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14 de julio de 2004

Elogio de las mujeres gordas

No a las flacas artificiales y a las delgadeces de quirófano. El poeta nadaísta Eduardo Escobar se aferra con seguridad a las carnes de las mujeres trozas. Naturales. Generosas. Deliciosamente voluptuosas.

Por: Eduardo Escobar

En las famosas estatuillas que los arqueólogos llaman Venus, halladas en los basureros de la prehistoria a todo lo largo del mundo, de glúteos espléndidos, y muslos y hombros llenos, metáforas de la fertilidad, tal vez, talladas en homenaje a una matrona insaciable de las postrimerías del matriarcado; y en las mujeres rollizas de Rubens, pasando por la de Milo, y las madonas del Renacimiento, el ideal femenino está representado por la mujer madura y más opulenta que desgarbada, de amplias, acogedoras pechugas. Los filósofos herederos de la Ilustración, Schopenhauer, y los sicólogos de la modernidad, como Freud, creen reconocer en la preferencia por esa clase de mujeres que hoy tacharían de pasaditas de kilos el instinto de la especie, los intereses de la genética, que nos inducen a buscar, con los cebos de las rosas del amor y la roja lujuria, un útero espacioso y una pelvis confortable y sólida, y depósitos generosos que garanticen la lactancia suficiente de los críos, a través de la recurrencia de los paraísos de orales, que jamás olvidamos por completo, de nuestro ingreso en este mundo. Hecho por lo demás para los demonios mortales del odio y las atracciones de la
carne. Viva. O cocida.

No se trata del elogio de la obesidad. De una enfermedad que sepultó a las últimas aristocracias glotonas de la decadencia del imperio romano en torrentes de grasa, que a veces les impedían, incluso, caminar. Y que vuelve a campear como una amenaza en las grandes capitales del imperio actual, patrocinada por la comida chatarra y la sobreabundancia de recursos. Eso es pasto de otra clase de publicaciones menos alegres. Para especialistas en esta desgracia inesperada de la prosperidad: el sobrepeso. Dietistas. Conductistas. Cirujanos. Profesores de danzas y gimnasias higienizantes y guías espirituales.

Quién sabe cuándo empezaron las mujeres a usar corsés para parecer más delgadas y disimular sus inclinaciones a la glotonería. Y cuándo se puso de moda la cintura de avispa. Quién sabe si la liberación del corsé, de la que se jactan tanto las líderes de la emancipación femenina, es aparente. Ahora el corsé corre por cuenta del hambre. Y las dietas macabras. La de las proteínas. Y los quesos. La de pan y agua que barre lo superfluo para el ideal contemporáneo pero sobrecarga los pacíficos riñones y congestiona el delicado muelle peristáltico del impulsivo intestino grueso.

El siglo veinte dedicó muchos de sus mejores esfuerzos a la negación de la vida. Escenario del retorcimiento de los campos de concentración y campo de dos guerras grotescas que convirtieron la civilización occidental en un camposanto, también resolvió descarnar a las mujeres escurrirlas hasta su mínima expresión ósea. En la década llamada feliz, de los floridos sesenta, la figura de la Twiggy fue profética. La Twiggy fue una modelito rubia tallada en un hueso escueto. Tenía gracia. Es cierto. Aunque recordaba la tragedia turbia de las hambrunas africanas en medio del esplendor del lujo del capitalismo. Y porque contrastaba con las estrellas del celuloide entonces, más cerca de Rubens que de Modigliani, de apéndices generosos y posaderas liberales que exacerbaban el Edipo del insatisfecho orbe cristiano, y agobiaban los taburetes con las dimensiones de sus gracias. Detrás de las sustancias improbables de Twiggy corrieron todos los playboy de la época. Y los cantantes como Frank Sinatra. Sinatra, decían los chismosos de las revistas de farándula, le pegaba a la pobre muchacha unas zurras de mafioso envalentonado, en venganza quizás porque su languidez contradecía en el descendiente de italianos la nostalgia de los pectorales de Sofía Loren que competían con sus labios. De los de Gina Lollobrigida que competían con sus ojos. Y de los de Silvana Mangano.

