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16 de diciembre de 2005

El día después de... Una amputación

Por: Marta Ruiz

¡Buummm! Sonó la bomba. Yo, José Vargas, estaba en el aire y mientras caía vi a tres guerrilleros y una mujer correr cerro abajo. Cuando me estrellé contra el piso me di cuenta de que ya no tenía la pierna derecha. En cambio, había un pedazo de piel negra debajo de mi rodilla. Olía a carne quemada. El humo me ardía en los ojos.
Estaba aturdido por la explosión. "Me dieron, me dieron", grité, y vi que mi capitán Quiroga, que estaba arriba en la loma empezó a bajar a toda, con el fusil terciado al hombro. "Tranquilo, Vargas, que yo lo saco de ahí", gritó. No había terminado las palabras, cuando ¡Buuummm!... otra vez volaron los pedazos de tierra y pantano, más humo, metralla, olor a pólvora, gritos. Mi capitán, como a dos metros míos, quedó jodido. Quedamos jodidos los dos, pensaba yo, porque el explosivista del grupo era mi capitán. Él sabía cómo entrar en un campo minado y cómo rescatar a los soldados. Ahora los dos estábamos ahí, tirados. Los demás nos miraban tratando de entrar en ese pedazo donde caímos los dos, y que se supone estaba limpio. Pero, ¿cuántas minas más habría?
Yo estaba temblando. Tenía miedo y frío. Estaba mojado, a pesar de tener puesto el poncho. Llevábamos tres días en el páramo, donde llueve todo el tiempo.
Seguro no pasó mucho tiempo, pero a mí se me hizo largo estar ahí tendido, hasta que Ojeda, mi parcero, entró con cuidado y me jaló del cuello. Me arrastró hacia fuera del campo minado. Yo estaba muy confundido y tenía los nervios alborotados.
-¡Busque la pierna, busque la pierna! -empecé a gritarle mientras me jalaba-. Quiero saber si está buena para que me la vuelvan a pegar.
Pero él seguía para atrás, arrastrándome.
Cuando llegamos hasta un punto donde estaba el enfermero, Ojeda me dijo:
-Hermano, la pierna no está. Desapareció.
En ese momento sentí como si cayera por un túnel oscuro. Vi todo negro y me arreció el frío. Entendí que me había quedado mocho.
Toscano, el enfermero, me estaba aplicando ya los primeros auxilios. Me alzó lo que me quedaba de pierna para que no me saliera más sangre. Y de una vez me metió dos agujas para el suero. Miré hacia donde estaba mi capitán y vi que el enfermero principal, el Cabo Castellanos, lo estaba atendiendo. Tenía mucho miedo. Miedo de que volvieran los combates y yo no pudiera defenderme. Miedo de quedarme solo, ahí tirado. Miedo de lo que ya había pasado. De no volver a caminar. "¿Por qué no mejor morirme?", pensaba.
Tenía mucha sed. La boca estaba seca y algo adentro me ardía mucho.
-Deme agua -le dije a Toscano.
-No. Se le puede parar el corazón -dijo.
Pasó un tiempo de silencio, no sé cuánto. Algunos revoloteaban buscando el radio, pero en general, todos estaban callados. Más que todo por ver a mi capitán así. Herido. Caído.
Un rato después me dijeron que había que subir la loma para esperar el helicóptero. Ojeda, que no se había separado de mi lado, me alzó como si fuera un niño y empezó a caminar por el sendero empinado, conmigo en brazos. Yo lo agarré por el cuello, y las piernas me colgaban. La derecha, cortada. La otra, parecía buena pero me dolía terriblemente. La onda explosiva me había abierto la piel y me sangraba mucho. Ardía como nada en el mundo.
-¿Por qué me pasó a mí esto? -le pregunté a Ojeda.
-No se preocupe que a usted le ponen otra pierna y queda como nuevo -me dijo muy tranquilo. Obviamente no le creí.
-Pero cómo va a ser igual la pierna de uno que tener un aparato prensado ahí para toda la vida -dije.
