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23 de septiembre de 2010

El poeta y las telenovelas

SoHo le pidió al poeta Eduardo Escobar que se pusiera a ver las telenovelas colombianas y que dejara aquí su veredicto. ¿Qué opina un intelectual de las historias que dominan el prime time?

Por: Eduardo Escobar
| Foto: Eduardo Escobar

Estamos autorizados para dudar de la seriedad de una civilización ufana de su parafernalia tecnológica, que se permite captar el espectro de las últimas galaxias en fuga, destrabar los misterios del genoma humano y asomarse a las entrañas del átomo mientras, al mismo tiempo, consume telenovelas y telenovelas y convierte a los actores de telenovelas en héroes y a los guionistas de telenovelas en estrellas de la vida social. Qué miseria, para tanta sofisticación.

Es como si sus asociados se empequeñecieran a medida que perfeccionan los medios y superan lo analógico en lo digital, la pantalla rígida en la sensible y la estereofonía en el sonido envolvente. Anclados en la sensibilidad del melodrama, del folletín romántico de los tiempos de las máquinas de carbón, en lo inconsistente y lo banal, entristecen por los incomprensibles tantos milagros, y el ecualizador y la tercera dimensión, para rebajar la vida a producto de repostería o a mazacote de basurero. Es del todo incongruente mientras echamos sondas al océano de las galaxias, vernos sometidos a esos alimentos fofos. Tan endebles y tan solicitados.

En el fondo, las telenovelas se ocupan de las viejas pasiones humanas, de las mismas pulsiones que inspiraron a los trágicos griegos y a los dramaturgos isabelinos. El sexo, la codicia, las ansias de poder, las corrupciones de los ricos y las torcedumbres morales de los pobres. Pero la telenovela todo lo vuelve mezquino, todo lo desvaloriza y minimiza. Tanto, que ofende. El culebrón no solo reduce la mimesis artística a nada. También expresa un inmenso desprecio por el televidente convertido en la clientela de los obtusos.

Como género el telenovelón tuvo origen en Senda prohibida, que Televisa lanzó en 1958. Esta habría sido la primera degeneración del drama (que antes había derivado en las soap operas, según la Wikipedia), y la primera renuncia a las antiguas normas de compresión y de síntesis, a toda gracia y a toda nobleza. Porque el culebrón no busca lo esencial sino lo superfluo. Alarga, estira, acumula elementos sobre escenarios alambicados, entrecruza líneas narrativas inútiles que conducen a ninguna parte, pues debe durar, durar y durar, mientras la gente aguante la babosada, la sensiblería barata, el estímulo de las más lastimosas debilidades de su corazón. Es extraño que no se canse de esos anecdotarios, de esta melancólica pedagogía, de esa torpe educación sentimental que la incapacita para asumir argumentos más complejos, para pensar, para pensarse y para percibirse más allá de lo obvio y lo superficial.

Algunos piensan que existe una conspiración destinada a distorsionar la realidad con la ramplonería de las telenovelas y los seriados y a adormecer las conciencias. Me parece una arrogancia atribuir tanta inteligencia a los directores de culebrones. Todo se debe a la simple codicia. A la codicia que fabrica estas sopas acuosas donde salta de cuando en cuando el renacuajo del diablo para que el público se espabile para la siguiente tanda de cuñas.

Estos días me entregué a mirar culebrones y me intrigó la limitación de los registros. En casi todos había un joven entubado en la cama de un hospital haciendo esfuerzos por parecer enfermo pero incapaz de desmentir que esa mañana había estado en el gimnasio. A veces, para preservar el derecho a la originalidad, la entubada era una señora. Si me produjeron lástima, fue por el empeño que ponían en suscitar la compasión, sin conseguirlo. Y en todos o casi todos, había una loca alborotando, diciendo babosadas con voz de gallina, en el papel de alcahueta. Y un treintañero con cara de pecado venial haciendo gestos de malo, engañando a una señora insoportable que bien lo merecía. Las grandes tragedias humanas banalizadas en unos personajes definidos por el maquillaje más que por el contenido. La tragedia de Edipo, me dije, en manos de un guionista de telenovela acabaría convertida en un pastel de fresas orgánicas. Prostis proletarias y prostis distinguidas, pandillas de narcos, caricaturas de la caricatura del nuevo rico que es el narco. Y corruptelas. Y lágrimas chorreando por el espectro electromagnético. Y gesticulantes pistoleros. La repetición de la repetidera. Y para ajustar, esos actores que por alguna razón hacen siempre el papel de ellos mismos. Como si demasiado prendados de su figurón acabaran aniquilados por el narcisismo. Imaginan que agregándose un bigote o cambiando de aretes representan un personaje. Pero nada. No pueden escapar de ellos mismos y parecen incapaces de distinguir entre el gesto y la gesticulación.

Para ajustar, mientras el mundo se cae a pedazos, los noticieros que se ocupan de la reseña escabrosa del derrumbe, entregan la mitad del espacio a contarnos si la señorita que hace de diva en el canal A se casará en Cartagena con el divo del B, lo cual es bastante intrascendente. Y lo peor, informan sobre lo que ya vimos que pasó en el matrimonio de Marbelle la noche anterior, y profetizan la boda en el espacio virtual de la ciudad inventada, de un acordeonero enamorado que pega alaridos de despecho o el nacimiento de un hijo espectral que anuncia las hinchazones de una muchachita de barriada en Tu corazón y el mío. Y la pobreza de la mimesis se agrava con los comentarios, doblando la farsa sobre la farsa de la farsa en más farsa.

Un productor de estos subproductos estéticos (o estíticos) dijo que el ciudadano común necesita divertirse, entretenerse, escapar por un instante de los acosos, de la seriedad abrumadora de lo cotidiano y que él mostraba la realidad. Pero no es cierto. La realidad es más honda y compleja y magnífica y sucia y hermosa y misteriosa, como el televidente que insultan y se deja insultar. También se pueden producir documentos apreciables e instructivos y reveladores y divertidos con las miserias sociales, los gánsteres y los vicios. Pero no. La telenovela colombiana (y el cine que a veces la prolonga) se engolosina en lo grotesco, en lo sapesco, en El cartel de los sapos uno y dos y en Sin tetas no hay paraíso y en Rosario Tijeras, en la basura y el adocenamiento. En el escándalo gratuito. En el ruido multicolor de la mixtificación de lo que pasa. Un escritor argentino dijo que no hay temas malos ni personajes desdeñables. Pero que los autores los reducen sin remedio a su tamaño. Nadie tiene derecho a exigirle a Gustavo Bolívar, por ejemplo, que se estire hasta la dignidad de Sófocles o que alcance la tensión dramática de Tenessee Williams. Eso debe doler. Entonces resignémonos a que sus personajes sean siempre mezquinamente codiciosos y mezquinamente celosos y mezquinamente mezquinos y depresivamente depresivos como él es, si es capaz de rebajar el ser de los otros al tamaño del puñado de sal de un salario. En eso hemos convertido el arte de contar la vida. Y no tenemos derecho a exigirle el heroísmo de la decencia. Lo que le importa que importe: no la veracidad, la profundidad ni la belleza del reflejo. Sino el morbo de la cirugía en vivo, la degradación de la carne de las muchachas, el mal gusto, y el éxito consiguiente, el éxito, como lo entiende esta sociedad tecnolátrica de hombres sobrevestidos y mujeres sobreactuadas y sobreaplaudidas, despojados de toda verdad, inauténticos y hueros, famosos, bellos, vacíos y desarticulados. La estupidez modulada por los portentos de la tecnología. Pobre mundo.