reza una advertencia. Tengo la impresión fugaz de que he visto antes ese mismo ungüento. Ya recuerdo dónde: en el tocador de mi mujer.
Observo luego un almanaque de bolsillo, de esos que regalan en los talleres de mecánica, con la imagen de Jesús y la Virgen, rodeados por una leyenda a manera de arco: "Detente. El Corazón de Jesús está conmigo". Después, en la cruz de un rosario de madera, la cara de un santo que no consigo identificar, pero que debe ser reciente, porque lleva puesta una corbata. Me parece que es San Marianito.
También hay un collar de cuentas verdes con bolitas metálicas, como los que usan los árabes para juguetear entre los dedos mientras matan el tiempo, y un aparato al que confundo con una calculadora grande, pero que viene a ser un traductor automático de idiomas con tablero de cristal, para buscar palabras inglesas. (Estampitas, pomadas, un rosario: parece más el contenido de un carriel que de un escritorio. Sólo falta la barbera).
Al fondo del cajón están los papeles. Pequeños cuadritos para escribir apuntes, mensajes y ayudas de memoria, untados de goma para poderlos pegar. La caligrafía del Presidente es alta y flaca, denota firmeza, pero mis ilusiones se desvanecen porque la suya es una ilegible letra de telegrafista y tiene, además, el hábito saludable de escribir en clave, dejando apenas indicios que solo entiende él mismo. Suele usar los dos puntos para no abundar en palabras. Ni tonto que fuera.
Semana 1: John Maro Rodríguez/ Maestros: senador Gil/Solicitudes de refugio: 11.463/ Ximena Ospina/ Ojo a las amenazas. Encima de esos apuntes, con el propósito de prensarlos, un puñal que tiene la forma de un sapo largo y estrecho, con las patas estiradas. Es un estilete para abrir cartas.
Decido salir por la parte trasera del despacho y ahora descubro que esa otra puerta sí es la del baño. Es difícil encontrar uno más modesto en cualquier oficina de Colombia. Poco más de un metro de ancho por dos de extensión. Un lavamanos verde, una toalla del mismo color que cuelga de una argolla, un jabón de glicerina oscura que parece arequipe congelado, una caja de pañuelos de papel y un inodoro de los que fabrican en "Corona", con un triste semblante de ordinario, y la pintura del bizcocho protector deslustrada por el roce de tantas nalgas ilustres.
No hay ducha, ni siquiera una de esas humildes cortinas floreadas, de plástico, que separan el lavabo del sanitario. Lo último que veo es que detrás de la puerta, clavado en la pared, se oculta un pequeño gabinete blanco de primeros auxilios, con una cruz roja.

6.- Epílogo
Dicen que la gente se parece a su oficina. En el caso del presidente Uribe, en cambio, no resisto la tentación de creer que es la oficina la que se parece a él: un orden meticuloso, cada cosa en su sitio, sin un elemento festivo ni mucha gracia. El despacho es tan austero como su ocupante. Tiene su temperamento riguroso y estricto. No hay un lápiz sin punta, ni mordisqueado, como en todas partes, ni un clip al que alguien enderezó para limpiarse la cera de las orejas.
En ese recinto, que es majestuoso y frío, está pintado el Presidente de cuerpo entero, cristiano y mundano al mismo tiempo, con su severidad y sus flaquezas, su carácter resuelto y sus debilidades, tímido y audaz a la vez: el poema al lado de un fusil sobrecogedor, la Virgen María mezclada con los dioses paganos, el yoga junto al Santo Rosario, la computadora revuelta con la magia china, la áspera caja de herramientas que vive en pacífica comunidad con la crema fragante para las pieles delicadas. Todo ese universo es igual a su propio dueño, pregonero de la autoridad pero también libertario: durante una hora me metí donde quise, abrí lo que quise, apunté lo que quise y me fui cuando quise. Nadie me impidió que cacharreara entre sus secretos más profundos. Nadie me puso un límite ni me prohibió nada. El fotógrafo se dio gusto a sus anchas.
A punto ya de ganar la calle, tuve que devolverme para comprobar si mi sospecha era correcta. Lo era. Recorrí de nuevo todo el despacho, incluyendo el armario de la bola azul y el baño con el jabón de arequipe, y confirmé que en la primera oficina de Colombia no hay una sola flor, natural ni artificial, ni una humilde mata, aunque fuera un simple tallo de hierbabuena o una ramita de eucalipto. Nada. Yo no sé cómo diablos se pueden soportar las amarguras del poder sin la compañía de una flor.