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16 de diciembre de 2005

El día después de... salir de la cárcel

Por: Cristian Valencia

 

 

Quisiera referirme a este proceso de liberación como lo haría un romántico del cine en Hollywood. Quisiera decir que hace sol y que las puertas de la cárcel de mujeres se van abriendo una a una, rumbo a la calle. Y que la calle es larga, y que afuera un Ford Falcon modelo 77 espera. Y adentro del Falcon hay un marido, o un hijo, o un amante nervioso.
Y una botella de champán barato a punto de liberar el corcho por su cuenta. Y unas flores. Las mismas que siempre le gustaron a ella. Y que Beautiful day, de U2, comienza a sonar cuando el auto arranca hacia un sol colorado que siluetea la ciudad de Los Ángeles. Y que de allí en adelante todo será "pelo suelto y carretera".
Quisiera hacerlo así, pero es imposible. Porque esto es Colombia. Y nada de lo que aquí pasa, pasa como en estas películas de Hollywood con happy end, pero sí pueden pasar como en el neorrealismo italiano. Ladrón de bicicletas es un buen ejemplo.
Para empezar se trata de Bogotá, es viernes, son las tres de la tarde y el cielo está tan plomizo como uno pintado por el mismísimo Goya. Voy de urgencia a la cárcel del Buen Pastor porque la jefa de prensa me dijo por teléfono que era el día propicio: que varias mujeres recuperarían su libertad y seguro que alguna me concedería el reportaje. Cuando toco en la enorme puerta metálica me abren por un costado. Un guardia un poco obeso, que siempre parece estar controlando una carcajada, abre tacañamente, como si yo fuera un vendedor de aspiradoras. Le cuento la historia.
-¿Usted la conoce? -me pregunta.
-¿A quién? ¿A la que va a salir?
-No, a la jefa de prensa del Inpec.
-Yo no. ¿Y usted?
-No, pero me gustaría -dice con una sonrisa que se apaga con el portazo.
Quedo allí, a las puertas del Buen Pastor, sin entender nada, como si estuviera pidiendo permiso para vender cuchillos de sushi a las internas. Y espero bajo una lluvia pertinaz y fastidiosa, mirando y abordando a cada mujer que se aproxima, porque todas me parecen posibles jefas de prensa. Hasta que a eso de las cuatro aparece ella, la jefa de prensa más linda del mundo, entra, habla por mí y las enormes puertas de la cárcel por fin se abren de par en par. Logro entrar.
-Ya sé por qué le gustaría conocerla -le digo al guardia.

