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14 de noviembre de 2007

El primer día de un billete

Por: Antonio García Angel
| Foto: Antonio García Angel

Uno

El protagonista de esta historia aún no ha sido creado. Los ingredientes para hacerlo, sin embargo, están a mano. El papel moneda fabricado en Europa, con marca de agua e hilo de seguridad, los potes de tinta suiza que tienen consistencia de arequipe, las rotativas alemanas, las máquinas fajadoras, los técnicos, las revisoras manuales, los empacadores, los montacarguistas. En sus marcas, listos… Los pliegos son absorbidos de una bandeja alimentadora. En cuestión de milisegundos, el juego de rodillos que tiene la prensa le imprime a uno de los pliegos, en milimétrica sincronía, 60 retratos de Jorge Eliécer Gaitán con esa mirada de indiferencia o decepción, y por el reverso, las imágenes con él en plano americano, de lado, saludando a una multitud que, sin embargo, está a sus espaldas, el mismo día que se proclamó su candidatura a la Presidencia. El pliego sale convertido en un cuadro de Andy Warhol avaluado exactamente en 60.000 pesos. Luego pasa unos días secándose, antes de la revisión a mano por personas entrenadas para detectar al vuelo cualquier imperfección en la hilera de arriba, en la fila del centro o en una esquina. De cada 10.000 pliegos hay 200 que tienen algún defecto. Nuestro protagonista sobrevive al control de calidad humano y regresa a las máquinas para ser marcado con el número de serie y los distintivos para luz ultravioleta. Ha sido individualizado con el número de serie 35451462. Luego, unas cuchillas lo deslindan de sus compañeros de pliego y lo atenazan en fajos de 100 billetes que son agrupados en pacas de diez, a su vez embaladas en cajas. En una caja queda nuestro personaje, acompañado de 49.999 semejantes. Hace parte del contingente que viene a reemplazar los billetes caídos en combate. Los billetes de 1.000 fueron pensados para tener aproximadamente la misma longevidad de los grillos, ocho meses. En este año se han fabricado 942 millones de piezas de todas las denominaciones, suficientes para desbordar varias piscinas de Tío Rico. Las cajas se dejan en la esclusa que comunica la Imprenta y la Tesorería, una esclusa es un espacio entre dos puertas, en este caso monumentales y muy gruesas. La puerta de la Tesorería se abre y viene un robot, revisa que las cajas correspondan con el pedido, las carga y las ingresa en la bóveda, cuya capacidad es 1.000 millones de billetes, tiene 18 metros de alto —más o menos lo mismo que un edificio de seis pisos— y su construcción está inspirada en el Federal Bank de los Estados Unidos. A la bóveda solo pueden entrar robots. Nada que ver con R2D2 ni C3PO, ni Twiki el de Buck Rogers, ni el corpavizador de Corpavi, que "también tiene su corazoncito". Se trata, más que nada, de montacargas no tripulados. Alemanes, marca Eisenmann, lo último en guarachas.

Dos

La Central de Efectivo del Banco de la República es un edificio gris con cámaras de vigilancia, barricadas, rejas, puertas, talanqueras, esclusas, controles, contraseñas, un espejo de agua para reaprovechar aguas lluvias y muchos guardias. A simple vista podría confundirse con la embajada americana, que en realidad está treinta cuadras al oriente. Dentro hay una zona de confortables oficinas con obras de arte en las paredes, pero fundamentalmente es una instalación industrial donde fue fabricado el protagonista de esta historia, y donde se almacenó, se procesó y está en medio de un enjambre de billetes, listo para ser puesto en circulación. Viene a buscarlo un carro de valores. En estos vehículos, el conductor no puede abrir la ventanilla y apoyar el brazo, tan solo hay unas pequeñas troneras por las cuales, en caso de emergencia, asomar el caño de un arma. El copiloto y un guardia, así como el conductor, están armados, atentos a cualquier vehículo sospechoso, carro varado, motos, tipos raros. Un camión como estos hace en promedio 50 entregas diarias. Todos los empleados practican polígono cada tres meses y organizan simulacros de robo. La empresa ha tenido que enfrentar intentonas de unos falsos mariachis y hasta a un tipo vestido de cura. No hace mucho, uno de los guardias se batió a bala con falsos trabajadores de Coca-Cola. El camión cruza rigurosos controles de la Central de Efectivo. En este caso, la realidad sí se parece a las películas. No hay mucho movimiento en comparación con los días de quincena o diciembre, mes en que se pagan 150.000 millones de pesos diarios. Una vez recogida la remesa de dinero, que contiene, entre otras denominaciones, 40 millones de pesos en billetes como el nuestro, el camión regresa a la sede de esta multinacional que está en Colombia desde el 86. Es un edificio inexpugnable, dentro tiene un gran parqueadero que alberga 24 camiones y espacio para muchos más. Las bolsas de dinero, que pesan entre 13 y 15 kilos cada una, se entregan en Zona de Dinero, donde se clasifica según su procedencia, se guarda y se despacha para diferentes cadenas de comida rápida, supermercados, casas de apuestas y sucursales de bancos. Los billetes entran y salen de la Zona de Dinero a través de un buzón. Los humanos, en cambio, deben atravesar cuatro puertas. Todo tiene que proceder acorde con el protocolo. Es necesario ponerse un enterizo blanco sin bolsillos para estar dentro. El sitio tiene tres bóvedas. En una de ellas descansa, en compañía de sus congéneres, nuestro billete.

