Home

/

Historias

/

Artículo

10 de abril de 2006

El pueblo más cervecero de Colombia

Está en Boyacá y se llama Samacá. Anualmente, en promedio, cada uno de sus habitantes se toma 150 litros de cerveza y allí se despachan 15 mil botellas diarias. El escritor Antonio García fue a ver cómo es y qué pasa en un pueblo de respetables tradiciones y gargantas.

Por: Antonio Garcìa
| Foto: Antonio Garcìa

Jueves al mediodía. El pedestal del parque está vacío. Tiene una placa consagrada al general Santander, pero ni él ni nadie lo honran con su presencia. ¿Se habrá largado la efigie mientras el pueblo dormía?
Por ahora no hay respuestas, pero valga aclarar que en Samacá las estatuas son inquietas. Hace siete años, el ángel que estaba parado sobre el techo de la iglesia perdió el equilibrio, se vino abajo y se hizo añicos contra las escaleras. Quizá porque se trataba literalmente de un salto del ángel, no hubo muertos. Al ángel de reemplazo lo empalaron en el pendolón frontal del techo, pues uno nunca sabe si los hacen clavadistas (peligroso defecto de fábrica).
Ese día no hubo muertos pero hoy sí. Después de almuerzo será el entierro de don Luis Alberto Caicedo, técnico en reparación de aparatos eléctricos a quien encontraron anteayer brutalmente degollado y con 37 puñaladas. Era el relojero más viejo del pueblo, dueño de una fulgurante creatividad para los nombres femeninos, como lo prueban sus hijas Yinangly, Dorislú, Omaida y Danelly. Tenía un altoparlante por el que hacía anuncios a la comunidad: "Se ruega su amable atención. Se ha perdido un lazo que en uno de sus extremos tiene un marrano amarrado, se ruega a quien lo haya visto..." . Poseía su estilacho el difunto. Quizá por ello Samacá está un poco sombrío, un tanto triste.
Bueno, a los del combo de la playa es muy difícil dañarles el día. Todo pueblo tiene su combo de la playa. Se trata del grupo de amigos que nunca se echaron a perder del todo pero tampoco se arreglaron, no se fueron del pueblo, ya frisan los cuarenta pero se siguen comportando como muchachos, viven en la suave molicie de quien trabaja apenas para comer y parrandear. Ahora rellenan una zanja donde hay que poner un tramo de tubería, pero ellos van a su ritmo: no tienen inconveniente para dejarlo todo e improvisar un happy hour en el Almacén Castro, con ameno relato de travesuras propias y ajenas. Dicen que sí, que en Samacá jartan como un berriondo, que además de cerveza también aguardiente Líder y guarapéitorade (risas).
También cuentan de los eventos samaquenses. El primero de ellos es el Concurso Nacional de Tractomulas, que se celebra el 20 de julio y este año llegará a la edición número quince. Fue el primer concurso en su género, pues el de Tocancipá es de velocidad mientras este es de pericia. Cada conductor debe arrancar del hospital que está a tres cuadras, llegar al parque y darle la vuelta en el menor tiempo posible. Todo el circuito se hace en reversa. Gana el que menos errores haya cometido. El triunfador se lleva doce millones de pesos. Así como nuestro boxeo tiene su Pambelé, el fútbol su Pibe y el béisbol su Rentería, el Concurso de Tractomulas tiene su Chiris. En 2002, el mismo día del evento, Raúl Sierra, alias Chiris, venía de Barranquilla hacia Bogotá, donde debía descargar antes de irse al pueblo. Se hizo inscribir por teléfono. Cuando el concurso ya estaba a punto de comenzar, el Chiris apenas salía de Corabastos. Vino casi matándose y llegó a la carrera cuando estaba por arribar el último concursante, el número 34. Ya estaban definidos los tres primeros puestos. Por reglamento tenían que dejarlo participar. El Chiris no solo ganó sino que además fijó el imbatible récord de dos minutos con cuarenta y siete segundos. No en vano al Chiris le dicen el "Chumi boyaco". Valga aclarar que a la sazón no hacían pruebas de alcoholemia.
El 20 de diciembre, durante las fiestas de Nuestra Señora del Rosario, tiene lugar la Carrera del Borracho. Los participantes se despachan trece cervezas en el lapso de una vuelta al parque. Cuenta la rapidez de piernas, la velocidad de ingestión y la capacidad de correr con una docena de birras en la panza. En esta modalidad la competencia es más reñida, nadie hasta el momento ha hecho una hazaña comparable a la del Chiris.
A las tres de la tarde pasa el cortejo fúnebre. Menos mal entre los de la playa no se cuenta el sepulturero.