El cuestionario de Mefisto
Los edificios del encierro se levantan a pocos metros y tan solo veo algunas manos que salen por las diminutas ventanas. Debo esperar a que la jefa de prensa hable con el director y con las internas. Es obvio que no todas querrán salir en ninguna revista. Y mientras espero, de repente, cae una lluvia de plumas sobre mí. Qué ironía, una cantidad imprecisa de tórtolas decidieron anidar en los urapanes de la cárcel, creo yo que para despertar la envidia de las reclusas, como si dijeran todo el tiempo: mira cómo vuelo, mira cómo me largo, mira la vida que me doy. Si yo estuviera preso allá odiaría las tórtolas.
A las seis, por fin, me dicen que hay una mujer dispuesta a enfrentar la prensa. Y pienso en la desesperación de aquellas mujeres que saben de su libertad desde las diez de la mañana y todavía se sienten en el limbo. Imagino que todas habrán tejido versiones pesimistas con su situación. Por ejemplo, que el mensajero que trae la gloriosa boleta en donde dice claramente la palabra libertad, fue atracado en algún cruce, y le robaron el portafolio en donde reposan las buenas noticias; o que el tipo decidió echarse una canita al aire y apura tragos en una cantina mientras oye rancheras peligrosas. Y si eso es así, si la boleta no llega, estarán un fin de semana más en el infierno. Dos días pueden parecer dos años más allí. La teoría de la relatividad al alcance de todos. Pero la demora no viene en forma de mensajero de juzgado sino del DAS, en donde están revisando antecedentes, por si alguna tiene un proceso pendiente. Peor todavía: porque a tanta espera se le suma la incertidumbre, la tensión, el maldito sabor del suspenso que solo es bueno sentirlo en el cine. Me entrevisto con la osada mujer. Son las 6:30 p.m. Se llama Zoleima y tiene 34 años. Es flaca, es guapa, tiene la mirada de una madre que ve partir a su hijo hacia la guerra, está nerviosa. Todavía no cree mucho que esté a tan solo dos puertas de la libertad. Zoleima saldrá libre después de 17 meses de encierro. Saldrá con libertad domiciliaria, que en términos cristianos significa que cumplirá los últimos tres meses de la condena en su casa. A las siete de la noche llegan los antecedentes. La tensión es bárbara. Las once mujeres que serán libres miran hacia un escritorio en donde una guardiana se cerciora de que todo esté bien. Miran hacia allí como reinas pendientes de un jurado que elegirá a la más bella. Se comen las uñas, hacen silencio; la penumbra de aquella celda intensifica el drama.
-Listo, pues, todo está bien -dice la guardiana.
Y el ambiente se descompresiona, se alcanza a sentir el vapor contenido en aquella olla a presión. Luego, la guardiana revisa los papeles y comienza a llamarlas una por una para contestar un cuestionario. La cosa es tan ceremoniosa y estoica que la tensión vuelve a salirse de madre. Parecen preguntas para ingresar al paraíso: "Nombre completo, número de cédula, estado civil, juzgado que le concede la libertad, tipo de libertad que se le concedió, a qué dirección va. Firme aquí, por favor". Y entonces le dicen que se suba al camión del Inpec que la llevará hasta su casa. Zole me mira angustiada.
-¿Qué pasa? -le pregunto.
-Mi familia está afuera esperándome y no saben que voy en este camión.
La tranquilizo. Le digo que yo les avisaré.

