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14 de mayo de 2008

El inspector de desalojos

Por: Laura Ardila Arrieta. Fotografía: Finley Garside
Como inspector de desalojos, el abogado Humberto Cely tiene la desafortunada misión de confiscar bienes y desalojar casas, | Foto: Laura Ardila Arrieta. Fotografía: Finley Garside

El abogado Jorge Humberto Cely dice que el hecho que más lamenta, en los 14 años que lleva laborando como inspector de policía, es haber tenido que arrebatarle a un niño su televisor. Sucedió durante una diligencia de embargo de bienes que ordenó la justicia para asegurar parte de las obligaciones de una familia llena de deudas. Cely dirigió la acción, y aunque se cuida de dar la más mínima pista que permita identificar a aquel menor de rostro desencantado o a sus parientes, sí reconoce que ese día, como todos los días, tuvo que ponerse el traje de villano.

Si bien esa historia fue especial para él, ciertamente no es la única que tiene para contar. A este boyacense de 50 años le ha tocado asumir el papel de hombre infame en por lo menos las últimas 3.000 mañanas de su vida. En la localidad de San Cristóbal, en el suroriente de Bogotá, él es quien se encarga de recordar a los demás lo que muchos preferiríamos olvidar: las mensualidades vencidas del arriendo, el pago al banco por la hipoteca de la casa, la reparación a la pared del vecino que se agrietó por culpa nuestra. En estos y otros asuntos de los cerca de 500.000 habitantes de la zona está el inspector, presto a notificar en cualquier momento que ya se fijó la fecha del desalojo, del decomiso de los muebles, del drama.

Como si fuera poco, está encargado de las llamadas infracciones menores o contravenciones. Por eso es el que ‘agua la fiesta‘ llamando al orden, pidiendo mesura: el volumen del equipo de sonido más bajo, el popó del perro en la caneca y no en el parque, la parranda hasta más temprano.

De paso, Jorge Humberto Cely tiene que ser, con seguridad, la persona más enterada de la vida de los residentes en la localidad. A veces, cuando comenta un caso con Clara Rodríguez, la secretaria que lo acompaña desde hace dos años a todas las diligencias, lamenta que "la señora haya perdido su casa porque el marido la dejó", que el muchacho al que están desalojando de una habitación alquilada tenga "fama de problemático", o que otro de los residentes en la zona padezca problemas económicos "por andar con dos mujeres". Hasta la más consagrada chismosa de barrio envidiaría la información que posee el particular funcionario.

El secretario general de la Inspección de Policía de San Cristóbal, Jorge Fuentes, explica que cada localidad de la ciudad, dependiendo de su número de residentes, tiene asignado un grupo de inspectores por parte de la Secretaría de Gobierno. El oficio nació para brindar apoyo a la ley ordinaria y para agilizar algunas determinaciones de la justicia. A su despacho en la Alcaldía Local llegan diariamente entre una y dos notas judiciales, que él llama con toda seriedad "despachos comisorios", que ordenan realizar en un tiempo determinado restituciones, embargos, lanzamientos o entregas de predios, según sea el caso. Cada texto contiene todos los detalles del respectivo proceso: datos, nombres, pagos realizados, direcciones del demandante y del demandado, la suma total de la deuda. Aunque la localidad cuente también con Pilar Vanegas, otro inspector, este tipo de órdenes son remitidas inmediatamente a Cely, quien luego de estudiarlas les señala fecha de cumplimiento. Vanegas se dedica exclusivamente a atender los asuntos que tienen que ver con las querellas menores.

A estas alturas, Jorge Humberto Cely se convierte en una persona incómoda. El día temido, del desalojo, la gente de la casa le pone doble llave a la puerta, asegura la ventana y se silencia. No lo atienden. A veces, un niño o un anciano se asoman tímidamente y dicen que sus parientes no se encuentran. La diligencia se cancela hasta otra ocasión y la familia en apuros vuelve a respirar tranquila, aunque sea solo por una semana o dos. Así las cosas, el inspector también sale ganando, pues a veces los demandados aprovechan estos plazos para arreglar el problema con su acreedor y evitar la humillación de una expulsión a las calles: firman un nuevo arreglo, asumen más intereses, consiguen la plata prestada. Lo que sea con tal de no quedar en el pavimento. El inspector gana porque se evita dirigir un evento que, en últimas, termina siendo un drama también para él.