-Sea valiente. Si esto le pasó es porque la vida le tiene preparado algo mejor -me consoló.
Así nos fuimos hablando por la loma. El camino era muy empinado, y seguro le pesaba mucho, pero no notaba ningún esfuerzo en Ojeda. Me estaba dando consuelo, como cuando uno habla con un amigo en la casa, sin que nada de esto estuviera sucediendo. Por el otro lado de la loma estaban subiendo a mi capitán en una camilla improvisada. Él apenas podía agarrarse con una mano, porque no tenía fuerza en la otra, ni en las piernas. A veces, cuando el camino estaba muy empinado, mi capitán empezaba a rodarse y parecía que se fuera a caer.
Arriba ya estaba esperándonos un helicóptero Black Hawk. Ojeda me cargó hasta allá y ahí nos despedimos. Mi capitán y yo íbamos en camillas, y en la mitad, el cabo Castellanos. Para aprovechar el vuelo del helicóptero metieron a otros cinco soldados, que salían de permiso. Los miré y sentí lástima. Claro que no por ellos, sino por mí. ¡Yo que pensaba pedir la salida después de diciembre! Estaba cansado de la guerra. Del estrés, de estar lejos de mi familia. Tenía todo planeado. Un tío me estaba metiendo los papeles en Corona, para trabajar como empacador. Iba a retirarme. ¡Y pasarme esto!
Miré a mi capitán. Los dos íbamos pálidos y con mucho frío. Cuando el helicóptero se elevó hasta las nubes, nos estábamos asfixiando. Entonces, Castellanos nos puso oxígeno. El vuelo fue corto porque el accidente ocurrió relativamente cerca de San Vicente del Caguán, en el Caquetá. Hacía dos días habíamos salido del Batallón Cazadores a las cuatro de la madrugada en una misión secreta. Como siempre, no sabíamos muy bien de qué se trataba. Pero así nos ocurre siempre a los del Batallón Cuatro, de Fuerzas Especiales. Nos llevan, nos descargan, y en poco tiempo nos levantan. Ese día lo único que supimos es que la misión era hacia tierra fría. Entonces, en lugar de hamaca, había que cargar colchoneta y poncho para el frío. Cuando llegamos a Coreguaje nos dijeron:
-¡Tienen que tomarse ese cerro! -Y así fue.
Empezamos a subir y de una empezaron los combates. Cosa normal, nada del otro mundo. Lo único que yo sabía hasta entonces es que estábamos escoltando a unos manes camuflados, pero que no tenían ningún arma. Al día siguiente le pregunté a uno de ellos quiénes eran y qué estábamos haciendo ahí. Me dijo que él era uno de los soldados de la guaca. Los que una vez encontraron varios millones y se quedaron con ellos. Según me dijo, estaban buscando más plata y armas. Si las encontraban los dejaban libres, les quitaban las demandas que les tenía el Ejército y tal vez hasta los reintegraban. Pero en ese cerro solo había huecos vacíos. Nada más. Hacía tiempo las Farc se habían llevado todo. Por eso cuando estalló la bomba que me cortó la pierna, ya estábamos de salida. Eso es lo que más piedra me da.
En San Vicente del Caguán nos estaba esperando una ambulancia y de una para el hospital. No había visto nada cuando sentí un chuzón en el brazo, supongo que de morfirna. No volví a saber de mí sino hasta las ocho de la noche, cuando desperté.
Apenas abrí lo ojos, me miré la pierna. Estaba amputada. Completamente vendada. Un desconsuelo enorme se apoderó de mí. Casi no la podía mover. Me dolía mucho. Estaba seguro de que nunca volvería caminar.
-¿Por qué a mí? -me pregunté otra vez. Yo, que todos los días rezo a las ánimas del purgatorio. Yo, que estoy tan cansado de esto. Que solo quiero darle una buena vida a mi mamá. En ese momento pensé lo bueno que sería que a uno le cortaran el pie y después le volviera a salir otro.
Miré entonces a mi alrededor. El cuarto era como el de cualquier hospital, vacío y blanco. Al lado de mi cama estaba mi capitán. Sonrió. Me debió ver la cara de miedo.
