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10 de septiembre de 2007

Empleada de servicio por un día

En este oficio una aprende rápido lo que es. Una es sirvienta, no lo dude, lo cual no implica otra cosa que obediencia, sumisión y marginación.

Por: Ernesto McCausland Sojo
| Foto: Ernesto McCausland Sojo

I.
 
Llegará una a ese caserón de medio kilómetro cuadrado y se encontrará con que una es la base de una aplastante jerarquía. Por encima de una estarán:

—La patrona, que ha volcado en esa casa el exquisito gusto que tanto le elogian sus amistades, lo cual, para una, no significa otra cosa que más trabajo.

—La hija adolescente, con quien una habrá firmado un pacto de mutua alcahuetería, pero que aún así se levantará a las once de la mañana, justo cuando una se encuentra en medio del fragor de los oficios varios, y esperará impaciente el desayuno en la mesa principal.

—Y —lo más abrumador de todo— la empleada titular con catorce años de servicio, con sus ínfulas de ama de llaves y que no es más que el sargento patibulario que convertirá la vida de una en una miseria.

Paralelamente a la línea de mando, llegará ocasionalmente la abuela, que le dirá a una cómo se hacían las cosas bien hechas hace cincuenta años, y estará siempre el perro, la mascota salvaje, el mismo que una vez se comió treinta croissants que una empleada dejó mal puestos, ese que en un momento climático de la jornada la mirará a una con ojos endemoniados y soltará un gruñido de bestia, indicando que está listo para su diario paseo de brutales jalonazos y tibias deposiciones fisiológicas.

Manual, Capítulo 1: Barrer

Empléese un tiempo no mayor de cinco minutos, dirá la sargento, entre súbitos brotes de cólera y ocasionales risotadas de bruja. Los primeros tienen una clara explicación: es oriunda de Socorro, Santander. Las segundas solo son atribuibles a la demencia que produce la pavorosa simultaneidad de una jornada doméstica. Bárranse los pisos exteriores, que corresponden a dos inmensas terrazas de cemento, y el prado, que ocupa el nivel más bajo de una casa de tres pisos. Habrá hojas de múltiples matas y árboles, incluso de los de la casa vecina que se descuelgan gráciles sobre la paredilla. Habrá también estiércol de los bellos pajarillos que alegran el amanecer. No desesperarse, así se le acalambren las coyunturas, así aguante frío, así en realidad la faena le tome cuarenta minutos, así la sargento la mire desde adentro con ojos mefistofélicos, mientras mira su reloj barato. No desesperarse.

II.

En este peculiar universo cósmico de jabones que lavan hasta el alma y que a una le enrojecen la piel, una se preguntará, quizá en el instante tántrico en que un cuello de blusa, de la marca Banana Republic, se rehúsa a dejarse planchar: ¿qué demonios es uno? ¿Será en efecto la tierna Jesusita, "parte de la familia", como la patrona se empeñará en proclamar al momento de presentarla a uno de sus invitados? ¿O será más bien la coima, la manteca, la melega, la sirvienta, como en cada región de este país la llaman a una? En este oficio una aprende rápido lo que es y lo que no es, o de lo contrario el tiempo se lo enseñará a fuerza de aciagos instantes. Una es sirvienta, no lo dude, lo cual no implica otra cosa que obediencia, sumisión y marginación. Una puede ser también objeto sexual de un patrón grasiento, calvo y malcogido que se sentirá galán a las dos de la madrugada y pretenderá un cierto favor no contractual en este cuartucho de tres metros cuadrados. O de un adolescente desbocado que habrá concluido, con su gallada de amigos, que una "es más limpia que las putas". Marta, que es pastusa pero no tonta y que en esta casa hace las veces de empleada "de afuera", cuenta que una vez el joven de su primer empleo, el de veintidós años, la agarró por la cintura y lo quiso coger sin permiso a las siete de la mañana:

—¡Manténgase a raya, joven! —dizque dijo la Marta blandiendo un trapero. Esa misma tarde agarró su caja de cartón y se largó.

Pero historias hay. Embarazos del patrón hay. Patronas que la echan a una, al darse cuenta de que una ha cambiado de funciones con el marido de ella, hay. Violaciones hay. Sexo tolerado, con un bello adolescente oloroso a perfume fino, pues de eso también hay.