"Me han tirado piedras, me han tratado de golpear, me han amenazado", dice sentado en el sillón de una desordenada oficina, repleta de códigos, papeles que parecen sin dueño, un mapa de la localidad, una colección de libros gordos llamada Régimen jurídico de la administración municipal y un televisor que sintoniza las novelas de la tarde de un canal nacional.

A simple vista, uno podría pensar que está sentado frente a un pobre mártir al que sencillamente le tocó bailar con la más fea. Imaginar tal vez que es el paria de la vecindad, al que nadie mira, por el que nadie pregunta. El malo de la película. Porque mientras el panadero, el profesor, el proctólogo y el albañil hacen una labor que se supone positiva y de provecho, en el tema de los desalojos este hombre podría ser considerado como el que trabaja para joder. El que expulsa a la gente de sus hogares por deudas sin cancelar debido, en la mayoría de los casos, a que ha faltado el empleo que tendría que garantizar el mismo Estado al que el inspector de policía representa. Para rematar, en algunos sectores de la localidad de San Cristóbal reina la miseria. Los casi 300 barrios que la conforman van del estrato 0 al 3, y de ahí no pasan. Por eso, concluye el mismo Cely, está claro que a él le toca atender más lanzamientos que al inspector de Usaquén, un sector acomodado de la ciudad, por ejemplo.

Y prosigue advirtiendo que, a pesar de todo, su labor no lo hace sentir un desgraciado. "También atiendo contravenciones. Resuelvo pequeños problemas de la comunidad, la gente me lo agradece". Además, al final del día, siempre está la familia, los amigos, los hermanos, los colegas para hablar de leyes y de política. Una película y una visita a Monserrate que recuerdan que más allá de San Cristóbal, del disfraz de villano, hay un mundo que sabe sonreír. El inspector asegura que a cada desalojo llega con la intención firme de convencer al demandante de que acepte aplazar la diligencia. "No soy feliz viendo ese drama, aunque cuando toca, toca", remata, mientras termina de alistar papeles para la jornada del día siguiente. Seis visitas. Como siempre, todas por la mañana.

EL OFICIO DE SER MALO

"Calmar a la gente" es una de las funciones principales de Clara Rodríguez, quien lleva 17 de sus 48 años de edad trabajando en la Secretaría de Gobierno de Bogotá. Está graduada como secretaria auxiliar contable. Clarita, como la llama su jefe, el inspector Cely, debe asistir a todas las diligencias ordenadas por los jueces, en las que se encarga, además, de dejar constancia escrita de absolutamente todo lo que allí pase.

Esta mañana, la mujer, que también es licenciada en Educación Preescolar, alista su máquina de escribir y los papeles que deberá llevar el inspector a cada una de las visitas programadas. Igualmente, un orden del día que redactó la tarde anterior. "Los niños me parten el alma, solo espero que no haya niños", comenta en el taxi que ocupa junto a tres demandantes de dos distintos procesos que se adelantarán hoy. El carro sigue a otro de servicio público en el que va Jorge Humberto Cely, un demandante y un abogado.

Clarita se queja de que en muchas ocasiones los padres utilizan a los niños para evitar la acción de la autoridad. No solo los ponen a abrir la puerta y a mentir, sino que, en el momento de la desesperación, su existencia se convierte en el argumento perfecto para pedir que no los saquen a la calle. "Cuando tenía pocos meses de haber empezado en este trabajo me tocó asistir, con otro inspector, al lanzamiento de una mujer que tenía 20 días de haber parido. El marido la había abandonado. La orden era dejarla afuera y tuvimos que hacerlo".

La noche de aquel día, la secretaria del inspector, que es casada y tiene tres hijos, pensó en renunciar. Hoy está claro que la experiencia le ha dejado los callos necesarios para estar tranquila al respecto. Tampoco le teme mucho a la agresividad de las personas demandadas. Cuenta que en una ocasión, también con un jefe distinto al de ahora, los habitantes de la vivienda encerraron al equipo que estaba realizando la diligencia y lo amenazaron con armas de fuego. La Policía lo rescató a los pocos minutos. Después de salir ilesa de semejante situación, Clarita definitivamente está más tranquila.

