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10 de diciembre de 2003

El regalo

Por: Julio Paredes

Nora se cruzaba con Ruth una o dos veces al día. Por lo general, se encontraban en el ascensor, de bajada al primer piso, o, al final de la tarde, en el vestíbulo de la entrada. Ruth vivía en el apartamento exactamente encima del suyo y en cada encuentro saludaba a Nora con una efusividad idéntica, como si llevara mucho tiempo sin verla. Aunque ese entusiasmo cariñoso aún la intimidaba, Nora se dejaba agarrar inmediatamente del brazo sin oponer resistencia y le mostraba a Ruth una sonrisa; un gesto con el que buscaba corresponder a ese afecto espontáneo y desconcertante.
En más de una oportunidad llegó a creer que Ruth (a quien le calculó unos sesenta y cinco años) la confundía con una hija ausente. En todo caso, no podía negar que le gustaba el ‘querida‘ que acompañaba todos sus saludos, un término que no le había escuchado usar a nadie antes, y desde hacía un par de meses aceptaba subir a su apartamento el viernes o el sábado en la tarde, para tomar algo y conversar un rato.
Por una combinación de timidez, aburrimiento y una especie de torpeza social, Nora limitaba el contacto con sus otros vecinos a los saludos de rigor y a las irremediables, aunque tétricas, reuniones semestrales de propietarios. Llevaba un año largo en el edificio y pronto entendió que Ruth se había convertido en la excepción a la que decidió acercarse, pues parecía la única que no intentaba ofrecer soluciones a los problemas domésticos con la velada mezquindad de los otros.
Antes de conocer a Ruth, recién al principio y por una simple coincidencia de edad, Nora intentó acercarse a la vecina del apartamento de enfrente; una mujercita de pasos rápidos, siempre cargada de libros, profesora en alguna universidad y con dos hijos jóvenes. En la primera conversación le aseguró a Nora, con el tono y la seriedad de una advertencia, que había publicado o escrito algunos libros de poesía. Sin embargo, demostró ser una criatura de una arrogancia y una estrechez superiores a las de cualquiera de los que se presentaban en el salón de reuniones y, sin mucha dificultad, Nora identificó que a la otra apenas si le interesaba su presencia.
-No debe de ser una poetisa muy iluminada -había comentado Ruth después de la asamblea de fin de año.
Se trataba de un comentario serio, sin maledicencia, resultado de la sorpresa desagradable que les dejó la discusión, liderada por la escritora, sobre si la mujer que limpiaba las escaleras, el ascensor y los pisos en realidad se merecía dos o tres pesos más de prima navideña.
Era sábado y se encontraban en el apartamento de Ruth. Nora había asentido a la frase con una ligera inclinación de cabeza y, mientras le echaba otro sorbo a la copita de vino tinto que le acababa de servir Ruth, estuvo a punto de agregar que tal vez la antipatía de la mujer se la alimentaba el hecho de no ser famosa, pero Ruth zanjó el desafortunado tema de conversación y le volvió a preguntar a Nora si al fin podía venir a su casa el jueves para la cena de Navidad.
-No he hablado aún con mi hermano -mintió Nora.
No entendía muy bien por qué dilataba la respuesta. Su hermano ya le había confirmado que no estaría por esos días en Bogotá y, por lo tanto, Nora no tenía ningún compromiso y esa noche, al igual que su vecina, estaría sola. Quizás lo que la detenía era la impaciencia con la que Ruth trataba de persuadirla; repitiéndole ahora la misma pregunta cada vez que se encontraban, desde la tarde que se le ocurrió la idea, una semana atrás.
-Mañana te confirmo -aseguró Nora.
A pesar de ser una mujer a la que pocas veces le había visto perder el buen ánimo, Nora observó que, al oír sus palabras, a Ruth se le oscurecía de nuevo el gesto y trataba de asimilar la respuesta como otro golpe que pudiera tumbarla de la silla. Nora comprendió que ella, sin proponérselo, se había convertido en un personaje esencial en las perspectivas sentimentales de Ruth y que en la urgencia de la mujer se ocultaba la probabilidad final de cultivar un cariño en un mundo donde, según lo que había comprobado hasta esa tarde, no había nadie más cerca.
No fue una sorpresa, entonces, que a su respuesta afirmativa Ruth reaccionara con un abrazo, un fuerte temblor en las manos y unos ojos que le brillaban por el llanto contenido.
-Ay, querida, gracias -alcanzó a articular Ruth frente a la puerta de su apartamento, después de soltar a Nora.
Acordaron, cuando conversaron más tarde por teléfono, preparar entre las dos un pavo al horno. Nora llevaría como regalo una botella de champaña y una baguette.