Lo que parecía ser una moda pasajera, la mujer de caderas estrechas y sin pechos, más parecida a un adolescente descaecido por sus vicios solitarios y las angustias hormonales de la transición, se impuso como una peste. Llenando el mundo de frustraciones, además. Porque las mujeres, no solo las que hacían su entrada triunfal en los fastos de la madurez, sino las adolescentes que apenas empezaban a irradiar, para seguir con la negación aberrante de la carne, expresada de otra manera en la guerra, empezaron a comer con remordimiento. Con una falta de entusiasmo que duele. Y los espejos dejaron de ser espacios para la contemplación narcisista y el arreglo y acabaron convertidos en jueces tormentosos. Donde las mujeres pesan cada mañana las cualidades de sus retaguardias con espanto autocrítico. Para correr por cualquier gramo de más al consultorio del dietista. O para flagelarse con las dietas infames, lechuga y verdolaga y chiros de carne magra que rechazaría un asceta sirio. Y que en efecto les pulen los huesos, pero encimándoles la tristeza y la rabia de la envidiosa represión. Cuando no caen en contradicciones esquizofrénicas. Como esas señoras que se atracan en las cafeterías, con sus amigas del alma y de las tortas, de ponqués rociados con cremas y emperifolladas con caramelo, acompañados, eso sí, a modo de consuelo, de una gaseosa light, helada, odiosa y negra. El terror de engordar oscila entre la bulimia y la anorexia. Entre la repulsión y la compulsión por la comida.

Todo esto no significa que debemos renunciar a las garcitas, a las espigas jóvenes y menos jóvenes que se mantienen en su peso perla, de trapecios ostentosos y mamitas de cabra y con un traserito que no aguanta más de un adjetivo. Pero el esfuerzo de las flacas artificiales pone una nota negativa en su belleza por hermosas que sean. Mientras las delgadas auténticas, fingen una espiritualidad ante la cual el hombre saludable experimenta una ganas inconmensurables de introducir un sagrado desorden y de pervertirlas, y sacarles el ángel de la guarda del cuerpo. Las liposucciones dejan las heridas de la brutalidad en el alma de las mujeres. No pueden ocultar, aunque quieran, que sometieron al infierno del quirófano y a la garra de un cirujano ambicioso sus más evidentes delicias por causa de un prejuicio deleznable contra las líneas curvas y los volúmenes. Ni la gordura, ni la flacura, ni la estatura de la mujer importan, mucho ni poco. Más que para una civilización materialista basada en el peso y la medida. Lo que todos buscamos en una mujer es alegría. Felicidad. Compañerismo. La calma y la voluptuosidad de los gatos de Baudelaire.

En cualquier caso, la mujer troza, como se llamó un tiempo, ofrece una seguridad sicológica que necesitamos. En la hecatombe planetaria que los optimistas nos esforzamos en esperar, más vale abrazar una gordita de salvación que a una tabla. Uno siente que flotará. Y se lo cree. Aunque sea falsa esperanza. Eso tranquiliza.
No es preciso que las mujeres se parezcan a los ganchos de su ropa como quieren los modistos rosa. No carecen de un encanto prometedor aquellas mujeres cuya ropa las deja escapar a pedazos, un pecho arisco, unos muslos suculentos, y cuyas nalgas se alejan prolongando la despedida de un temblor de agradecimiento, o reproche, cuando se van. Con la misma inocencia y con la misma independencia de criterio con que llegaron.

No debemos desdeñar, por los arroyos de ciertas espaldas esbeltas, espinosas, con paletas como alas, el regusto que deja una mujer que retiene el agua justa como una ola. Y recuerda palabras como floreciente, fruto, redondez, salud y mambo. La gorda Margot que cantó Villon.

Eustache Deschamps, precursor de Villon, la hace decir en su canto:
La espalda que bien resalga,
Y parisiense la nalga;
La riñonada montuosa:
Decid si no soy hermosa.