Esta mañana ha habido poca acción. Los dos primeros casos se realizaron por sendas órdenes de secuestro, un procedimiento en el que el objeto de la disputa, la casa o el lote, queda en manos de una tercera persona, sin que haya que despedir a nadie a la calle, hasta que se resuelve oficialmente el caso. Cely aprovecha la calma en su jornada para señalar que antes de proceder a sacar a un deudor de un sitio es necesario acompañarse por uno o dos policías. De paso, aclara que en los eventos que involucran niños no debe faltar un representante de la Policía de Menores.

Ahora, para poder continuar con el recorrido, el inspector necesitará de una presencia tan obligada como esa. Se trata de un muchacho de 27 años llamado Edilberto, de apellido Panadero y de profesión cerrajero, residente en San Cristóbal, a quien Clarita y Cely llaman con confianza ‘Doctor Yale‘.

Edilberto es el "cerrajero oficial" de la Alcaldía Local desde hace dos años. Esta vez fue llamado para atender un servicio en un apartamento de un viejo conjunto de edificios de ladrillos, en el que el equipo de la Secretaría de Gobierno encontrará en unos minutos a una señora que se asoma temerosa por la ventana y asegura estar viviendo ahí gracias a un contrato de arrendamiento, que arregló con una mujer que dijo ser la dueña de la vivienda. Sin embargo, la verdadera propietaria se encuentra, documentos oficiales en mano, acompañando al inspector, junto con quien decidió dar una espera de 15 días a la habitante para que se mudara.

El ‘Doctor Yale‘ se ahorró un trabajo y Jorge Humberto Cely pasó la mañana en blanco porque en la última visita del día se asomó por la ventana, cómo no, una niña que pidió a la visita volver más tarde, cuando estuvieran sus familiares. Eso sí, el inspector no perdió el traje y la corbata que luce este día. Casi siempre viste así porque "no me puedo quedar atrás de los otros abogados".

CON PACIENCIA DE POLÍTICO

Se estima que en la localidad de San Cristóbal habita alrededor del 7% de la población total de Bogotá, que es de unos nueve millones de personas según el censo de 2005. A la oficina del inspector de Policía, identificado con el número 4C, Jorge Humberto Cely, se acercan a diario unas 30 personas en busca de asesoría para resolver sus problemas domésticos y otros más complicados. Casi siempre por falta de dinero. Por las tardes, después de atender los "despachos comisorios", Cely se dedica a ellos. Con paciencia de político, escucha con atención algunos y despacha con prontitud aquellos que no está en sus manos solucionar. Como el de la señora Graciela Pulido, una abuela triste, con aspecto de viuda, que llegó a contarle al inspector que el vecino le había causado una humedad grave en su vivienda. Para determinar el costo del daño se necesita el concepto de un perito, cuyos honorarios debe asumir Pulido. La anciana tiene solo 60.000 de los 100.000 pesos que exige el experto para llevar a cabo la diligencia. Por eso llora. Y suplica.

Cely asegura que, debido al evidente conocimiento que tiene de los problemas de la gente de la zona, le han propuesto varias veces lanzarse a hacer política. Él parece ufanarse cuando asegura que un día de estos, tal vez, les haga caso. Lo que es casi seguro es que pocos votos saldrían de las familias que solo asocian su rostro al recuerdo triste del día en que tuvieron que abandonar sus hogares.

Pero por ahora esto no será motivo de preocupación para el hombre. Repite: su oficio no lo hace un desgraciado. Dice estar feliz y se le nota. Para él, el infierno no está en desalojar familias, sino probablemente en ser el sparring de Mike Tyson. Eso sí no lo haría por nada del mundo. Finalmente, no todos sus vecinos de la localidad pueden decir que tienen un trabajo de lunes a viernes, con horario de 8:00 a.m. a 5:00 p.m., "un sueldo que prefiero no decir, pero que es bueno", una pareja que espera en una casa propia y la seguridad de que al llegar al hogar nadie le habrá arrebatado el televisor a su hijo José Miguel.