Carranga sessions
En un universo paralelo, Samacá es la segunda o tercera ciudad del país, la mayoría de la población habla inglés, buena parte de la moda se impone desde allí, hay bares y restaurantes de sushi, hoteles lujosos y automóviles importados. Por supuesto, hay más emisoras que la modesta Ondas del Porvenir y no faltan los cosmopolitas arreglos lounge aplicados a la carranguera (¿chill carranga? ¿carranbeat? ¿carranga sessions?). Para entenderlo, es necesario remitirnos a la historia de la Ferrería de Samacá y a su principal promotor, José Eusebio Otálora, presidente de Boyacá entre 1877 y 1884, hombre soñador pero bastante iluso. Otálora pensaba, no sin razón, que el extraordinario desarrollo alcanzado por países como Inglaterra y Estados Unidos había tenido su origen en la posesión y beneficio de abundantes minas de carbón y hierro. Samacá, rico en yacimientos de ambos minerales, fue promovido por Otálora para la construcción de una ferrería.
El proyecto dio inicio con la sociedad formada entre los socios Charles Otto Brown, Levi York y el gobierno del Estado Soberano de Boyacá.
Para edificar un gran horno, un hospedaje, oficinas, edificios para la maquinaria y hornos para calcinar minerales, el gobierno se comprometió a prestar a la compañía una gran suma de dinero. En febrero de 1879, los señores Brown y York presentaron una serie de peticiones al Secretario de Estado de Boyacá sobre "asuntos de interés para la compañía constructora de obra de hierro". Querían un terreno de cinco hectáreas para construir el taller de máquinas. Además construirían allí una población. Las casas serían de ladrillo al estilo norteamericano para establecer a las familias de los obreros y los técnicos estadounidenses. Ya vivían en Samacá unos diecisiete, esperaban trece más y en un año treinta, de suerte que fácilmente se podrían reunir unas doscientos personas.
En 1879 aún la ferrería no había echado a andar. El señor Levi York, consciente del futuro naufragio, se fugó en compañía de nueve obreros. Brown quedó frente del proyecto. Para ese entonces ya había casi cuatrocientos empleados, casi todos extranjeros, pero la mayoría del tiempo las obras estaban paradas por miles de inconvenientes.
En 1881, Brown sigue los pasos de su socio. Viaja a Estados Unidos sin avisar al gobierno de Boyacá. En su marcha se lleva consigo planos importantes de la ferrería y queda a la cabeza un tercero.
Entre todos los problemas que afrontaba la Ferrería de Samacá está la inestabilidad del terreno. Los edificios cada día se agrietaban y hundían más. Era necesario construir muros de contención. Con todo, la ferrería era una de las únicas cuatro fábricas con que contaba el país. El 23 de noviembre de 1887 se firmó la escritura por la cual se establecía una sociedad anónima para fundar, en el lugar de la antigua ferrería, la Fábrica de Hilados y Textiles de Samacá. La primera textilera que existió en el país. Los ingenieros de la época decidieron construir unos desagües que iban a dar al río. Cuando este se creció y superó el nivel de los desagües, la fábrica se inundó. Los dueños se desesperaron y vendieron la mayoría de las máquinas por peso de chatarra. Las compraron los dueños de Coltejer. Ahora Coltejer y Fabricato son emporios textiles y Medellín es el epicentro de la moda, mientras la fábrica de Hilados y Textiles de Samacá funciona con poco más de doscientos obreros, hace paños para billares, hamacas, telas de colchón y driles en un polvoriento e inmenso edificio rosado mataguayabos. Algunos galpones siguen vacíos. Alrededor de los pedazos de maquinaria abandonada en los alrededores pastan impasibles las ovejas, campea el óxido, anidan las ratas. En una de las lomas cercanas, dos monumentales buitrones de la antigua ferrería se alzan disparejos, escorados, cercados de maleza y hundidos en el fango. El hierro es cosa del pasado. El carbón se explota principalmente de manera artesanal. Los sulfuros que contiene se esparcen en el aire dejando un tenue olor a huevo podrido.
Y Samacá, ajena a sus sueños de grandeza, es hoy el pueblo más cervecero de Colombia. Honor amargo para muchos de sus habitantes, disputado y en ocasiones perdido con Toca, población del otro hemisferio departamental, al oriente de Tunja. Semejante récord no los enorgullece, aunque tampoco es ninguna ganancia estar de segundos, pero los samaquenses no lo niegan: ante la pregunta directa acerca del consumo de cerveza, lo confirmaron el alcalde y el cura, el tendero y el ingeniero, la periodista y la doctora, el bebedor y el abstemio.
En una encuesta on line que hizo el Portal de Boyacá, sobre cuál era el pueblo más bonito del departamento, ganó Villa de Leyva, seguido de Iza y Monguí. Samacá ni siquiera aparece en la lista; figura en el abstracto porcentaje de Otros pueblos (28%). Para el ojo minimalista, Samacá podría tener sus bellos fragmentos: alguna pared encalada sobre la que se derrite lentamente una teja, el granero con mostrador centenario y propaganda de bebidas que ya no existen, o una herrumbrosa bicicleta recostada en el zócalo de un caserón colonial. Pero si se mira el cuadro completo, Samacá está sumergido en una modernidad sin lustre. Sus calles están cubiertas de adoquines prefabricados modelo 1992, reventados aquí y allá por el desgaste y el tráfico; hay muros desdentados, chisguetes de cemento sin resanar, mechones de fierro torcidos por la intemperie de un techo inconcluso. En muchos tramos Samacá guarda una fiel semejanza con algunas calles del barrio Galán repletas de talleres, fuentes de soda y perros callejeros.