-Lo hecho, hecho está -me dijo.
Verlo a él, a mi capitán, me dio un poco de consuelo. Él había intentado ayudarme y vea, estaba ahí tendido como yo. Al otro lado estaba otro enfermero: Moreno.
-¿Qué me hicieron? -pregunté
-Parcero... lo amputaron un poco -dijo. No más. ¿Qué más podía decir?
Serían como las nueve de la noche cuando nos volvieron a montar en una ambulancia. Nos trasladaban para Larandia y de ahí para Bogotá. Me sentía muy sonso y sentía como si tuviera un cucarrón zumbándome dentro del oído.
Pensaba en mi pie. ¿Por qué lo había perdido?
Otra vez en el Black Hawk. El frío era peor, porque estaba de noche, llovía y había mucha niebla. Una vez estuvimos arriba, nos hicieron devolver. El mal tiempo no nos dejó salir, entonces, otra vez la ambulancia y otra vez el cuarto, mi capitán y yo.
Dormir. ¿Quién dijo sueño? Estaba desesperado por el dolor. Me aplicaban droga y no me valía. Me revolcaba en la cama. Después de la medianoche todo se fue quedando en silencio. Mi desilusión se hizo mayor. No me dejaba ni un instante. Creí que el mundo se me acababa y lloré, lloré y lloré. Como nunca en mi vida. Tenía fiebre, mucha sed, y seguía con el maldito cucarrón en los oídos.
Mi capitán, que tampoco podía dormir, me decía que me calmara. Entonces vino el doctor Rodríguez y se quedó con nosotros mucho tiempo.
Apenas amaneció miré el reloj y pensé:
-Ayer a esta hora estaba completico.
Me dio rabia por lo bruto que yo era. ¿Quién me mando a irme por esa trocha? ¿Quién a pisar donde pisé? ¿Por qué no puse el pie en otro lado?
Serían las seis de la mañana cuando nos montaron otra vez en la ambulancia, y de ahí a un avión Hércules que habían mandado desde Bogotá. Mi capitán y yo acostados, y el enfermero al lado. Y elevamos vuelo. En Bogotá, nos recibieron dos ambulancias que subieron a toda velocidad por la 26, con las sirenas a todo dar. Cuando llegamos al Hospital Militar no supe más de mí.
Cuando desperté ya casi era el mediodía. Estaba en un cuarto con otros tres compañeros. Uno, que anda en silla de ruedas, porque le cortaron la pierna bien arriba. Eso me dio consuelo. Al menos yo tengo la rodilla buena y se puede mover, aunque tengan que ponerme una prótesis. Otro, que está quemado en todo el cuerpo, y Javier, que estaba muy mal. Él pateó una granada de mortero en el batallón y quedó ciego. Tuvieron que sacarle uno de los ojos, y el otro, aunque lo tiene ahí, tampoco le sirve para ver. Pero la fe de él es que recuperará la visión. Tiene mucho valor.
A esa hora, empecé a resignarme:
-¡Ya qué! Ahora me toca disfrutar de la pensión.
Pensé en sacar a mi mamá adelante. Empecé a hacer planes, pero para quedarme en Bogotá. No quiero volver a Honda, en el Tolima, porque ese es mi pueblo y allá me vieron crecer entero. Si ahora llego sin una pierna van a decir:
-Hola, mocho; qué tal, mocho; qué hubo, mocho.
Seguro. Así es la gente.
Se me fue pasando la rabia que tenía conmigo mismo por haber pisado la mina. No soy adivino. Si fuera adivino, la habría visto. Como no la vi, pues me toca afrontarlo.
Pienso que voy a volver a caminar, como otros que hay aquí, en el Hospital Militar. Pero me entra un miedo terrible y digo: ellos pudieron ¿y qué tal que yo no pueda? A veces veo a unos manes normales. Y de repente, ¡pum! se sacan la pierna y resulta que también son mochos. Caminan bien, aunque a veces se les nota un bailadito. Solo un bailadito. Entonces me animo otra vez.