Tres

Nueve y doce minutos de la mañana. El billete ahora viaja, aún empacado en bolsas plásticas, hasta el supermercado Carulla de la 85 con 15. El conductor se estaciona en una bahía sobre la carrera. Del vehículo bajan el copiloto y el tripulante, quien desenfunda un Indumil Llama calibre 38 de caño largo, abre la puerta trasera y se interna en el depósito, pone el dinero correspondiente a la entrega en un compartimiento que se puede abrir desde afuera y baja, para luego abrir el compartimento, sacar las bolsas y meterlas en una tula que lleva terciada. Mientras tanto, su compañero cubre la maniobra armado con una escopeta de las que llaman guacharaca o changón —deformación de la palabra inglesa shotgun—, y lo sigue al interior del supermercado. Van al fondo por uno de los pabellones de productos, abren una puerta trasera y llegan a un vestíbulo donde hay guacales de verdura, arrumes de papel higiénico, cajas y personal que circula de un lado al otro. Suben unas escaleras metálicas hasta el segundo piso y se encuentran con un comedor-cafetería. El del changón se queda ahí mientras el otro toma un pasillo y se dirige hacia una puerta que solo puede abrirse desde adentro. Ingresa a la Tesorería, donde deposita el contenido de la tula en una caja fuerte, pacas de billetes de 1.000, de 2.000 y de 5.000, así como cajas de monedas.

Diecisiete millones de pesos en billetes de mil pesan lo mismo que un ladrillo y son del mismo tamaño que un VHS viejo. La tesorera desgaja unos fajos que se reparten en las cajas registradoras. En la caja 3 está Patricia Rodríguez, quien atribuye sus ojos azules a la herencia paterna, en agosto fue a volar cometas en el parque Simón Bolívar. Ahí está nuestro billete, como un caballo en el partidor o un cohete en la plataforma de lanzamiento. Valentina Peláez viene del médico, es bonita, trabaja en la 39 con Caracas. Compró toallas Nosotras, crema Aquafresh, Speed Stick, pañuelos Familia y crema Johnson‘s por 36.370 pesos. Paga con dos de veinte, entre las vueltas que le da Patricia va el billete. Treinta y siete segundos más tarde, Valentina se detiene en un puesto de dulces y compra unos Trident Splash de 2.500 pesos, con tres billetes de 1.000, recibe las vueltas de doña Mercedes Parra y se pierde. Doña Mercedes trabaja en la misma esquina desde hace más de 20 años. El billete permanece 32 minutos en un cajón del carrito de dulces, donde ella aún no junta mucho de los 50.000 pesos que se gana cada día.