Manual, Capítulo 2: Asear

La hora de las habitaciones vendrá en el instante crucial en que se hace tarde para la cocina y en que tronará el timbre y sonará el teléfono y la casa entera entonará su endiablada música matinal. Tranquilícese. Nada la salvará de llegar a la zona de habitaciones, atacar los rezagos de lo que parece haber sido una tormenta en la noche anterior: camas revueltas, canecas de basura, cestas llenas de ropa sucia, inodoros a los que habrá que atacar con determinación. Considérese más bien afortunada de que usted no es la empleada en un apartamento de cincuenta metros cuadrados en algún inhóspito multifamiliar de la gran ciudad, habitado por esa clase media colombiana que se cree millonaria y cuyos chinos malcriados dejarán un cataclismo cada mañana y que al final de la jornada la condenarán a un recinto gélido y minúsculo, como una celda de Cómbita. No. Usted es afortunada. Usted se gana quinientos veinte mil pesos mensuales, llega a las ocho y se va a las cuatro, trabaja en una casa firmada por un gran arquitecto y tiene patrones educados en Europa, los cuales saben muy bien que usted es un ser humano. Más bien concéntrese en dejar esa colcha de fibra india perfectamente estirada, y esa alfombra tan blanca como el primer día y ese inodoro como un espejo.

III.

Una lo ha sentido. Por muy elegante que sea la forma de preguntar sobre cualquier cosa que se haya extraviado, habrá algo muy inquisitivo en el subtexto:

—Ay, Jesusita, ¿usted ha visto la blusa roja divina que compré la semana pasada?

Ana María, quien envejeció sirviéndole a una cierta casa de la Costa, tenía su desafiante manera de tomar el toro por los cuernos:

—¡Linda que me vería yo llegando a mi pueblo con el ombligo afuera!

Sea cual sea la respuesta, ya sabrá lo que le espera. Una tendrá que ayudar a buscar, y seguramente hallará el dichoso trapo de seda en el lugar más insospechado, allí mismo donde la patroncilla inadvertidamente lo guardó.

A una mejor le valdrá encontrarlo, más que pronto, que es la unidad de tiempo más parecida a la realidad de las doce millones de empleadas domésticas que hay en América Latina. De lo contrario crecerá la tensión, y no será extraño que todo termine en un grito que retumbará en el vecindario:

—¡Esa blusa aparece porque aparece!

O el dinero, que también suele perderse, siendo una siempre la sospechosa habitual. Cuenta Margelis, la de la casa amarilla de la esquina, que en una ocasión cumplió el ciclo completo de la sospecha, incluyendo la sentenciosa frase final. Cuando ya Margelis se iba despedida, descontándosele el dinero extraviado de su liquidación, la patrona revisó las cuentas y se percató de que el tal dinero jamás había existido. "Esta loca cabeza mía", fue su manera de ofrecer disculpas. Pero eso es normal. ¿Quién se disculpa con una?

Aquí abajito a seis cuadras, en casa de una amiga de la patrona, comenzaron a perderse las vainas de plata. Llegó la Policía y alineó al servicio: si los objetos no aparecen, todas van para la cárcel. En esas estaban cuando se supo la verdad: el novio de la niña de la casa era el ladrón. Nadie fue a la cárcel. Era un ratero honrado.

Manual, Capítulo 3: Cocina

Determine usted el número de comensales y calcule los ingredientes con matemático rigor. No incurra en desperdicios que más adelante la patrona reclamará. Son la patrona, su hija, la abuela que está invitada, las otras dos del servicio y una. Nadie más. Si va a cortar un tomate, retírele el ombligo con precisión de cirujano, sin tocar la pulpa. Corte, pique, eche agua, saque agua, hierva a fuego alto, a fuego lento, aplique sal, eche pimienta, tape la olla, destape la olla, haga lo que sea, pero ni derroche, ni descuide: todo es susceptible de chamuscarse, de pasarse, de estropearse, y de que usted termine zarandeada por la entera jerarquía. Resuelva con un cubito de caldo de costilla si lo del guiso se le complica. Pero no se deje sorprender por la abuela. Ella será enfática en invadir la cocina y decirle sin contemplaciones que en los tiempos de ella jamás habría echado mano a la fórmula Carlos Calero. Pero algo tendrá que hacer para salir airosa, máxime cuando ya la sargento probó el guiso y desaprobó con gesto amargo. Invoque a Calero. ¡Récele a ese tipo como a una virgen!

Entonces sonará el teléfono. La voz de la patrona, llamando desde la oficina, tendrá un dejo de condescendencia, investida de una sumisión que a esa hora resultará sospechosa. Le preguntará con delicadeza si el almuerzo está adelantado. Usted responderá que sí, pero sabrá que aún no es tiempo de colgar. Entonces lo entenderá todo, cuando la patrona le anuncie oronda que va un invitado más. Y no cualquier invitado: su socia, acostumbrada a lo mejor. Eche mano de un plátano, vierta una taza más de arroz, adiciónese media bolsa de carne molida, pele otro aguacate. Haga lo que sea, pero a su patrona jamás le diga que no.

IV.

Una le contará con regocijo a la sargento que en la mesa todos han elogiado la gastronomía, aun aquello que hubo que inventar sobre la marcha. La sargento le dará a una un tatequieto marcial:

—El rico es hipócrita. No le crea nada.