Cuando llegó el jueves, Nora identificó al levantarse de la cama que se movía con un sobresalto desvanecido años atrás. En la oficina, trató de recordar desde cuándo no la acompañaba esa especie de expectativa y de regreso al apartamento, a mediodía, se volvió a emocionar con la idea insólita, presente en su vida solo hasta los comienzos de la juventud, que esa noche sucedería un milagro.
Ruth no se mostró menos ilusionada. Cuando Nora subió para empezar a preparar el relleno, encontró que se había mandado arreglar el pelo y Ruth le confesó que desde la muerte de su marido, acaecida hacía seis años, hasta esa tarde el agite sentimental y comercial de la Navidad le daba lo mismo. Soportaba la bulla de los otros sin envidia ni lástima y no se engañaba con ese fraude iluso y generalizado de que el mundo iba a mejorar sólo por jurar unos cuantos buenos propósitos.
-Si hubiera tenido hijos y, claro, nietos saldría con otras frases -agregó Ruth en tono de broma, mientras terminaba de coser el pavo con una aguja larga y curva.
Nora no supo qué contestar y se limitó a seguir los dedos de Ruth dando las últimas puntadas. Siguió un silencio y entonces Nora creyó ver que Ruth no solo cerraba los dos nudos finales en el pellejo con destreza, sino también con cierta impaciencia o rabia, como si esos pases que imitaban una cirugía le despertaran al mismo tiempo una herida vieja, imborrable como el trazo con el que habían abierto el pavo.
-Pero esta noche tenemos también aquí una fiesta -comentó Ruth, respondiendo sin duda al volumen de la música y las voces que les llegaban de algún apartamento vecino. Entonces, después de ajustar la temperatura del horno, le propuso a Nora que se tomaran un whisky.
-¿Por qué no? -dijo esta, abriendo los brazos.
Siguieron a la sala e hicieron un brindis por esa primera noche de Navidad que pasarían juntas. En el gesto de Ruth pareció desvanecerse el rastro de pensamientos funestos o dolorosos.
Un rato más tarde, de regreso a su apartamento, después de una ducha corta y acomodándose el vestido frente al espejo del vestier, Nora vislumbró que ella, con su presencia, era el único regalo que Ruth recibiría esa noche. La idea la hizo sonreír pero también la asustó. Se preguntó si contaría con la suficiente fuerza de ánimo para corresponder al entusiasmo de Ruth y se le pasó por la cabeza que lo mejor sería echarse en la cama y dormir. No quiso pensar en lo que vendría después de esta noche e intentó comunicarse con su hermano al número que le había dictado. Sin embargo, después de cuatro o cinco intentos, en los que al otro lado la línea sonaba de inmediato ocupada, desistió y volvió a salir.
Atribuyó las palpitaciones exageradas con las que subió las escaleras a los efectos aún vivos del whisky y no se sorprendió encontrar a Ruth también inquieta, moviéndose insegura de la sala a la cocina, la mano derecha levantada ligeramente hacia adelante, como si de pronto hubiera perdido tino en la visión de los objetos. No sería raro, pensó Nora, que la alegría, la edad y la falta de costumbre hubieran disparado el efecto del alcohol y la tuvieran ya un poco achispada. Idea que corroboró cuando, al terminar de poner los platos, la ensalada y el pan en la mesa, Ruth le preguntó si sabía cómo abrir una botella de champaña, buscando de inmediato otro par de copas.
Ruth comió poco, pero estuvieron de acuerdo en que el pavo resultó delicioso. Brindaron de nuevo e intercambiaron elogios sobre sus respectivos vestidos.
-Es el que llevo a todas las fiestas -dijo Nora con una sonrisita y no supo si empezaba a arrastrar las palabras.
-Este lo tejí en una sola aguja, en lamé -reveló Ruth, por su parte, alargando un brazo.
-Precioso -comentó Nora y por primera vez se le ocurrió que Ruth había sido una mujer muy linda; mucho más hermosa de lo que pudo haber sido ella. Tal vez también más dulce, pensó, y se avergonzó de no saber nada de las horas que Ruth pasaba aquí adentro. Nunca la había visto como una mujer infeliz, no más que la poetisa, pero ¿qué sabía ella?
-Era el preferido de Diego -sentenció de pronto Ruth y miró hacia la mesita a la entrada de la sala, donde había un grupo de portarretratos alineados por orden de tamaño. Quiso darle un nuevo sorbo a la copa pero no pudo. Observó el líquido, parpadeó un rato con lentitud y giró de nuevo los ojos hacia las imágenes. Se puso pálida y Nora descubrió que se aferraba con una mano al borde de la mesa; un ligero temblor en la cabeza y los labios, como si se esforzara por decir algo que aún no sabía cómo articular. La línea de labial que se había puesto desaparecía también lentamente.
