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19 de noviembre de 2010

Elogio del tibio

Es cierto. Un tipo tibio suena como la nata de un café con leche que se fue enfriando mientras uno buscaba las llaves de la casa. Pero a veces ese café, con nata y todo, es superior a cualquier capuchino, machiato o espresso italiano que venden en la calle y que toman una cantidad de seres sin nombre.

Por: Margarita Posada
Ilustración Pilar Berrío | Foto: Margarita Posada

Como de alguna manera uno es lo que hace, intentaré describir primero al tibio con ejemplos concretos. Es un tipo que lo invita a uno a tomarse algo a las seis de la tarde de un jueves y, luego de que uno pidió un martini, dice que quiere un jugo de guanábana en leche. No es chicanero. Le importa cinco la marca de su carro. Es exitosamente mediocre. No es ni guapo ni feo. Ni alto ni bajito. Ni rico ni pobre. Probablemente trabaje en el departamento de sistemas de la oficina y tenga un disco doble de greatest hits de soft rock en su carro y también un disco duro de un computador de los años de upa que le va a arreglar a la tía en el puesto de atrás. Se pone un chaleco de invierno para ir con uno a un bar y no se lo quita ni para bailar. Se pone ese chaleco para ir con uno a cualquier parte, de hecho. Posiblemente se emocione cuando oiga All night long, de Lionel Richie. Digamos que su fuerte no es el humor, ni tiene tampoco opiniones marcadas sobre política. En realidad parece no tener opiniones marcadas sobre nada. Puede confundirse fácilmente con un básico, pero en el fondo tiene su grado de dificultad. Y por eso nos intriga.

A lo mejor duerme con medias y tiene una relación edípica con la mamá (igual, eso casi todos los hombres). Pero a la hora de la verdad uno siempre va a la fija con un tibio. Está siempre firme, pocas veces le asusta el compromiso. Si eso no es suficiente para elogiarlo, les confieso: aunque no sea sine qua non del tibio, curiosamente los dos o tres que han capturado mi atención en la vida han sido polvos extraordinarios. No tengo ni la menor idea de si esto tiene alguna relación, pero yo creería que sí, porque como no se cree un chacho, el tibio está pendiente de lo que uno necesita y ve el sexo de una manera bastante más animal que los excesivamente bonitos, que se aproximan al sexo más desde la estética, que desde la carne misma. Un tibio puede ser un guarrazo total en la cama y alcanzar temperaturas altamente peligrosas.

De golpe nos haga rabiar por tener que ir a dejarle el disco duro a su tía meses después, pero cuando nos entre el histeriqueo femenino es muy factible que él ni siquiera dé la batalla y discuta con uno, sino que sencillamente nos ignore, nos padezca unos minutos y lo deje de ese tamaño. Los tibios son unos grandes domadores de mujeres con carácter. Saben llevarlas muy bien y eso, para una potra zaina como yo, es invaluable. Para todo lo demás existe MasterCard.

El tibio sabe que conseguir una mujer como uno no es cosa de todos los días. Por eso trata siempre de tenernos contentas. Si izara la bandera, se ganaría el puesto del premio al mayor esfuerzo. Se sorprende con todo lo que uno dice y hace, y nos admira. Le va como anillo al dedo la letra de My baby just cares for me, de Nina Simone. Es estable y, sobre todas las cosas, bueno. Tal vez no nos haga sentir mariposas en el estómago mientras se toma su juguito de guanábana en leche, pero tiene un buen corazón y es difícil que nos haga sufrir como esos hombres malos que van por ahí y que nos encantan. En caso de una ruptura, es muy factible que sea uno el que lo deje, y que la siguiente novia no nos genere ni una pizca de celos, aunque extrañemos su tibieza y su dulzura. Los hombres dirán que estoy hablando de un güevón, pero se equivocan. Estoy hablando de un buenazo. El tibio no rompe corazones.

Es cierto. Un tipo tibio suena como la nata de un café con leche que se fue enfriando mientras uno buscaba las llaves de la casa. Pero a veces ese café, con nata y todo, es superior a cualquier capuchino, machiato o espresso italiano que venden en la calle y que toman una cantidad de seres sin nombre. Ese café con nata es el de uno. Aunque no tenga un fino aroma y la taza en la que reposa esté incluso desportillada, nadie se lo rapa, no pasa por manos desconocidas, está ya servido, tiene la justa dosis de azúcar que uno necesita, y nunca nos va a quemar.