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12 de agosto de 2003

Testimonio

El peor día de gobierno de Andrés Pastrana

Cuando una persona sufre el drama inhumano del secuestro y recobra la libertad, siente que inaugura una nueva vida.

Por: Andrés Pastrana Arango

Así me pasó el 25 de enero de 1988, a primeras horas de la tarde, cuando fui liberado del cautiverio a que me tenían sometido "los extraditables", bajo el mando de Pablo Escobar, gracias a un operativo relámpago de la Policía en el municipio de El Retiro, Antioquia. No podía imaginar entonces que exactamente once años después, a la 1:19 de la tarde del 25 de enero de 1999, siendo Presidente, el destino me mostraría otra vez su rostro insondable, cambiando mi vida y la de miles de colombianos.

Yo estaba reunido en mi despacho con el canciller Guillermo Fernández de Soto, repasando la estrategia que seguiríamos en el Foro Económico Mundial que se realiza cada año en Davos, un escenario propicio para presentar la estrategia de paz y lucha contra el narcotráfico, conseguir recursos para el país y continuar con la tarea de recuperar su imagen internacional. En Palacio varios funcionarios trabajaban contra el reloj, preparando el viaje que comenzaría hacia las 5 de la tarde. Por fortuna, no había mayores indicios de que algo complicado en materia de orden público sucediera. Casi como una regla de oro, cada vez que el Presidente sale del país, algo grave ocurre, pero esa tarde había una calma sospechosa.

Fue entonces, a la 1:19, cuando sentimos un fuerte remezón y vimos que las lámparas se movían. "Esto es un temblor muy fuerte", le dije a Guillermo. De inmediato marqué a la oficina del secretario privado, Camilo Gómez, y le pedí que averiguara la magnitud y el epicentro del sismo. Mi instinto me decía que el asunto era muy serio y que el temblor iba más allá de lo normal. No se tenía información precisa pues se había perdido la comunicación con la zona afectada. Todo indicaba que el problema estaba en Pereira, que pocos años atrás había sufrido un sismo importante.

Con esos primeros datos ordené movilizar todos los instrumentos de socorro que fueran posibles y le di instrucciones a mi secretario privado para que cancelara el viaje a Suiza. También pedí que se organizara mi desplazamiento inmediato a la zona del terremoto y acordé con Nohra que ella se quedara en Bogotá, atenta a la coordinación de cualquier ayuda humanitaria que se requiriera.
Algunos de mis asesores se opusieron al viaje. Estaban temerosos por razones de seguridad o consideraban que debía esperar a tener una información más detallada. Sin embargo, no lo dudé ni un segundo: había que estar allá. Caminando hacia el helipuerto me encontré con Manuel Santiago Mejía, un empresario antioqueño y viejo amigo, que casualmente estaba ese día en Palacio, y le pedí que me acompañara. Él no tenía equipaje, así que le presté una camisa y un pantalón que habrían de servirle en los días siguientes. A partir de entonces él se convertiría en una pieza clave en la atención de la emergencia y luego en la reconstrucción de la ciudad.

Junto con los altos mandos militares y otros funcionarios del Gobierno, salimos hacia Pereira, pues se pensaba que allí la tragedia había sido mayor. Llegamos hacia las 4:30 de la tarde, apenas tres horas después del terremoto, y constatamos que los daños eran superiores a los sufridos apenas unos años atrás por un sismo de similar intensidad. Allí encontré a Luis Carlos Villegas, un pereirano entusiasta que lleva años al frente de la Andi, y le pedí que me acompañara y que gerenciara el proceso de la reconstrucción. Él, lleno de compromiso y amor por su región, aceptó de inmediato y terminó convirtiéndose en el primer director del Forec -el Fondo para la Reconstrucción del Eje Cafetero-, realizando una labor que sería considerada por el Banco Mundial como un ejemplo para el mundo entero.

Luis Carlos me comentó que su hija, Juliana -la misma joven que meses después sería secuestrada por la guerrilla en un acto que mereció el repudio nacional-, estaba ya haciendo mercados para ayudar a los damnificados. Fue entonces cuando nació la idea de pedir a los supermercados en todo el país que prepararan paquetes de alimentos básicos por 10 mil, 20 mil o 30 mil pesos para que los colombianos los adicionaran a sus mercados con destino a las víctimas. ¡Cuántos alimentos se recaudaron de esta sencilla manera gracias a la solidaridad de miles de compatriotas!
Nos dirigimos entonces a Armenia, donde la tragedia nos arrugó el corazón. El panorama que contemplamos desde el helicóptero fue sobrecogedor. Lo que estábamos viendo era una ciudad destruida casi por completo. Por mi cabeza pasaban las imágenes del terremoto de Popayán, de 1983, cuyos efectos devastadores registré como periodista. Pero lo que ocurría en Armenia era peor. No pronunciaba ni una palabra. El dolor enorme apretaba hasta el alma.

Durante la aproximación al helipuerto de la Brigada sucedió algo aterrador. Una de las replicas acababa de estremecer la tierra y ante nuestros ojos se derrumbó el Edificio de la Asamblea del Quindío, en tanto salían de todas partes de la ciudad enormes columnas de humo y polvo. Esa réplica había ocasionado más daños que el temblor inicial. ¡Qué momento tan angustioso! ¡Qué impotencia sentíamos desde el aire viendo cómo la naturaleza se ensañaba con la ciudad sin que nada pudiéramos hacer!

