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10 de diciembre de 2003

El emperador no tuvo noche buena

Por: Miguel Méndez

Miró con desconfianza el sobre que en letra femenina decía ‘personal‘, y no traía remitente. Parecía una tarea colegial, por la caligrafía, y por los nombres y apellidos precedidos del respetuoso tratamiento de Honorable Magistrado Alejandro Severo Torres García.
Hundió impaciente el estilete del cortapapel, deseando que fuera la misiva de una alumna pidiéndole revisar la nota de su examen; es decir, el preludio de una fiesta.
La carta parecía inofensiva, pero encerraba un ultimátum: "Oiga, Torres, acabo de incluirlo en mi lista de regalos navideños. Inclúyame en la suya y el martes gánese la rifa del reparto, porque quiero tener mi noche buena con un amigo injustamente detenido. No apague el celular, que le daré instrucciones". Y de firma, el sello de unos labios pintados de rojo arrabalero.
¡Qué falta de respeto!, dijo en voz alta para que lo oyeran, estrujando la carta que rompió, aparentando tener rabia.
Cuando todos supieron en la Corte que alguna mujerzuela había pretendido sobornarlo, corrió a embriagarse en el Club de Abogados, como todos los viernes.
El sábado, lo despertó el timbre de un teléfono, que en el sueño marcaba una mujer de espaldas y lejana, y contestaba otra mujer frentera que dormitaba al lado suyo. Sin abrir los ojos, alargó la mano para recibir el celular y se hundió en las sábanas para escuchar adormilado: "No sea cretino, Torres, lo que hizo es una niñería. Póngase pilas con el correo del lunes. Si se descuida, sale en los periódicos. ¡Ubíquese, Torres!, usted nació y morirá torcido".
¿En qué andaré metido? Ese chantaje era un asunto serio. ¿Cómo supieron que rompí la carta, que me jacté de ser insobornable y apagué el celular, dejándolo escondido?
Se refugió en el baño para tranquilizarse, recordando que era un hombre importante. ¿De qué se preocupaba? Del atrevimiento que tuvieron de llamarlo al celular de su mujer.
-Si fueras inocente, no estarías asustado -le gritó su mujer, amenazando con no volver a usar el celular, ni a él, por estar contagiados de puticas.
-Me regañó fue un hombre -protestó, restándole importancia a los deseos que ella tenía de estrenar teléfono o marido.
-Entonces, debe ser una banda -comentó con sorna-. Fueron muchachas las que te llamaron, dejando grabados sus teléfonos, para que las denuncies o las llames. ¿Qué decides?
-Esperar al lunes. Me están montando trampas para que las pise o quieren convencerme de un complot de locas obsesionadas con el mismo preso.
Se despertó sobresaltado en una cama que le quedaba grande. Se acicaló con entusiasmo y se sentó a esperar que fueran a buscarlo. Pero nadie llegó: ni su mujer, que había encontrado excusa, ni la mucama con el desayuno, ni el chofer apurándolo.
Salió dando un portazo y se montó en un taxi. Como cambió la hora de llegar y la puerta de entrada, le cambiaron también el edificio, que parecía más grande y más antiguo. Deshabitado y triste. La imprudencia de no entrar a las diez, en carro y por el sótano, sino a las siete, a pie y por la puerta grande, se la cobraron pidiéndole papeles y esculcándolo. Un celador que lo reconoció, lo condujo al despacho, donde no lo esperaban.
Se sintió destronado en un palacio de mandaderos incumplidos. Incomunicado entre computadores y teléfonos. Y maldijo hasta encontrar el vodka que reemplazara el tinto.
Su secretaria, que llegó atrasada, aligeró las órdenes de esculcar el correo. Y él se mantuvo a dieta de licor y café, sin salir a almorzar ni recibir llamadas, ni resolver asuntos.

