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12 de mayo de 2006

El padrecito Freud

Humberto de la Calle, a propósito de los 150 años del nacimiento de Sigmund Freud, en el ejercicio único de establecer si pudo o no el padre del psicoanálisis cambiar el mundo. Y qué tantas mentiras dijo.

Por: Humberto de la Calle Lombana

¡Quién lo creyera! Ya hace 150 años ingresó Segis a este mundo. Segismundo. Juego de palabras digno de la Sicopatología de la Vida Cotidiana.
Después de haber sufrido el desprestigio, hasta el punto de que llegó a decirse que sus escritos tenían a lo sumo un simple valor literario, Freud ha resurgido de las cenizas. Ciertas o falsas sus conclusiones, nadie podría poner en duda que, tras sus teorías, el mundo no volvió a ser igual.
Y, sobre todo, nuestra generación, después de Freud, perdió la virginidad espiritual que nos habían inoculado en el colegio y en la sacristía.
Ya dije en algún lado que a fuerza de sermones y ejercicios espirituales, la única verdad consolidada para nosotros, en materia sexual, era que las mujeres no podían tener placer. Solo eran sementales femeninos, aparatos para la reproducción. Freud difundió que también ellas alimentaban pasiones borrascosas, fantasías agobiantes y cultivaban una lujuria distinta, pero igualmente mórbida.
El candor de los niños, esos angelitos regordetes de cachetes colorados, se desvaneció. Los infantes comenzaron a ser más bien sacos de egoísmo, agresividad y libido desaforada. "Perversos polimorfos", fue la denominación que se les dio a los impúberes. De todas las teorías freudianas, esta es la que ha tenido mayor éxito. Dígalo, si no, el pasajero de clase turista en un avión con destino a la China, cuando le toca compartir asiento con dos o tres pelafustanes alborotados.
Por Freud supe: que la mujer era un hombre incompleto. Que, por tanto, el hecho capital era su envidia de pene. Que todos éramos bisexuales. Que el amor hacia la madre encubría no sé qué sórdidos deseos, a consecuencia de lo cual, temíamos que el padre nos castrara. Que allí vino la represión. Que todo se fue al ello. Que el superyó era como un portero inconmovible que controlaba los bajos instintos. Una especie de gorila detestable y todopoderoso. Que el yo era apenas una pequeña y deleznable fracción de la vida psíquica.
En fin, que todos teníamos adentro un homúnculo: otro hombrecito que no era realmente el hombre que creíamos ser. Si éramos abogados, el motivo era una fijación oral. Bla, bla, bla. Si escultor, fase anal por aquello de la agitación de la masa. Si dentista, sadismo. La vida no era la vida. La mujer no era la mujer. La madre era un ogro y el padre, un castrador irredento.
Ahora sabemos que mucho de ello tenía apenas valor alegórico. Watzlawick recuperó el consciente. Watson, la conducta. Skinner, la relación estímulo-respuesta. Horney, lo social. Chodrow, la mujer.
No importa.
El Padrecito nos cambió la vida.
"¿Envidia de pene?", me dijo Bee, núbil periodista británica. "¡Viejo estúpido! Esa idea solo puede ser producto de una pérfida mente machista".
Cuando oí eso, caminando en las calles de Londres, temí que me hubiera dejado el tren. Que el Padrecito, si no había muerto, desfallecía.
Pero no. Ya su huella era imborrable, aunque una chiquilla de 25 años no lo supiera. Aunque hubiera sometido a una pobre mujer estreñida -Emma Eckstein- a una riesgosa operación de nariz, con el argumento de que su verdadero padecimiento era una histeria, y que había una relación entre nariz y sexo. Aunque recetó cocaína, y la usó, con consecuencias negativas. Ninguno de sus errores, sin embargo, es capaz de eliminar lo que queda de Freud para la vida, para el arte, para la humanidad. De él dijo el poeta Auden que aunque Freud estaba a menudo equivocado, encarna él solo un completo clima de opinión bajo el cual necesariamente vivimos todos.
No porque para estar in, una muchacha bonaerense tenía que tener analista antes que Peugeot. No porque el que no hubiera sufrido la transferencia era apenas un bosquejo de ser humano. No porque cada lapsus, cada chiste, era una revelación del inconsciente. No porque soñar con una culebra o coleccionar lapiceros era una clara fijación fálica. ¡No! El hecho freudiano capital, a decir de Lear, es que la vida es conflicto. Conflicto escondido, proveniente de ese terrible sótano del inconsciente que nadie entiende de verdad y que solo se manifiesta a zarpazos esporádicos.
Y aunque el psicoanálisis haya sido reemplazado ahora, como símbolo de estatus, por la cirugía estética o el uso de guardaespaldas, es un hecho que hasta Freud nadie había penetrado de manera más aguda en la psique humana.
Psicoanálisis que, por cierto, fue una recuperación del habla como terapia. Un descubrimiento ancestral que él volvió a colocar en primera línea. Ya es un mérito en una sociedad encarcelada en el utilitarismo tecnológico. El psicoanálisis está a distancia sideral del prozac, la cirugía o la dieta. Basta un diván y el noble y antiguo ejercicio de hablar. Por cierto, cuando visité en Viena la casa de Freud, aproveché un descuido del agrio y bigotudo vigilante para tenderme en el diván. Cuál no sería mi desilusión cuando décadas después, en Londres, descubrí que el diván vienés era una réplica. El original está en la capital del Reino Unido. Solo que allí la Policía es más eficiente y me quedé con la gana de extenderme en el sofá auténtico.
Pero aunque el psicoanálisis esté de capa caída por diversas razones, incluido su precio exorbitante, el habla sigue siendo una terapia muy popular: siguió viva en los métodos de Jung y Adler, en la terapia psicodinámica, en la confesión católica, en el teléfono y hasta en Julito Sánchez, que es el padre moderno de la catarsis.
Después del Iluminismo, el canto supremo a la razón, nada había sido tan demoledor para el narcisismo del género humano como Marx, mostrándonos que toda la estructura idealista era apenas un epifenómenos de las miserias de la economía; y Freud, enseñando que el sexo era la coordenada fundamental. Un sexo escueto, impúdico, húmedo, alejado por completo de la leyenda sublime del romanticismo eunuco.
Freud nos define.
Sin él, Woody Allen sería un charlatán; Buñuel, un pobre alucinado emfermizo; Van Gogh, un mísero estilista dopado por el ajenjo; Dalí, un pintor de brocha gorda; Sartre, un remedo de novelista, Focault, un diletante sin límites; Daniel Cohn-Bendit, un tirapiedras vulgar y Capote, un retratista precario.
Freud debe su condición de iluminado a una sola cosa: casi todo lo que predicó fue erróneo, pero es el equivocado más lúcido de la historia.
Hay errores abyectos como el de la Inquisición contra Galileo. Hay errores sublimes como el del catolicismo que cree que el hombre viene de Dios, pretermitiendo las enseñazas de Darwin, las cuales, más allá de su valor científico, son un himno a la humildad. Pero entre los errores sublimes, Freud obtiene el cetro.
Bee tiene razón: no hay tal envidia de pene.
Pero como dice Jerry Adler: "Freud tiene algo para decir, que vale la pena escuchar. Aun si el psicoanálisis no cura a nadie, el hecho es que, contra Fukuyama, la historia nunca termina. Porque es hecha por seres humanos".