Tan pronto aterrizamos, vimos cómo los soldados corrían despavoridos. Otra réplica del temblor había derribado un muro enorme. Sin más demoras salimos en tres carros hacia la ciudad, aunque era casi imposible transitar en los vehículos. Las calles estaban llenas de escombros. Lo más aterrador eran los rostros de desolación y de angustia que tenían las personas afectadas, deambulando sin saber qué hacer, sin saber a dónde ir, sin conocer la suerte de sus familiares.

Una de las primeras imágenes que vimos fue la del cuartel de bomberos, destruido por completo. Allí estaban unos pocos bomberos haciendo esfuerzos para buscar a sus compañeros sepultados. Tan sólo era posible ver, en medio de las ruinas, pedazos de las maquinas inútiles. Una dura paradoja: los bomberos no podían rescatar ni a sus propios muertos.... Nada podían hacer y a nadie podían socorrer.

Ya empezaba a oscurecer y la ciudad estaba sin luz y sin agua. Nos dirigimos hacia la Cruz Roja, a donde comenzaban a llegar los heridos. Allí, luego de recibir algunos informes, intenté vanamente comunicarme con Bogotá, pero todos los sistemas de comunicación estaban inservibles. Había que tomar medidas urgentes. En compañía de los generales y de los demás miembros del grupo que me acompañaba, al cual se habían sumado el Alcalde y el Gobernador, instalamos un Comité de Emergencia en plena calle para evaluar la situación de orden público, pues la falta de luz y la angustia de la gente podían empeorar la situación.

A esas horas ya teníamos mayor información sobre la dimensión de la tragedia y los datos horrorizaban. Si bien es cierto que el número de muertos no era tan elevado para la magnitud del terremoto, el número de damnificados era inmenso. Los informes daban cuenta del desespero de los damnificados por la escasez de alimentos y de bandas de saqueadores que estaban haciendo de las suyas. Cuando nos enteramos de esto le dije a los generales Tapias y Serrano, que me acompañaban en la reunión: "Están saqueando la ciudad y dos generales están aquí sentados. Necesito que se dediquen a esto, que traigan todos los soldados y agentes que sean necesarios para garantizar la seguridad".

Pasada la media noche decidimos ir a descansar, con el objetivo de levantarnos temprano en la mañana para recorrer los demás municipios de la zona. Yo me quedé en la casa de las afueras del líder quindiano Iván Botero Gómez, a la salida de Armenia. Mientras intentaba conciliar el sueño no podía dejar de recordar los rostros desconcertados de quienes acababan de perder su ciudad, sus casas y sus familiares. Era imposible dormir. Cerraba los ojos y veía los gestos desesperanzados de los damnificados, veía las ruinas de Armenia, veía ese panorama desolador que el terremoto había dejado. La sensación de tristeza me invadía por completo, pero también la indignación por los saqueos era incontenible. ¡Cuánta rabia sentía al saber que muchos intentaban aprovecharse de la desgracia de los demás!

Muy temprano, con las primeras luces del día, iniciamos el recorrido por otros municipios afectados y volvimos a Armenia para revisar los avances de la ayuda y la situación de orden público. Desde entonces, y por casi cinco días, me quedé a trabajar en esa ciudad, donde prácticamente desplacé mi despacho y el gabinete. Organizamos una sala de crisis en la sede de la Corporación Autónoma del Quindío, donde sesionó el Consejo de Ministros y se decidió la declaratoria de la emergencia económica y social. Además, coordinamos la llegada de las primeras ayudas, definimos los mecanismos para transportar los alimentos que se necesitaban cada día, así como la ubicación de los primeros refugios para los damnificados. En suma, se empezó a diseñar la reconstrucción del eje cafetero.
Cada día y cada noche, a nuestro paso por las calles de los municipios afectados, las escenas que presencié fueron desgarradoras e inolvidables. Tanta gente con sus colchones, sus pocas pertenencias, sentadas sobre las ruinas de los que fueron sus hogares, con la mirada perdida. Tantos ancianos, madres y niños que me abrazaban llorando, como si fuera la única solución de sus desgracias. Caminando en las noches por esas cuadras oscuras, apenas alumbradas por las hogueras prendidas por los damnificados, no podía dejar de pensar en esas imágenes de espanto que tienen las ciudades después de la guerra. En esos momentos sentí con más ímpetu el peso tremendo de lo que significa ser gobernante.

Fueron, sin duda, los días más duros y tristes que viví como Presidente. Durante los meses siguientes con Nohra visitamos la zona con frecuencia para constatar los avances de la reconstrucción, hasta que el 25 de enero de 2002, tres años después del terremoto, en la reconstruida plaza de Armenia, pudimos dar el parte emocionado y entonces inimaginable de "misión cumplida", después de una inversión de 1.6 billones de pesos y de haber liderado un proceso que fue reconocido nacional e internacionalmente por su transparencia y su eficiencia.

Tres símbolos quedan en mi memoria como recuerdo de este empeño vital: las sonrisas y los gritos de alegría de los niños cuando regresaban a las escuelas reconstruidas; una pulsera con la bandera de Colombia que aún llevo puesta y que me regaló un grupo de familias de Pereira el día en que les entregamos las llaves y los títulos de sus nuevas viviendas, y un cartel que agitaban al viento en la plaza de los arrieros, cuyo lema me llegó al corazón: "Armenia tuvo terremoto, pero también tuvo Presidente".

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