Revisando las cartas se detuvo en un sobre de manila con su nombre encogido, escrito a máquina y sin apelativos: Severo Torres, y de remite el apartado de correos 4802. No decía ‘personal‘ ni estaba manuscrito. Hundió la mano y se encontró desnudo, bajo un cielo de espejos, en la fotografía. Respiró acezando. Se bebió un pocillo de vodka. Y se quedó mirándose, alelado.
En la mitad del lecho, sonreía de estar crucificado, entre el borde de un torso y el arco de un trasero, sobre un muslo inconcluso, sin definir a quién pertenecían: ¿Un esbelto muchacho o una mujer delgada? La foto estaba recortada, quitándole una mano y mutilando el hombro, al otro lado. Una mano traviesa, con los dedos abiertos, intentaba cubrirle o delatar su sexo, perdido entre los pliegues de la fofa entrepierna y la protuberancia abdominal. ¿A quiénes abrazaba? Nada tiene de malo estar desnudo en un motel, pensó, pero no parecía un encuentro furtivo. Con una lupa revisó la foto buscando claves para descifrarla. Tenía los ojos desorbitados y brillantes, de drogado o borracho. Tal vez por eso no recordaba nada. Si no se hubiera apresurado a revisar el sobre, se habrían reído en coro de verlo tan mermado de abajo. Un donjuán regordete con un sexo de niño, rodeado de gente empelota y anónima. Daba lástima. Era grotesco. Tembló al imaginar la carcajada colectiva por su ridiculez y la curiosidad inevitable por conocer los rostros y los nombres de sus acompañantes. ¿Qué mostraría esa imagen sin tijeretazos? Si eran tres en la cama y otro tomó la foto, era una orgía. Pero ¿cuándo y con quiénes? La única pista era la edad que aparentaba entonces: obeso y sin bigote. Antes de la liposucción.
Por la espalda, con la letra de la primera carta, un mensaje cifrado: "Si le apuesta a mi número, con nosotros compartirá la cena navideña" y de firma, los labios en rojo carmesí.

-¿Qué día es hoy? -le preguntó al chofer, abriéndole la puerta.
-Martes, Su Señoría -dijo respetuoso, conteniendo la risa porque lo sorprendió vestido de saco y de corbata, con anteojos y los zapatos puestos, como había dormido.
-Hoy no iré a trabajar. Estoy enfermo. Apúrese y me lleva un documento.
Mentía parcialmente: no era un documento, pero sí estaba enfermo. Era una súplica para que en el reparto lo premiaran con el expediente 4802. "Como había un detenido, nadie querría ganárselo", pensó.

Cuando en la Corte les contó el chofer que estaba loco y solo, fueron a visitarlo con tranquilizantes y comida. Le llevaron un cura y un psiquiatra, que no desperdició: se confesó con ambos, y ellos dictaminaron que era un peligroso paranoico, que se sentía culpable sin saber por qué. Y recomendaron internarlo.
En solo cinco días, el honorable magistrado Alejandro Severo Torres García empezó a delirar, sintiéndose el emperador romano que llevaba su nombre y sucedió a Heliogábalo, un loco de enmarcar que murió asesinado en el 222 de la era cristiana. Saltaba de esa época a cantar villancicos con el preso 4802, en una Navidad donde lo traicionaron su mujer y su última amante, que andaban enredadas. Se quejaba gritando de no entender por qué lo torturaban, recordándole culpas. No había matado a nadie, había robado poco, mentía, era promiscuo y fornicaba como todos. Pero peor era Heliogábalo, ese degenerado emperador famoso por su crueldad y su lujuria.
Los médicos dijeron que era el caso perdido de un pobre pusilánime con pretensiones de emperador romano, que intentó cometer un delito y no tuvo el valor de festejarlo. Prefirió enloquecer a tener que admitir que, además, era sobornable.

Malena
Miguel Méndez Camacho
Alfaguara
Del poeta Miguel Méndez Camacho (1942), Darío Jaramillo dijo: "Es un pesimista sensual, lleno de afectos familiares". Del novelista podemos decir que es un esmerado narrador y amigo de las historias donde la única forma de ganarle a la vida es haciéndole trampa. Por lo menos así lo siente el personaje principal de Malena, la novela sobre una mujer que busca a su padre en Punta del Este para proponerle que estafen un casino, obra publicada este año con Alfaguara por el abogado, periodista, profesor y diplomático.

Alejandro Saiz
Composiciones No1 y 2
150.3 x 122 y 153 x 122 cm
dibujo sobre temple a la cera
1999