Al infinito y más allá
Afuera me entero de que Zoleima es abuela desde los 32 años. Tiene dos nietos y cuatro hijos. Les digo a los familiares que nos tenemos que ir en un taxi, porque Zoleima se irá en uno de esos camiones del Inpec que no tienen ventanas, frigoríficos humanos. Estar preso tiene algo que ver con la oscuridad. Como si a uno se le hubiera vencido la cuenta de Sol y se lo hubieran cortado. Atravesamos toda la ciudad rumbo al sur. Siempre al sur por la ampulosa avenida Boyacá. Vamos hacia Ciudad Bolívar, a un barrio que se llama Santa Bibiana. Ignoro dónde rayos queda eso, pero estoy seguro de que esa loma de Santa no tiene nada, así como la cárcel de mujeres no tiene nada de Buen Pastor. Qué cosa. ¿Quién será el generoso gramático que bautiza los lugares con tanta ironía? Todas las cárceles deberían tener nombres terribles. Cosas como penas y cadenas, dragones y calabozos, purgatorio, tristeza, miseria o abandono. En fin.
En la medida que subimos, la ciudad que conozco se va desdibujando, va quedando como un recuerdo, una lejanía de luces titilantes. Recuerdo a Neruda y recito mentalmente uno de sus poemas, cambiándole algunas cosas: la noche no está estrellada y titilan las luces de una metrópoli a lo lejos. Ignoro cómo se sentirá Zoleima en aquella lata de sardinas pero quiero creer que está feliz y que si supiera la letra del tango Sur la cantaría: Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor.
-¿Y el marido de Zole? -pregunto
-Ese es un %&*. Apenas cayó presa se fue -contesta Mile, su hija mayor, de 19, la madre del pequeño que lleva en brazos.
Entonces sé que Zoleima no regresa al amor sino a otra cosa. A la libertad. A una que desconozco.
Llegamos. La casa de Zole es prefabricada y queda a pocos metros de un barranco, en una zona de alto riesgo. Tiene cuatro metros de frente por ocho de fondo. Tres habitaciones, una sala que funciona como alcoba también, cocina, baño y patio de ropas. Allí viven Iris, la mamá grande, paisa del barrio Antioquia; Sandra, hermana de Zole; el marido de Sandra; Mile, la hija de Zole, con su marido y sus dos hijitos, y tres hijos de Zoleima. ¡Uff! Los arquitectos japoneses deberían hacer su posgrado en Santa Bibiana. Once personas en 32 metros cuadrados es algo para lo que jamás nos preparamos. Y se dan el lujo de tener un patio desde donde se ve el cielo. Un patio en donde tienden la ropa y un perico australiano que no canta porque está en una jaula. Más paradojas: llevar la nacionalidad australiana, el país de horizontes infinitos, y estar confinado en una jaula en Ciudad Bolívar es una mala jugada del destino.
Miro hacia Bogotá y me doy cuenta de que estoy a la misma altura del santuario de Monserrate. Y por eso el frío preternatural que se mete por las bocamangas de los pantalones. Monserrate se adivina. Mile dice que por allá los pajaritos tosen del frío. Y le creo. Habría que hacerle una ruana, una bufanda y unos mitones al perico.
Iris, la mamá grande, está nerviosa. Fuma pielrojas ansiosos mientas esperamos el camión. Me dice que tuvo 14 hijos. Doce varones.
-Y de tanto macho, la única que siempre ha visto por mí es "la flaca" -dice.
Habla de Zoleima. Que gracias a ella tienen esa casa. Que antes tenían otra en el barrio Venecia, pero que, ¡ay!, tocó venderla.
-Nos tocó muy duro sin la flaca -dice, no para mí, sino recordando aciagos momentos.
-¡Ahí viene! -grita Paola, la otra hija de Zole, que tiene 14.
Todos salen al encuentro del camión que no pudo llegar hasta el frente porque al chofer le dio temor desbarrancarse. El primer paso en libertad que dará Zole será en una calle oscura, de tierra, un completo paisaje lunar. Porque la felicidad de pisar tanta aridez será la misma que la del astronauta que pisó la luna por primera vez. Brazos y brazos que se tocan. Besos, caras sonrientes. Un moño de ternura entrelazado comienza a caminar hacia la casa. El marido de Mile enciende el equipo. Una ranchera brama desde el parlante que "le faltan horas al día para seguirnos queriendo". Y aparece Sandra con una bandejita repleta de copas con aguardiente. Zoleima me mira de otra manera. Ya no es el pollito mojado que estaba nerviosa en el Buen Pastor. Es diez veces más hermosa y más vital. Sospecho que en ese camión le dieron pastillas de felicitina.
-Esta es mi casa y esta es mi gente -me dice.
El volumen de las rancheras es alto. Y las conversaciones se filtran como en una cantina bullosa. Se ponen al día en todo. Zole pregunta si avisaron a sus amigos.
-Usted no tiene amigos. Usted solo tiene hermanos y mamá -contesta Iris con su voz pastosa de fumadora.