La sargento comerá con desgano, a la hora final en que se nos permitirá almorzar a los del servicio, allí mismo, en la revuelta cocina. No lejos, en un cuartel militar, se escuchará el incesante tableteo que viene del polígono. Tanta puntería para dispararle al pueblo. Se acordará ella entonces de que ese día a su hijo le han negado el ingreso al Ejército, por la razón elemental de que no tiene cédula. "La botó de juerga —confesará—, es un poco vago el muchacho". El hijo vago, casi iletrado, ha estado en su mente todo el día, mientras ella la persigue a una, le imparte órdenes a la de afuera y ejecuta sus propios oficios: la sargento tiene su propio drama, solo que no le está permitido padecerlo. Por ese hijo vago, y sus otros dos hijos, lleva medio siglo como sirvienta. Saldrá a las cuatro de la tarde, se embarcará en un congestionado bus, llegará a su casa, y el ciclo comenzará de nuevo: cocinar para ellos, lavar los platos, luego la ropa, planchar. A las diez de la noche, cuando pretenderá acostarse a ver televisión, ya estará demasiado cansada y se quedará dormida. Es una de esas mujeres que parecen cocinarse en su propio sacrificio. Es un perro que ladra, incluso afirma que no se mete a guerrillera porque le falta valentía. Pero no muerde. Está acostumbrada a servir. Fue empleada doméstica interna en la mansión de un gran prohombre. Cuando este se aprestaba a regresar de viaje, llamaba desde el aeropuerto, a las diez de la noche. Había que esperarlo para servirle la cena, con guantes blancos y en bandeja de plata. Casi a la medianoche. Por eso dice que jamás volverá a ser interna: "Prefiero irme a recoger café con linterna…" Y ríe como bruja.

Manual, Capítulo 4: El perro

Los perros son una lacra, pero los patrones los aman, así parte del desarrollo de ese amor recaiga sobre usted. Tendrá usted la misión de darles su alimento y su bebida, en algunas ocasiones bañarlos, quedarse con ellos para hacerlos sentir acompañados y pasearlos. Esto último incluye recogerles los excrementos. El animal los depositará en la hierba húmeda del parque. Si allí se quedaran, su patrón tendría problemas con los vecinos. Usted deberá portar una bolsa plástica, voltearla y recoger. Jamás entrará usted directamente en contacto con las heces caninas, pero aún así, a través del plástico sentirá lo tibias que estas son. Y el olor…?

V.

Para las internas, las que viven con los patrones, el paseo del perro es el mejor momento del día. Es el perfecto pretexto para socializar, encontrarse con otras chicas en las bancas del parquecito que bordea la quebrada. Allí se devoran el silencio de barrio suntuoso, armando su algarabía todos los días a las ocho de la mañana. Son enfáticas en decirle a una que no se deje joder de los patrones. Una de ellas, una costeña llamada Erledis, asegura que la patrona solía gritarle, y que varias veces lloró en silencio, hasta que un día se le plantó:

—A mí no me grite que yo no soy su esclava.

Rodeadas de inquietos perros, todas se declaran tan felices como parece evidenciarlo su festiva tertulia: Rosaura, que huyó de su casa en un pueblo de Antioquia, llegó a estar en un reformatorio juvenil y ahora pasa semanas solitaria en un amplio apartamento de la vecindad, mientras sus patrones viajan por el mundo; doña Leonor, la más vieja de todas, debió ingresar al servicio doméstico después de enviudar a los cincuenta años; Olfa, que fue entregada por sus padres a los patrones desde la edad de doce años, escogió entre el servicio y la prostitución. A esa hora hablan de telenovelas, de los derechos del servicio doméstico y con toda seguridad —a pesar de que lo niegan— de la fabulosa vida íntima de sus patrones.

Manual, Capítulo 5: La salida

Usted sale a las cuatro pero hay días como este, que nunca terminan. La loza deberá quedar lavada, seca y guardada en la estantería. La estufa deberá quedar resplandeciente, como acabada de comprar. El piso habrá de brillar. La puerta de la nevera tendrá que ser un espejo, la ropa planchada, todas las puertas cerradas.

VI.

Ahora una marcha calle abajo, tan extenuada que es como si más bien se estuviera dejando rodar, como si los pasos tuvieran vida propia bajo el sol fugaz del páramo. Una le dirá entonces a la sargento, buscando que cambie sus carcajadas de bruja por un tierno solaz interior, todo lo que han dicho las de la tertulia del parque: sus patronas las respetan, a una de ellas le prestan un iPod de color rosado, todas se jactan de tener habitaciones amplias, les traen regalos cuando viajan al exterior, casi siempre les honran sus descansos, viven la vida fucsia del servicio doméstico de la oligarquía. Ella, que está atrasada para su diaria rutina de la nada, no se inmuta, sino que aprieta el paso, al tiempo que dice sin titubear:

—Sí, pero una siempre será la esclava.

FIN