Entonces, aún bajo el efecto de una especie de conmoción repentina, Ruth empezó a hablar sin mucha voz y las primeras palabras se perdieron bajo el runrún festivo que venía de afuera. Nora se esforzó por escuchar algo entre el murmullo incoherente y comprendió poco a poco que Ruth mencionaba de nuevo al hombre, a Diego.
-.y durante los últimos meses de su vida tuvo que tomar unas pastillas terribles, amargas, que le ocasionaban pesadillas y alucinaciones. -la reminiscencia la hizo sonreír y agregó, mirando a Nora- ...Se suponía que las tomaba para combatir ese mal, ese desvarío, pero ya ves...
Nora sonrió con ella. Le sostuvo la mirada, atenta al movimiento de los ojos claros bajo unos párpados aún tersos, pero no supo si Ruth estaba o no contenta de confiarle ese recuerdo; una anécdota que, ahora sospechaba, era tal vez su tesoro sentimental más preciado, a resguardo durante años hasta esta noche, como si Ruth desenvolviera ante sus ojos su personal sorpresa navideña.
-En la última cena de Navidad que tuvimos, aquí en esta misma mesa, en esta silla donde estoy, Diego vio cómo lo atacaban y lo despedazaban los tigres.
Ruth quiso decir algo más, quizás buscaba algún detalle adicional que sirviera para iluminar ese brevísimo relato fantástico donde, según imaginaba ahora Nora, se sintetizaba su última vida. En lugar de hablar, Ruth cerró los ojos e inclinó la cabeza, y Nora volvió a sospechar que los inesperados tragos la doblegaban. Decidió que le ayudaría a recoger la cocina antes de bajar al apartamento, pero cuando Ruth soltó la mano de la mesa y dejó caer el brazo en el aire como si llevara plomo en los dedos, Nora entendió que algo andaba mal.
-En el sofá estaré bien -susurró Ruth, mientras Nora la ayudaba a sostenerse. Tenía las manos heladas y Nora vio una liniecita de sudor sobre el labio superior.
Cuando fue a buscar una almohada y una cobija, recordó que en el edificio había un médico; un pediatra, pero supuso que serviría igual en una emergencia. Sin embargo, cuando le insinuó si llamaba a alguien, Ruth pudo levantar la voz y aseguró que no era nada.
-¿Quieres tomar algo caliente, un té? -preguntó Nora mientras terminaba de arroparla. Ruth no contestó. Nora le pasó la mano un par de veces sobre la frente también fría y apagó la luz de la sala.
Pasó a la cocina y se sentó en una de las bancas al lado de una especie de barra auxiliar. De afuera llegaba una canción que siempre le había gustado. Siguió el ritmo hasta que terminó y se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Oyó ruidos de pólvora y después de algunos minutos se preguntó si debería bajar y darle aviso al celador, si llamar al médico o buscar el número de una ambulancia.
Para tranquilizarse, o tal vez para no arruinarle la fiesta a ninguno, intentó convencerse otra vez de que se trataba de un desmayo común para la edad de Ruth y empezó a arreglar la cocina.
Cuando terminó buscó la chaqueta con la que subió. Buscó entre la penumbra de la sala, sin acercarse al bulto totalmente silencioso que formaba el cuerpo de Ruth, y pasó a los cuartos de adentro. La encontró sobre la cama de Ruth, al lado de una bolsita de regalo que traía una tarjeta con su nombre. Suspiró con fuerza y se sentó en la cama. En la mesita de noche, vio la fotografía de un hombre que sonreía hacia la cámara; llevaba una camisa de manga corta y sostenía entre las manos un sombrero. A un lado del portarretrato había tres frasquitos con algunas pastillas y entonces recordó lo que le alcanzó a revelar Ruth de su vida más íntima y tuvo la certeza de que el coctel fatal que la desplomó fue haber hecho de nuevo una cita con ese amor estacionado en la oscuridad y sin retorno.

La celda sumergida
Julio Paredes
Alfaguara
La realidad como amenaza toma forma en La celda sumergida (Alfaguara), novela de este cuentista bogotano dueño de un título que despertó la envidia de más de un escritor (Guía para extraviados, Norma, 1997). Un arquitecto trata de librarse de una pena de amor que arrastra entre Nueva York y Bogotá y termina asistiendo al peor de los derrumbes, el de su propia vida. Narrada en forma de monólogo con la primera obra de largo aliento de Julio Paredes (1957) se le puede aplicar la misma fórmula descriptiva que mereció su anterior libro de cuentos, Asuntos familiares (2000): profundo e impecable.

JAVIER CUÉLLAR
Dilatación
1.62 x 1.98 cm
óleo, acrílico, cera,
poliuretano sobre lino