Más aguardientes, más rancheras, más abrazos. Reproches que van y vienen. Que no me llamaste en el cumpleaños, que usted tampoco, que sutano hizo, que mengano no fue, que el mundo está patas arriba y ha sido difícil para todos. Más aguardiente. La bienvenida sucede en la sala de dos por dos metros. Me doy cuenta que Zoleima es la cabeza de la familia. Y que la cosa estará muy dura mientras no pueda trabajar.
-Una cosa es estar allá encerrada y otra estar acá -me dice-. Estoy muy contenta pero preocupada, porque me doy cuenta de que falta de todo, que no hay para comer, y no puedo hacer nada. Tengo que estar tres meses encerrada sin trabajar.
-¿Qué piensas hacer? -le pregunto.
Se ríe con malicia, se toma un aguardiente y acompaña la ranchera a grito herido.
-Soy un alma sin dueño.
Zole se levanta y sale de la casa. Se queda mirando hacia la ciudad. Es enorme, en realidad es un monstruo de luces que se extiende hasta el infinito. Si yo viviera allí, vería la ciudad como un botín. Todas las mañanas me levantaría y desayunaría con un whisky doble mirando hacia la urbe. Luego diría algo como: A por lo mío, al infinito y más allá.
-¿Para ti qué es la libertad? -vuelvo a preguntar.
Vuelve a sonreír con picardía y nuevamente la ranchera contesta: "Qué ganas de vivir me habitan". Apura un trago más. Creo que es muy importante emborrachar esa realidad, aunque sea una noche.
-Mis hijos -contesta de improviso, me coge a mansalva-. Que no les falte nada.
Son las doce de la noche, los tragos han hecho su efecto sedante. Aparece la euforia. Hay lágrimas y risas. Es hora de salir. Iris dice que me quede. Que nos quedemos todos: fotógrafo, cronista y taxista. Y yo me pregunto mentalmente, ¿en dónde? Nos toca salir volados porque la hospitalidad va en serio. Están sacando cobijas, pero mi formación en razonamiento abstracto me dice que es imposible. ¿Cómo caben cuatro elefantes en un Volkswagen?
Estampa matinal
El sábado llegamos temprano. Zole acaba de desayunar con chocolate, con huevitos pericos con pan, y calentado de fríjoles. Tiene cara de bienestar. No amaneció en un planchón de cemento ni en una colchoneta de espuma. Ni la despertó el maldito pito que odia.
-Cuando estaba desayunando, un niño estaba jugando con un pito y casi me muero -me dice-, pensé que hasta aquí iba el sueño, que el desayuno se iba a desaparecer y que estaba encerrada otra vez.
Se quedaron hasta las tres de la mañana pasaditas. Están trasnochadas. La cotidianidad se ha apoderado de la casa. Como si Zoleima nunca hubiera estado lejos. Iris está en su cuarto viendo televisión, Sandra en su pieza, los niños durmiendo. Tan solo la acompañan Mile y Paola. El clima está bueno, un bonito sol ilumina la sabana de concreto. Mile se tapa los ojos con las manos, se restriega la cara con ansiedad. Salimos y nos sentamos en el andén. No hay árboles cerca. Ni uno solo. Para que hubiera árboles habría que tumbar casas, no hay espacio para eso. Me dice que no sabe qué hacer cuando la dejen trabajar. Piensa que trabajando "por días" en una casa se pondrá un sueldo de cuatrocientos, con suerte. Y con esa plata no sostiene ese familión. Haciendo lo que hacía se ponía hasta dos millones, cuando le iba bien. Fue "mechera": una profesional para hurtar ropa de los grandes almacenes. Le digo que pida trabajo en esos almacenes como asesora de seguridad. Para un almacén grande, será una ayuda invaluable tenerla de su lado. Porque ella se sabe todas las mañas, conoce la gente, sabe de psicología. Evitará muchos robos. Se ríe como si yo estuviera loco.
-Bogotá me gusta -dice-. O Girardot.
-¿Qué harías en Girardot?
-Allá es bueno. Vender mercancía, ropa, productos de belleza, cosas.
Y en la palabra "cosas" está la vida de Zoleima. Lo sé.
Por la calle viene bajando una mujer. Mile me dice que era la mejor amiga de Zoleima, que se la pasaban juntas para todos lados. Y que nunca fue a visitarla ni le mandó una nota, ni visitó a los niños. Se acerca esta mujer y cuando ve a Zoleima sentada no lo puede creer. Una sonrisa falsa ilumina su rostro y la saluda de beso. Zole le habla como siempre. Siento que está harta de todo. Habla como si lo hiciera con un muro. Se despiden de beso y la vemos perderse barranco abajo.
-Así es la vida -me dice.
Cuando entramos a la casa, se queda mirando todo con extrañeza. Se asoma para ver el sueño de su hijo. Mira a sus nietos, las paredes. Abraza a Paola con ternura.
-Ella es la mejor de su curso -me dice.
-¿Cuál es la materia que más te gusta? -le pregunto.
-Ética -dice Paola con timidez.
Almorzamos en la casa. Rica comida criolla. Zole come con apetito. En la cárcel se alimentaba mal. Iris sigue en el cuarto viendo televisión y Sandra se está arreglando porque se va de rumba.
-¿Qué es la libertad?
-No sé. Esta no es la libertad que quiero, quiero más, quiero una vida bacana.
En una película, la música de fondo, sería la voz de Caruso cantando un sostenido ¡Oh, Zole mia!