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7 de septiembre de 2006

Ella fue mi mejor amigo

Nunca me volví a vestir con prendas que no tuvieran su visto bueno ni a pedir en un restaurante el plato de fondo sin su consentimiento.

Por: Alberto Casas Santamaría
| Foto: Alberto Casas Santamaría

No creo que haya transcurrido un solo día, desde que murió mi mejor amigo, en el cual no recuerde su poderosa influencia sobre todos mis actos o mi sentimiento formidable hacia ella. Costó bastante trabajo conquistarla. Después de haber sufrido uno que otro chasco y de una perseverancia que no había logrado, ni antes ni después, observar con tanto rigor, conseguí que se fijara en mí o, como se decía entonces, "me pusiera bolas". Una rosa, cuidadosamente seleccionada por una de mis amantísimas hermanas y cómplice insuperable, enviada todos los días a la misma hora por un período de quince días, produjo los frutos esperados.

Se convirtió, a partir de ese momento, en mi mejor amigo. Al mes, le propuse matrimonio y en seis meses nos casamos.

Era bella, atrevida, deportista, creativa, moderna y fotógrafa. Le fascinaban los objetos, las antigüedades, el arte moderno y los combinaba con exquisitez envidiable. Coleccionaba cajas pequeñas de plata, tinteros y jarras de puter. Le atraían los idiomas y le encantaba viajar. García Márquez dijo que Ellen miraba la vida con unos ojos hermosos, que sin duda tenían algo que ver con el misterio de su arte.

Consideraba que yo era de un godo subido y poco a poco me fue mejorando. Me quitó la gomina, me sacó el saco de los pantalones de la piyama y la camisa de los calzoncillos. Me enseñó a jugar tenis, a comer unas cosas rarísimas y me hizo feliz. Nunca me volví a vestir con prendas que no tuvieran su visto bueno. Tampoco a pedir en un restaurante el plato de fondo sin su consentimiento. O, mejor aún, terminé por preguntarle qué me apetecía y nunca falló.

Pero lo más conmovedor de todo fue el coraje con el cual afrontó la terrible enfermedad que le sobrevino cuando más vida tenía. Luchó hasta el final y se comportó como si la situación fuera normal dentro de la anormalidad, y más bien se atormentaba con la condición precaria de sus compañeras de padecimiento que no contaban con las facilidades y los apoyos científicos de que ella disponía. De ahí su pretensión de constituir una entidad que se dedicara a apoyar a las mujeres con cáncer y sin recursos económicos.

Jamás sostuvimos una conversación sobre lo que vendría después de su muerte, que sentía cercana; ni de la pena derivada de esa terrible perspectiva. Sin embargo, por un fenómeno que no sé explicar, nos preparó a mis hijas y a mí a enfrentar el golpe. A cómo vivir solo. A aprovechar la vitalidad de los nietos y la amistad de los hijos. Algo muy extraño, pero, por ejemplo, antes de que la atacara el cáncer, señaló qué bienes no deberían venderse nunca y dejar en manos de nuestros descendientes el futuro de los mismos, haciéndoles caer en la cuenta del valor sentimental que pesaba sobre ellos, aparte de su importancia material.

Mantuvo la sonrisa en los labios hasta el punto final y no se despidió porque sabía bien que detesto las despedidas y también sabía que soy un cobarde infinito para ponerle la cara a la tristeza. Querer es el riesgo más alto.