Cecilia Gamboa vende flores en el subsuelo, entre los garajes y la ventanilla para pagos del parqueadero. Tiene 41 años y esta floristería hace tres años. Necesitaba vueltas para una compra, la primera del día. Por eso subió al puesto de dulces de doña Mercedes y le pidió el favor de que le cambiara un billete de 20.000. El billete en cuestión se queda durante una hora y veinticinco minutos en la registradora, hasta que llaman a Cecilia para un domicilio. Saca un paquete que ya estaba listo, abre la caja y toma los billetes que hay dentro, entre ellos el nuestro, y los mete en su billetera. En la calle 85 con 17 toma el taxi que la lleva hasta la 92 con octava, la espera hasta que ella entrega el paquete y la lleva de regreso hasta el lugar donde la recogió. A Cecilia la carrera le cuesta 5.000 pesos, 1.000 de los cuales están representados por nuestro billete. El taxista que lo toma se llama Jorge Iván Barrera, tiene los dientes amarillos y un humor macabro, es un gran lector de Kafka, Nietzsche y Fernando Vallejo. No le gusta como escriben las mujeres, con excepción de Simone de Beauvoir. Conduce como los agentes de la KGB en las películas. Recoge a Mauricio Campo Vásquez, profesor universitario especialista en desarrollo de Recursos Humanos. Es canoso, se peina de lado y tiene gafas que le agrandan los ojos. Hace poco estuvo en Cuba. Tiene un hermano que es ciego desde los 16 años. Se baja en la 74 con séptima, paga la mínima con un billete de 5.000 y Jorge Iván le entrega nuestro billete entre las vueltas. Mauricio se encuentra con un amigo y van al Juan Valdez de la novena. Piden un jugo de naranja y un tinto, paga Mauricio con el billete nuestro. En la caja, sonriente, atenta, lo atiende Paula, que tiene 18 años, es muy blanca, tiene un perro que se llama Negro y su color favorito es el azul. Lloró como una Magdalena en Titanic, esa película rosa. A la caja se acerca Edwin Gutiérrez, de corte chuler a la moda y tenis, compra un granizado de café en leche y recibe el billete. Lo guarda en su billetera, prende un Belmont y lee unas fotocopias sobre el desarrollo del artículo 13 de la Constitución colombiana, para una clase que tiene a las dos y cuarenta en la Universidad Santo Tomás, que está a media cuadra. A las dos y diez de la tarde, Edwin cruza la calle y le compra unos chiclets Adams a Blanca Lilia Rojas, quien es de Landázuri, Santander. En lo que va del día, Blanca Lilia ha ingerido una aromática, un café con leche, una arepa y un yogur dietético. En mayo próximo va a cumplir siete años de tener este puesto de dulces. La mayoría de sus clientes le dice Blanquita y a algunos les lleva crédito en un cuaderno. Es casada y tiene tres hijas. Marcela Castro Martínez, que estudia Derecho en la Santo-To, pero no conoce a Edwin, le compra a Blanca Lilia unas Glacitas de 500 con un billete de 2.000 pesos. Recibe una moneda y nuestro billete, el cual invierte en un colectivo Modelia-Fontibón para ir adonde su novio. El conductor se llama José Ricardo Echeverry, maneja bus hace 17 años y aprendió en un Renault 4. Luego se sube Andrea Joya y recibe el billete entre las vueltas. Andrea trabaja hace dos años y medio en el Bancolombia de Fontibón. Su pelo es negro y muy liso. Aún tiene, a los 26 años, tres dientes de leche. A las tres y treinta y cinco de la tarde se baja, llega a una calle llena de comercio y entra a Melody Accesorios, donde compra unos topitos plásticos de 1.500 pesos. Le recibe el billete Estefanía Alcázar, de 18 años, que en el colegio repitió noveno y se graduó de bachillerato en 2006. Durante 25 minutos debe esperar nuestro billete en la caja, hasta que Cindy Cruz, de 19 años, que está perdidamente enamorada del actor Rafael Novoa y estudia en el Instituto Humbolt, compra una pulsera y unos aretes por 4.000 pesos. Recibe el billete y con él compra unos Trident en la panadería La Estación. Llega a manos de Alfonso Beltrán, que tiene la edad de Jesucristo, antes trabajaba en Coca-cola entregando mercancía. Uno de los comensales se acerca a la caja y le paga un perico y un pan. Con el cambio, Alfonso le entrega el billete de 1.000 a don José López, de 77 años, mejor conocido como Pepe López, ex banderillero. Cuatro décadas y media poniendo banderillas hasta su retiro el 14 de agosto de 1989. Compartió plaza con Paco Camino y con Palomo Linares. Estaba ahí, en Sogamoso, el día que su tocayo Pepe Cáceres recibió la cornada que lo habría de matar. Él no ayudó a cargarlo porque era de la cuadrilla de otro torero: José Antonio Galán. Don Pepe va para su casa, que está muy cerca. Ha decidido, en vista de que el billete es realmente nuevo, que lo va a guardar para siempre. Don Pepe tiene catorce nietos y un biznieto. Está casado desde hace 56 años con Ruth Lesmes, quien ha pintado todos los cuadros de la casa. "Ese es un billete especial", le dice don Pepe. "Yo no le veo nada raro", responde ella, mirándolo a la luz mortecina del ocaso, poniendo mucho cuidado en el grabado del artista antioqueño José Antonio Suárez inspirado en una fotografía que le fue tomada al caudillo en el Hotel Nutibara de Medellín. "Es un billete nuevo", le aclara don Pepe. "¿Y no vale más?", pregunta doña Ruth. "No", le responde su esposo. "En esa época, cuando murió Gaitán, con esta plata uno podía comprar un lote y mandar a construir una casa como esta", dice Ruth. El día del Bogotazo, Pepe tenía 18 años, estaba en una panadería, le faltaban dos años para conocerla y aún no recibía su primera cornada.

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