Lluvia de polas
Domingo, siete y media de la mañana. Un rocío de páramo nos muerde los huesos. El combo de la playa está en una esquina, con las manos en los bolsillos, "tocó parar porque va a llover", explican. Preguntan si ya fuimos a las guaraperías, "allá sí que está lleno de gente comiendo habas, tomando guarapo y cagándose", y se ríen, y el que hablaba dice que en serio, que el otro día uno que estaba ahí se cagó y siguió bebiendo. Nos invitan a un partido de fútbol que van a jugar a las tres de la tarde, se quedan muy campantes, en mitad de la calle, mamando gallo con las manos en los bolsillos. La lluvia, como una fatalidad, se desgaja sobre el pueblo. Las calles aún no están llenas, pero hay suficientes personas para alinearse y llenar los aleros alrededor de la plaza de mercado. Hay gente bebiendo cerveza pero muchos más están atemperando el espíritu con una copita de Líder. El Líder es sabroso porque no es perfumado, su regusto es breve y levemente dulzón. Tres lamparazos bastan para crear una coraza contra el frío y la lluvia, una protección de superhéroe que hace eco en los nombres de cooperativas boyacenses: Autoboy, Infiboy o Comfaboy. El guarapo, en cambio, sabe a jugo de piña viejo pero cuesta doscientos pesos la totumada y es suficiente, por sí solo, para dejarlo a uno prendido. Una borrachera de guarapo cuesta mil pesos, cien menos que una sola cerveza. El camión de Bavaria pasa frente a la iglesia y se detiene en el Almacén Castro. Un conductor y dos ayudantes descargan guacales llenos y se llevan los vacíos. En Bavaria afirman que no pueden revelar cifras ni estadísticas más allá del promedio de 150 litros de consumo anual per cápita. Con ellos llega una posibilidad de afinar los cálculos. Los del camión reponen diariamente, sin falta, un promedio de quinientos guacales. A razón de treinta botellas por cada guacal, estamos hablando de quince mil botellas diarias. 5‘475.000 botellas anuales, 1‘642.500 litros, suficientes para reemplazar con cerveza la lluvia que empapa las calles y encharca la zanja donde "trabajan" los del combo de la playa.
La Casa de la Cultura de Samacá está frente a la zanja. Tiene dos pisos, seis puertas, tres balcones y cinco ventanas. Decidimos guarecernos en ella. Más que para otra cosa, la Casa de la Cultura sirve de depósito para materiales de construcción. Ahí, en medio de bultos de cemento, adoquines de concreto y pilas de grava, hay un cañón que se usó en la Batalla de Boyacá. Además, tirada como un trasto viejo, está la estatua remisa del pedestal: el general Rojas Pinilla de la cintura para arriba. Es dorado, esbelto, lleva su banda presidencial y los brazos un poco tensos, sonríe como si estuviera borracho.