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24 de marzo de 2010

El invitado

Por: Marcelo Birmajer
| Foto: Marcelo Birmajer

No me gusta dormir en casa ajena. No soporto compartir un baño, ni utilizar sábanas desconocidas, ni que me vean lavándome los dientes. Por las mañanas, me da vergüenza vivir y me molesta el resto de la especie humana. Vivo con una esposa y tres hijos, de modo que cuando viajo quiero dormir solo, amanecer solo… ya tengo de vida compartida por cien años más, y en todas mis reencarnaciones también. Por eso en mi pasada visita a México, cuando mi madre me dijo que nuestros lejanos primos mexicanos se ofenderían si yo no aceptaba pasar al menos una noche en su casa, me propuse argumentar que recientes descubrimientos genéticos habían revelado que en realidad no éramos parientes. Pero mi madre me advirtió que si yo pergeñaba algo semejante, a mi regreso se vendría a vivir a mi casa a modo de castigo. No le prometí que dormiría en lo de los primos, pero acepté no rechazar el parentesco.

Los primos por supuesto vinieron a buscarme al aeropuerto. Nunca los había visto en mi vida, pero me recibieron como si fuera Maradona. Eran una familia numerosa y feliz. Mi primo Leslie utilizaba unos bigotes muy parecidos a los de Vicente Fox, y su esposa, mi prima Ofelia, era gorda como una matrona satisfecha. A su alrededor, lo que me parecieron docenas de primos de todas las edades me sonreían como si les trajera dinero. Les expliqué que venía a México invitado, que me pagaban el hotel, las comidas, que mi agenda estaba saturada de compromisos… pero no escuchaban. Me subieron a un auto que parecía un crucero y me llevaron a una finca en las afueras, en un viaje que me pareció más largo que el de Buenos Aires al D.F. En la mansión me aguardaban todo tipo de comidas y bebidas, dulces y saladas. Y después de que fingí comer, me llevaron a mi habitación. Era un cuarto digno de una celebridad. Pero, como ya he dicho, yo no duermo en casa ajena ni por dinero. Prefiero pagar doble con tal de tener mi propio cuarto, con mi propio baño, con mi propio silencio. Dormir en la misma casa con personas que no son mi esposa o mis hijos me resulta más promiscuo que mantener relaciones sexuales. El sexo es algo pasajero, pero dormir con otros es una relación excesivamente cercana. Así fue que me escapé por la ventana, dejando una nota sobre la cama:

"Queridos primos: Agradezco vuestra hospitalidad, pero tengo una cita con el presidente de México y todavía no estudié. Muchas gracias". Sabía que mi madre nunca me lo perdonaría, pero mi cuerpo me lo pedía.

Arribé sin maletas al hotel que me habían reservado mis verdaderos anfitriones; mi ropa y mis cosas habían quedado de rehenes de mis primos.

Respiré aliviado y salí a comprar lo indispensable: cepillo de dientes, calzoncillos, revistas estimulantes. En la entrada al comercio, me pidió dinero un mendigo y debí explicarle que sólo llevaba la tarjeta de crédito y el pasaporte. Llegué a tiempo a mis actividades, logré cenar solo y me fui a dormir como un hombre libre. Pero amanecí en casa de mis primos: habían dado conmigo durante la noche y, no sé cómo, se las habían arreglado para trasladarme de regreso a la mansión de las afueras.

Ofelia y Leslie no hicieron referencia a mi huida, pero mi prima Tea, de dieciocho años, me preguntó con lágrimas en los ojos por qué me escapaba de ellos. Luego se apareció, por la tarde, con una remera ajustada y sin corpiño. Esta vez me escapé por la puerta. El mayordomo intentó hacerme un tacle, pero conseguí esquivarlo y ganar la reja de salida. Concurrí a la feria del libro y contesté preguntas de los asistentes. Entre los supuestos lectores, descubrí a uno de mis numerosos primos. Levantó la mano y cuando le cedí la palabra, preguntó por qué no quería dormir en su casa. Por entre el público corrió un murmullo de reprobación. Una señora se levantó sin alzar la mano y exclamó: "Quien no acepta la hospitalidad de los parientes no merece tener familia".

—Pero si apenas los conozco —repliqué, mientras el moderador se agarraba la cabeza—. Y ya tengo una familia numerosa: ¡tres hijos y una mujer! Soy el único escritor del mundo que vive con su primera y única esposa y sus tres hijos. Ni siquiera Bono llegó a tales extremos.

—Cretino —me gritó un señor blandiendo un bastón—. ¡El que reniega de su familia no merece pertenecer a la humanidad!

—Yo no quiero pertenecer a la humanidad —acepté—. Preferiría ser extraterrestre. Pero además, cuando viajo quiero dormir solo.

De todos modos, al concluir el conversatorio, entre algunos de mis parientes y voluntarios del público me maniataron y me llevaron en el auto-crucero a la finca de referencia. En esta ocasión supe que sería en vano escapar sin más. Me largué, pero con un destino meditado.

Apalabré al mendigo, le entregué una buena cantidad de billetes que había logrado sustraerle a mi primo Leslie, y regresé con el pordiosero a la finca.

—El primo Natalio vive desde hace veinte años en México —les expliqué, presentándoles a mi mendigo—. Es tío abuelo de costado izquierdo de mi madre.

—¿De costado izquierdo? —preguntó prima Ofelia confundida.

—Es un tipo de parentesco preliminar —abundé—. Genético pero no genérico, que descubrieron unos científicos londinenses, los mismos que descubrieron el gen del amor en cuotas.

—¡Bienvenido! —cerró mis explicaciones el primo Leslie, abrazando al primo Natalio.

—Tiene un solo problema —carraspeé.

—No tengo dónde dormir —comenzó el mendigo, y siguió con el discurso que yo le había pagado por memorizar—. Pero no soporto a este cretino: si va a dormir aquí, lamentablemente no podré aceptar vuestra hospitalidad.

—Comprenderás, en estas circunstancias —tomó la posta Leslie—, que nos inclinemos por el pariente más pobre.

—Lo entiendo —dije contrito.

Por primera vez abandoné la finca sin prisas. El mayordomo cerró la reja tras mis espaldas. Ni siquiera me llamaron un taxi.

En Buenos Aires mi madre me preguntó si había hecho buenas migas con mis primos.

—No solo me reencontré con la familia —respondí—. La agrandé.