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25 de enero de 2011

El loro de la abuela

Por: Mario Bellatin

Es probable que los médicos hayan descubierto por fin uno de mis males. Es por eso que ahora me encuentro sometido a un tratamiento que, me da la impresión, ofrece buenos resultados. Debo admitir que me molesta sobremanera afeitarme las sienes antes de las sesiones, rasurarlas muy bien. Se trata de una tarea que me propongo realizar con un cuidado extremo. A veces demoro dos horas o más en lograr que luzcan tanto como el médico me ha pedido que las lleve, como lo que creo hace de mí un ser especial. Tampoco me acostumbro todavía al hecho de caminar por la calles y que la gente me mire más de lo adecuado. Casi siempre, en las mañanas, llego a un edificio blanco, con barrotes en la ventanas. En la puerta está sentada en forma perpetua mi madre, quien me ofrece una taza de chocolate amargo y me hace firmar sobre un papel donde se encuentran dibujadas las caras de la mayor parte de mis hermanos, hasta el que murió a las pocas horas de haber nacido. Creo que me hace algunas preguntas acerca de la Revolución mexicana —un hecho que nunca debió pasar, asegura—, pues se le hace difícil olvidar la visión de los revolucionarios cortándole la lengua a su padre. Siempre la trato de tranquilizar: ya no eres madame Curie, le repito. Debes comportarte a la altura de las circunstancias. Apenas escucha esas palabras me quita con fuerza el jarro con chocolate y me obliga a pasar al primer consultorio. Allí encuentro a mi padre vestido siempre con una bata blanca. Las palabras que me dirige al verme entrar son cada vez las mismas: jamás te perdonaré que negaras la muerte del loro de tu abuela. Al instante sale, regresa acompañado de algunas enfermeras y me acuestan en la cama de madera colocada en una sala posterior. Me encanta este momento. Me gusta porque en todas las ocasiones llegan a acompañarme mis compañeros de escuela. Ariel, el niño de piernas flacas que aprendía inglés con una facilidad extraordinaria; Danielito, que se ahogó en un estanque durante un paseo escolar. Cecilia, quien dibujaba peinados extravagantes en las partes traseras de sus cuadernos; Marianito, a quien la maestra le dio una bofetada cuando lo descubrió jugando con su bragueta en medio del jardín. Todos acostumbran dar vueltas alrededor de la camilla mientras las enfermeras me preparan para la sesión. Me gusta el frío de la crema que untan en mis sienes. Se vuelven frías como la piel de mi hermano poco después de que murió. Detesto, en cambio, cuando mi padre el médico me repite que no me he rasurado bien. Pasa sus dedos sobre la piel de la zona diciendo que ese trabajo debe ser realizado por una mano profesional. Mi padre suele pensar que las ideas que trajo la revolución fueron las causantes de que cada quien desease hacerse las cosas por sí mismo. Se llegó a tal extremo que mi madre creyó durante muchos años que era la descubridora de los efectos de la radioactividad. Cuando salgo de la institución, odio sobremanera también las veces en que mi madre, quien antes de retirarme me vuelve a dar otro jarrón de chocolate, me recuerde que el día que encuentren el loro de mi abuela este les dirá dónde quedó escondido el patrimonio familiar. Mientras colocan los cables, Ariel, Danielito, Cecilia y Marianito repiten sin cesar un sonsonete que alude siempre a la afeitada de las sienes. Mi madre, como dijo antes mi padre, me ordena que deje de rasurarme yo mismo y me entrega una piastra para que pague por un servicio profesional. Me da además una tijera, no fuera a ser que en el negocio donde me rasurarían de manera impecable carecieran de una.